“EL QUE ESCUCHA MIS PALABRAS…” (I): El cumplimiento de las fiestas
Es precisamente de esta época de la existencia de Jesús de la que contamos con varios testimonios de su vida como judío piadoso, un judío que obedecía fielmente los mandatos sobre las fiestas contenidos en la Torah. Sabemos así que descendió a Judea permaneciendo allí aproximadamente tres meses entre la fiesta de los Tabernáculos y la de la Dedicación del año 29 d. de C. Las referencias a ese período concreto de la existencia de Jesús nos han sido transmitidas por la fuente lucana y, sobre todo, por la joanea. Durante la fiesta de los Tabernáculos se produjo una enorme expectativa ante la posibilidad de que Jesús se proclamara mesías (Juan 7, 11-52), pero se limitó a perdonar en público a una mujer a la que habían sorprendido en adulterio (Juan 7, 53-8, 11), un episodio cuya lectura nos resulta conmovedora en la actualidad, pero que debió de constituir un verdadero revulsivo entre sus contemporáneos ya que no sólo se había negado a condenar a una persona sorprendida de manera indiscutible en un grave pecado, sino que se había permitido indicar que el pecado era una condición universal, exactamente la misma afirmación que llevaba anunciando desde el inicio de su predicación.
Por enésima vez, Jesús insistía en su mensaje fundamental. Todos los seres humanos son, en mayor o menor medida, pecadores; todos son incapaces de saldar la deuda que tienen con Dios; todos dependen completamente del perdón, gratuito y generoso, de Dios para obtener la salvación. Ese perdón era el que anunciaba Jesús a los que, humildemente, desearan recibirlo a través de la fe.
Si semejante predicación había provocado una enorme oposición en Galilea, en el seno de la Ciudad Santa por antonomasia causó una verdadera conmoción. A los fariseos no se les ocultó que el mensaje de Jesús relativizaba toda su enseñanza de una manera que consideraban intolerable. Jesús se presentaba como la verdadera luz del mundo en medio de la fase de la fiesta de los tabernáculos en que la luz tenía un papel extraordinario en la liturgia (Juan 8, 12-20) y además, al estilo de los antiguos profetas y de Juan el Bautista, minimizaba la pertenencia a la estirpe de Israel como medio de salvación (Juan 8, 39 ss). No puede sorprender que en una de esas ocasiones, se salvara por poco de ser apedreado (Juan 8, 59) ni tampoco que difundieran contra él calumnias de que era un samaritano, un endemoniado o un hijo bastardo (Juan 8, 48; Juan 10, 20; Juan 8, 41) o que prohibieran que alguien pudiera reconocerlo como mesías (Juan 7. 41 ss; especialmente Juan 9, 22). Tampoco extraña que cuando Jesús curó a un ciego, los fariseos se empeñaran en lograr que renegara de él (Juan 9, 1-41). A fin de cuentas, acciones de ese tipo eran las que podían provocar su aceptación por una masa a la que no se podía olvidar, pero a la que, en el fondo, los fariseos despreciaban como simples am-ha-arets.
Muy posiblemente, el punto álgido fue una predicación de Jesús en la que insistió en presentarse como la puerta y el Buen pastor en contraposición con otros pastores espirituales que eran falsos. Los que habían venido antes que él habían sido “ladrones y salteadores” (Juan 10, 8) y sólo se salvaría el que entrara por él. Los otros dirigentes espirituales eran simples asalariados, asalariados que nunca arriesgarían su existencia por las ovejas (Juan 10, 12 ss), pero él – una vez más – iba a entregar su vida por ellas. La daría de una manera voluntaria, para luego volverla a tomar de nuevo (Juan 10, 16 ss). Aquel discurso terminó de convencer a no pocos de que tenía un demonio - ¿cómo si no podía negar autoridad a los fariseos? – pero también hizo que otros se preguntaran si podía estar endemoniado quién era capaz de dar vista a los ciegos (Juan 10, 21). El ambiente debía estar lo suficientemente caldeado como para que, durante la fiesta de la Dedicación, Jesús eludiera proclamarse directamente mesías. Aún así, a duras penas, logró evitar que lo detuvieran (Juan 10, 22-39).
Se mirara como se mirara, la enseñanza de Jesús chocaba de manera crítica con la de sus contemporáneos. No significaba una ruptura con lo contenido en las Escrituras – a decir verdad, coincidía con las proclamas de los profetas – pero, igual que ellos, colisionaba con lo que creían no pocos de sus contemporáneos. Jesús, fiel y piadoso judío, no discutía las celebraciones del Templo y, desde luego, participaba en ellas. Sin embargo, a la vez, indicaba que de ellas no podía desprenderse la salvación. Jesús no negaba el papel de la Torah que, expresamente, había venido a cumplir, pero lo profundizaba otorgándole un significado diferente no pocas veces al que le daban los fariseos. Jesús aceptaba - ¡y de qué forma! - que existían pecadores, pero, de manera impertinente e insultante para no pocos, subrayaba que esa condición era común a todos los seres humanos en mayor o menor medida, y que resultaba imposible aspirar a la salvación sin acercarse a Dios, pedirla humildemente y aceptarla no por los propios méritos (no pocas veces supuestos) sino por la fe. Para colmo, Jesús resultaba también meridianamente claro a la hora de anunciar que la salvación estaba indisolublemente vinculada a él. No puede sorprendernos que los dirigentes religiosos de su época reaccionaran con hostilidad ante él porque, hoy en día, con certeza, sucedería lo mismo y no sólo en el ámbito religioso. Sin embargo, las palabras de Jesús difícilmente podían resultar más obvias. Ahora se podía escuchar una Noticia verdaderamente buena, ahora se podía recibir vida eterna, ahora se podía pasar de muerte a vida si se creía en su enseñanza:
En verdad os digo que cualquiera que escucha mis palabras y cree en el que me envió, tiene vida eterna, y no vendrá a condenación sino que ya ha pasado de muerte a vida.
(Juan 5, 24)
Al desplazar la importancia de los hombres y enfocarla en él, Jesús se convertía en motivo de desaliento, confusión e incluso ira para aquellos que se veían dotados de algún género de relevancia y – no resulta lícito olvidarlo – esa reacción ni siquiera excluyó a los Doce.
CONTINUARÁ