El paso de Jesús por Perea – un paso que distó de ser apresurado y que merece una atención especial en la fuente lucana – se caracterizó por la perseverancia en la predicación de su mensaje y por su insistencia en su peculiar concepción de la labor del mesías ante sus discípulos. Sin embargo, no puede decirse que tuviera mucho éxito al respecto. Un episodio correspondiente a esta fase de la vida de Jesús indica hasta qué punto los prejuicios de los apóstoles se hallaban profundamente arraigados en su manera de ver la vida y en sus comportamientos cotidianos. El episodio nos ha sido transmitido por diversas fuentes:
Iban de camino hacia Jerusalén y Jesús los precedía. Y estaban asustados y le seguían con miedo. Y volviendo a tomar aparte a los Doce, comenzó a decirles lo que le iba a suceder:
“Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles; se mofarán de él, lo flagelarán, le escupirán y lo matarán, pero, al tercer día, se levantará.
(Marcos 32-34. Vid paralelos en Mateo 20, 17-9 y Lucas 18, 31-34)
En la cercanía de Jerusalén, los discípulos habían comenzado a ser presa de la ansiedad. Posiblemente, habían creído a los fariseos que les habían referido las intenciones homicidas de Herodes. Tampoco se les escapaba que las relaciones con las autoridades religiosas distaban mucho de ser buenas. Sin duda, se hallaban en una situación de nada desdeñable riesgo. Jesús podía haber optado por animar a sus seguidores ocultando lo que se cernía sobre él. Sin embargo, volvió a incidir en la enseñanza de los últimos meses. Descendían a Jerusalén y allí él, el Hijo del Hombre, sería ejecutado. Las afirmaciones eran obvias y deberían haber arrastrado a los Doce a reflexionar sobre las palabras de Jesús. Sin embargo, como indica la fuente lucana, “no entendían nada de aquellas cosas, y aquella enseñanza les resultaba encubierta y no entendían lo que se decía” (Lucas 18, 34). Buena prueba de ello es la reacción que tuvieron acto seguido dos del grupo de tres apóstoles más unido a Jesús:
Entonces Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron: Maestro, querríamos que nos concedas lo que te pidamos. El les dijo: ¿Qué queréis que os conceda? Ellos le dijeron: Concédenos que nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda, en tu triunfo. Entonces Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber de la copa que yo bebo, o ser sumergidos en la inmersión en que me veré sumergido? Ellos dijeron: Podemos. Jesús les dijo: A decir verdad, de la copa que yo bebo, beberéis, y os veréis sumergidos en la misma inmersión que yo, pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no me corresponde a mí concederlo, sino que será para aquellos para quienes está preparado. Cuando lo oyeron los diez, comenzaron a encolerizarse contra Santiago y contra Juan. Pero Jesús, llamándolos, les dijo: Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes aprovechan la autoridad que tienen sobre ellas. Pero no debe ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro siervo, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.
(Marcos 10, 32-45)
Jesús podía anunciar una y otra vez su futuro trágico, pero sus discípulos no podían arrancar de su mente otra visión del mesías, aquel que triunfaría sobre Roma y repartiría despojos entre sus seguidores más inmediatos. Posiblemente, la cercanía de la Ciudad Santa había excitado los ánimos de Santiago y Juan para pedirle los primeros puestos en el triunfo. No sorprende que los otros diez se sintieran irritados. Seguramente, debieron pensar que los dos hermanos aprovechaban su cercanía con Jesús para obtener una injusta ventaja. Pero Jesús – como en otras ocasiones – rehusó entrar en ese tipo de disputa. Por el contrario, indicó que lo que debían esperar sus discípulos era un destino semejante al suyo y que, por añadidura, él no era el encargado de distribuir puestos en el Reino de Dios. Pero no concluyó ahí. Acto seguido, subrayó la diferencia radical entre los gobernantes del mundo y el Reino de Dios. Los políticos – bien debía saberlo él tras contemplar como Satanás le había ofrecido todos los gobiernos del mundo y tras haberse negado con rotundidad a que las muchedumbres lo proclamaran rey – se caracterizan por servirse de aquellos a los que, supuestamente, sirven y por ejercer el enseñoreamiento y la dominación. Es cierto que esa conducta era la habitual, tanto que muchas veces no se percibe, pero no era la apropiada en el Reino de Dios y, por lo tanto, sus discípulos no podían esperar disfrutar de ella en el futuro. De hecho, él mismo, el rey-mesías era el Hijo del Hombre que había venido a actuar como un siervo y a llevar esa conducta hasta tal extremo que implicaría morir entregando su vida en rescate por la salvación de muchos (Marcos 10, 45).
CONTINUARÁ
NOTA: A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino. Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de cuatrocientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús. Por supuesto, será mucho más amplia que lo expuesto en esta serie. Seguiremos informando.