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Miércoles, 9 de Octubre de 2024

Jesús, el judío (XXX)

Domingo, 24 de Febrero de 2019

“VINIERON PARA HACERLE REY…” (IV):  El rechazo de la corona

Existe una coincidencia en las fuentes en el hecho de que, a su regreso de la misión itinerante, Jesús propuso a los discípulos apartarse a un lugar retirado en el que pudieran descansar (Marcos 6, 30-31; Mateo 14, 13; Lucas 9, 10).  La fecha fue poco anterior a la Pascua del año 29 (Juan 6, 4).  Resulta, por lo tanto, muy verosímil que los ánimos aún se encontraran más caldeados de lo habitual con el recuerdo del significado de aquella fiesta que rememoraba la liberación del pueblo de Israel del terrible yugo que durante siglos le había impuesto Egipto.  Fue precisamente en esos momentos cuando se produjo un episodio que revela con enorme claridad la naturaleza de la situación por la que atravesaban Jesús y sus discípulos. 

Como ya hemos indicado, el propósito de Jesús era apartarse con los Doce a un lugar retirado en el que pudieran descansar y donde comunicarles mejor su enseñanza.  Para lograrlo, subieron a una embarcación y cruzaron el mar de Galilea.  Sin embargo, no pudieron evitar que la muchedumbre los reconociera.  Electrizados por la idea de acercarse a Jesús, circundaron el lago con la intención de encontrarse con él en la otra orilla.  Quizá otro hubiera persistido en sus intenciones iniciales y se hubiera mantenido a distancia de la multitud.  Sin embargo, Jesús se sintió embargado por la compasión hacia aquellas masas que actuaban como “ovejas sin pastor” (Marcos 6, 34).  Pacientemente, los acogió y comenzó a enseñarlos.  Así transcurrió el día y llegó la tarde.  En ese momento, los discípulos – seguramente cansados – le aconsejaron que los despidiera.  Pero, una vez más, volvió a hacerse presente la compasión de Jesús.  Si se marchaban ahora después de estar en ayunas todo el día, si tenían que bordear de nuevo el lago de regreso a sus hogares, desfallecerían por el camino.  Resultaba imperioso darles de comer.  Las palabras de Jesús fueron acogidas por los discípulos con incredulidad.  La muchedumbre sumaba varios millares de personas y las provisiones que llevaban consigo eran escasas.  Lo que se produjo entonces forma parte del elenco de acontecimientos prodigiosos que pespuntean la vida de Jesús y que son reproducidos de manera unánime por las fuentes.  Tras ordenar que se sentaran, Jesús tomó los escasos panes y peces con que contaban los apóstoles y dio de comer a la muchedumbre.  Semejante episodio tuvo una consecuencia inmediata en las gentes.  La fuente joánica la ha referido de la siguiente manera:

   Entonces aquellos hombres, al ver la señal que Jesús había realizado, dijeron: En verdad es éste el profeta que había de venir al mundo. 

           (Juan 6, 14)

 

La tentación diabólica había vuelto a presentarse una vez más.  Jesús podía convertir las piedras en pan.  ¿A qué estaba esperando entonces para colocarse al frente de aquella gente y manifestarse como el mesías libertador que todos ellos esperaban?  ¿Podía pensarse en un mejor momento para hacerlo?  ¿Cuándo volverían a entrelazarse un entusiasmo semejante con una época del año tan significativa desde el punto de vista de la fe judía?  Sin embargo, una vez más, Jesús rechazó la tentación.  Tal y como nos refiere la fuente joanea, “al percatarse Jesús de que iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey, volvió a retirarse al monte él solo (Juan 6, 15).   La reacción de Jesús no pudo resultar más clara.  Ante la posibilidad de apartarse de su visión personal, prefirió distanciarse no sólo de las masas, sino también, momentáneamente, de unos discípulos que, sin duda, se identificaban con las ansias de aquellas.

Sin embargo, Jesús no tuvo éxito en su intento.  Cuando, de regreso al barco, navegó hasta tocar en Genesaret, las multitudes lo estaban aguardando con un entusiasmo redoblado por la espera (Marcos 6, 53-56).  La fuente joanea nos ha transmitido unos datos que resultan de enorme relevancia.  De regreso a Capernaum, ya en la sinagoga, Jesús rechazó una vez más las exigencias de las masas.  No se le escapaba que le seguían no porque hubieran captado el significado de las “señales”, sino porque se habían hartado de comer (Juan 6, 26).  Jesús no despreciaba las necesidades materiales y la prueba es que, compasivamente, las había colmado.  Sin embargo, ésa no era su misión.  No tenía intención de repetir las hazañas de Moisés que, siglos antes, había sacado a Israel de Egipto bajo la guía de Dios y luego lo había alimentado durante años con el maná.  Su propósito más bien era ofrecerles un “pan” superior que los alimentaría espiritualmente, un pan que les permitiría vivir eternamente (Juan 6, 58).   Lo que les ofrecía era comer la carne y beber la sangre del Hijo del Hombre, del mesías (Juan 6, 54-55).

