“EL QUE ESCUCHA MIS PALABRAS…” (II): El anuncio de juicio
Jesús regresó a Galilea por última vez algunos días después. Por lo que nos ha transmitido la fuente lucana a esas alturas, aunque el número de discípulos había crecido y continuaba activo (Lucas 10, 1-24), la población, en su mayoría, seguía siendo impermeable a la predicación (Lucas 10, 13 ss). Si Jesús tuvo por aquel entonces la tentación de contemporizar – algo que no había hecho jamás – la resistió admirablemente porque en un encuentro con un fariseo volvió a marcar distancias de manera considerable (Lucas 11, 37-54) hasta el punto de hacer referencia al juicio de Dios que recaería sobre la generación presente que no había querido escuchar a los profetas:
Por tanto, la Sabiduría de Dios también dijo: les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos a unos matarán y a otros perseguirán; para que de esta generación sea exigida la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la fundación del mundo; desde la sangre de Abel, hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo. Así os digo: será exigida a esta generación. ¡Ay de vosotros, doctores de la ley que habéis sujetado la llave del conocimiento! Vosotros mismos no habéis entrado y habéis impedido entrar a los que deseaban hacerlo. Y, mientras les decía esto, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo en gran manera, y a provocarlo para que hablara muchas cosas, acechándolo, y procurando cazar algo de su boca con que pudieran acusarlo.
(Lucas 11, 49-54)
Las últimas predicaciones de Jesús en Galilea abundaron todavía más en esos temas. Señaló así, por ejemplo, que era estúpido confiar en los bienes materiales como aquel desdichado rico que se puso a hacer planes sobre el futuro y se murió esa misma noche (Lucas 12, 15-21). Tampoco había que dejarse llevar por la ansiedad. Por el contrario, había que depositar toda confianza en Dios que se ocupa de las aves del cielo y de las flores del campo (Lucas 12, 27-30). En resumen, había que buscar el Reino de Dios y su justicia en la certeza de que lo demás sería dado por añadidura (Lucas 12, 31). Por supuesto, se produciría oposición, pero, una vez más, Jesús enfatizó que el único que merece el temor de los hombres es Dios ante el que habría que responder algún día. Fueran o no conscientes de ello, la decisión más trascendental en esta vida era la de volverse hacia Dios o rechazar su llamamiento. Ni siquiera la realidad política más cercana podía cambiar esa situación. La fuente lucana ha conservado al respecto un episodio especialmente revelador:
Por esa misma época estaban allí algunos que le contaron lo que había pasado con los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con sus sacrificios. Jesús les respondió: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos?
Pues escuchadme: No lo eran. Por el contrario; si no os convertís, todos os perderéis de la misma manera. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Pues escuchadme: No lo eran. Por el contrario, si no os convertís, todos os perderéis de la misma manera.(Lucas 13, 1-5)
El pasaje difícilmente puede resultar más iluminador. Hasta Jesús llegaron unas personas que le refirieron como Pilato había llevado a cabo la represión de unos galileos [1]. Había esperado a que estuvieran ofreciendo sacrificios y entonces, algunos soldados romanos que se habíand deslizado entre la multitud convenientemente disfrazados, les habían dado muerte. En un sentido escalofriantemente literal, habían mezclado la sangre de los animales sacrificados con la de los galileos. Una desgracia semejante había acontecido a los que trabajaban en la torre de Siloé, una de las obras realizadas por el poder romano. Quizá algunos pensaran que los galileos se merecían aquella suerte por la manera en que se oponían a la política de Roma; quizá otros estuvieran seguros de que los de la torre eran los que se merecían aquella desgracia por colaborar con un poder opresor. Pues bien, ambas conclusiones eran falsas. Según la enseñanza de Jesús, independientemente de su adscripción política, todos los hombres necesitan la conversión. Piensen lo que piesen, han de volverse hacia Dios ante El que deberán comparecer más tarde o más temprano. El mensaje no podía ser más claro: a menos que alguien se convierta, perecerá... sea cual sea su posición de cara al poder romano. La disyuntiva verdaderamente esencial en toda vida humana no es si optó por tal o cuál fuerza política, sino si se volvió a Dios o continuó dándole la espalda, actitud esta última que podía coincidir incluso con la práctica religiosa. A fin de cuentas, eso era lo que sucedía con no pocos de los contemporáneos de Jesús cuya actitud quedó simbolizada en uno de sus meshalim comparándola con una higuera que se niega a dar fruto:
Dijo también esta parábola: Un hombre tenía una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo halló. Y dijo al viñador: Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué utilizar también mal la tierra? El entonces le respondió: Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diera fruto, bien; y si no, la cortas.
(Lucas 13, 6-9)
Al fin y a la postre, ése era el gran drama cósmico en el que estaba inmerso Israel. Al igual que Isaías había ya indicado siglos antes, Jesús podía decir que Israel era una viña que, a pesar de los cuidados de Dios, no había dado fruto y que por ello recibiría su justo castigo (Isaías 5, 1-7). Desde hacía casi tres años, Jesús había predicado sobre la necesidad de que se produjera una conversión nacional sin que ésta tuviera lugar. Un año más, y ésa gran oportunidad concluiría. Sería el año que discurriría entre el momento en que Jesús saliera definitivamente de Galilea y se encaminara de manera definitiva hacia Jerusalén.