La exégesis posterior ha explicado ocasionalmente estas palabras como una referencia de Jesús a la Eucaristía.  Sin embargo, resulta obvio que esa interpretación no puede ser correcta.  De entrada, mal podía referirse Jesús a una práctica de las primeras comunidades cristianas que aún no había sido establecida y todavía menos lo podía hacer en los términos de un dogma que se definiría en el siglo XIII.  Una interpretación semejante intenta sustentar un dogma ciertamente tardío en un pasaje del Evangelio, pero lo cierto es que no pasa de ser un escandaloso anacronismo.  Por añadidura, la gente a la que se dirigía Jesús no hubiera podido entender ni lejanamente una referencia eucarística.  Sin embargo, lo que nos consta es que comprendió a la perfección lo que Jesús estaba diciéndoles.  Seguirle no era cuestión de subirse alegremente al carro de un Reino que iba a terminar con Roma y que se caracterizaría por una satisfacción de las necesidades materiales.  Tal visión – reducida a acabar con una opresión puramente política y con la cobertura de ciertas aspiraciones - encajaría con la de dislates ideológicos posteriores como la teología de la liberación de la segunda mitad del s. XX o incluso con pensamientos utópicos como el socialismo, pero, desde luego, era diametralmente opuesta a su predicación en la que el elemento central era que “el espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6, 63).  La aceptación de sus enseñanzas – unas enseñanzas que distaban enormemente de las ansias primarias de aquellas gentes – era la clave para entrar en el Reino.  Resultaba totalmente lógico que así fuera porque el Reino era el ámbito de soberanía de Dios y ¿cómo se podía permanecer en él sin reconocer mediante la obediencia que Dios era soberano?

Las palabras de Jesús, a pesar de su contenido simbólico, fueron captadas de manera cabal por sus oyentes.  Como señala la fuente joanea, “muchos de sus discípulos, al escuchar, dijeron: Esta enseñanza es dura.  ¿Quién la puede oír?” (Juan 6, 60).  

No se trataba de que no comprendieran el anuncio de un dogma definido siguiendo categorías aristotélicas expresadas en el lenguaje del s. XIII.  Por el contrario, habían captado la enseñanza de Jesús y por eso podían calificarla de dura.  La crisis que aquella actitud de Jesús había provocado en el embrionario movimiento resulta clara y las fuentes no intentan ocultarla.   De hecho, a la desilusión de las masas se sumó la deserción de no pocos de sus seguidores.  Indica nuevamente la fuente joanea que “desde aquel momento, muchos de sus discípulos se apartaron y dejaron de ir con él” (Juan 6, 66). 

Si Jesús hubiera sido un político, si hubiera buscado fundamentalmente reunir en torno a él un número creciente de seguidores,  si su intención hubiera sido implantar el Reino tal y como lo esperaban sus paisanos, es más que posible que hubiera flexibilizado sus exigencias e intentado hallar un terreno común que le permitiera conservar su influencia.  Sin embargo, Jesús no contemplaba su misión de esa manera.  Estaba convencido de que, al fin y a la postre, era la acción misteriosa de Dios la que provocaba que unos siguieran siendo fieles y otros, no (Juan 6, 65) y, de forma extremadamente audaz, preguntó a los Doce, si también ellos deseaban abandonarlo (Juan 6, 67). 

La pregunta de Jesús debió causar una enorme conmoción en sus seguidores más cercanos.   Seguramente, su confusión no era menor que la que padecían sus paisanos y a ella se sumaba el dolor de ver cómo los frutos de su reciente predicación se desvanecían igual que el humo como una consecuencia directa de las palabras de su maestro.  Y ahora, por si fuera poco, ¡les preguntaba si también ellos querían desertar!  Fue Pedro, quizá el más impetuoso de los apóstoles, el que se adelantó a responder a Jesús y lo hizo de una manera extraordinariamente cándida.  ¿A quién iban a ir?  ¿Acaso no era Jesús el único que tenía palabras de vida eterna? (Juan 6, 68).  La manera en que Jesús dio contestación a Pedro tuvo que añadir un motivo más de inquietud a los Doce.  Sí, era cierto que él los había escogido de manera personal, pero, con todo y con eso, uno de ellos no era sincero (Juan 6, 70).  La referencia a un futuro traidor era clara, aunque en aquel momento nadie pudiera captarla (Juan 6, 71).  

CONTINUARÁ

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