“AFIRMÓ SU ROSTRO HACIA JERUSALÉN…” (IV): Cerca de Jerusalén
Los últimos días previos a la entrada de Jesús en Jerusalén estuvieron señalados por algunos episodios cargados de importante contenido. Uno de ellos estuvo relacionado con Lázaro, un amigo de Jesús, y con un publicano llamado Zaqueo. De Lázaro – al que algún exegeta ha llegado a identificar con el “discípulo amado” del que habla el cuarto evangelio – poseemos datos muy interesantes. Era de Betania, una población cercana a Jerusalén; vivía allí con sus hermanas Marta y María (la famosa Magdalena bien distinta de la imagen popular de prostituta que se tiene de ella gracias a la tradición católica de la Edad Media) y creía en Jesús. De hecho, cuando éste se hallaba a escasa distancia de la Ciudad Santa, Marta y María le enviaron recado de que su hermano estaba a punto de morir. A la sazón, los ánimos de los discípulos no debían pasar por su mejor momento porque cuando Jesús decidió acercarse a Betania, alguno de ellos como Tomás llegó a la conclusión de que correrían un claro peligro de muerte (Juan 11, 16). Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy diferente. De entrada, cuando Jesús llegó a la casa de Lázaro, éste se hallaba muerto desde hacía varios días y sólo se podían escuchar los lamentos de las hermanas del difunto. Después, la gente tuvo ocasión de ver a Jesús llorando, una reacción de la que no tenemos constancia en ningún otro momento o situación de su vida (Juan 11, 35). Pero lo más abrumador fue cuando Jesús conminó al cadáver para que saliera de la tumba y éste obedeció la orden.
La resurrección de los muertos era una de las señales que debía acompañar al mesías cualquiera que fuera el concepto que se tuviera sobre él. Las fuentes hablan de que Jesús había protagonizado ya episodios de ese tipo, pero se habían producido en la lejana Galilea y no habían provocado grandes reacciones (Lucas 7, 11-17). Ahora, sin embargo, todo había sucedido a pocas horas de camino de Jerusalén, entre gente conocida, con un hombre del que nadie tenía la menor duda de que había fallecido unos días antes y en la cercanía de la gran fiesta de la Pascua. La fuente joanea señala que las noticias sobre Lázaro provocaron dos reacciones diametralmente opuestas. Por un lado, no pocos se sintieron inclinados a creer en Jesús (Juan 11, 45 y 12, 11) - ¿quién no lo haría en alguien que podía levantar a los muertos? – pero, por otro, las autoridades del Templo adoptaron la última decisión sobre la suerte que debía correr:
Entonces muchos de los judíos que habían venido para hacer compañía a María, y vieron lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho. Entonces los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el Sanedrín y dijeron: ¿Qué vamos a hacer? Porque este hombre hace muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación. Entonces Caifás, uno de ellos, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: Vosotros no sabéis nada; ni os percatáis de que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca. Esto no lo dijo por su cuenta, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así que, desde aquel día acordaron matarle. Por tanto, Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se alejó de allí a la región contigua al desierto, a una ciudad llamada Efraín; y se quedó allí con sus discípulos.... Y los principales sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno se enteraba de dónde estaba, lo denunciara para prenderlo.
(Juan 11, 45-54, 57)
Hasta entonces, Jesús había ido concitando en contra suya la incredulidad de algunos de sus paisanos que no podían aceptar su importancia; la desilusión de otros a los que costaba entender el porqué de su apartamiento de cierta visión del mesías; la animadversión de los fariseos que encontraban intolerable su interpretación de la Torah; la preocupación de los saduceos del Templo que se habían sentido molestos por su relativización del culto y, quizá, la hostilidad de Herodes que se preguntaba atormentado si no sería Juan el Bautista, al que había matado. La verdad, sin embargo, es que, de momento, todo había quedado en calumnias e insultos y la amenaza de expulsión de las sinagogas para aquellos que lo reconocieran como mesías. Algo muy parecido a lo que, antes o después, han sufrido otros movimientos religiosos en el seno del judaísmo, como fue el caso de los jasidim en el s. XVIII[1]. Sin embargo, ahora las circunstancias habían llevado a las autoridades del Templo – en especial al sumo sacerdote – a pensar en una forma de acción más drástica. Si la gente creía que Jesús era capaz de resucitar a los muertos – un hecho que a los saduceos por definición les resultaba totalmente inaceptable - no tardaría en reunirse alrededor de él aclamándolo como mesías. Lo que sucedería entonces resultaba fácil de prever. Los romanos no tolerarían alborotos mesiánicos y acabarían con Jesús y los suyos de manera no menos expeditiva que lo habían hecho en el pasado con otros aspirantes a mesías. Pero ahora el resultado podría ser peor y traducirse en la destrucción de Jerusalén y del Templo. Precisamente por eso, lo más prudente era eliminar a Jesús con lo que el peligro quedaría cortado de raiz.
Las autoridades del Templo dejaban de manifiesto su falta de escrúpulos morales – un hecho que aparece recogido también en el Talmud – pero no exageraban el peligro. De hecho, al cabo de cuarenta años, el Templo desaparecería en llamas en medio de una Jerusalén aniquilada por los rebeldes nacionalistas judíos y por los legionarios romanos enviados para acabar con ellos. De manera bien significativa, el historiador judío Flavio Josefo que nos ha dejado la mejor relación sobre ese episodio, no dudó en culpar de la tragedia nacional a sus correligionarios hasta el punto de afirmar “creo que Dios… había decidido la destrucción de la ciudad, ya contaminada, y quería purificar el santuario con fuego” (Guerra IV, 323). Pero, de momento, el sumo sacerdote pensaba que podía controlar la situación y más si se tenía en cuenta que Jesús no había dado señales de impulsar la violencia.
A decir verdad, por aquellos días tuvo lugar un episodio que muestra hasta qué punto Jesús estaba lejos de abogar por la sedición. Nos referimos a su encuentro con Zaqueo, un jefe de publicanos, el odiado – y corrupto – cuerpo de recaudadores de impuestos al servicio del imperio romano. La fuente lucana lo ha relatado de la siguiente manera:
Tras entrar Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos, y rico, intentaba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la gente, porque era pequeño de estatura. De manera que se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo; porque había de pasar por allí. Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó la mirada, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa y desciende, porque hoy es necesario que me quede en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y lo recibió alegre. Al ver aquello, todos se pusieron a murmurar diciendo que había entrado a quedarse con un hombre pecador. Entonces Zaqueo, deteniéndose, dijo al Señor: Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo restituyo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; porque él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido.
(Lucas 19, 1-9)
De camino a Jerusalén, en la vecina Jericó, Jesús había podido contemplar cómo la población mostraba su resentimiento contra el jefe de los publicanos colocándose de tal manera que impidió que lo viera. Venganza tan pobre había sido posible porque se trataba de un hombre bajo que, con seguridad, no podía alcanzar a ver más allá de los hombros de sus paisanos. Sin embargo, ni Zaqueo se había rendido ni Jesús lo había rechazado. De manera sorprendente, le había ordenado bajar del sicómoro al que había trepado para verle y había anunciado que se quedaría en su casa. No sólo eso. Al mostrar Zaqueo su disposición a volverse a Dios, Jesús lo había reconocido como a un “hijo de Abraham”, una categoría que, como Juan el Bautista, identificaba no con cualquier descendiente del patriarca sino sólo con aquellos que se volvían a Dios. Jesús había proclamado su salvación, algo lógico si se tiene en cuenta que ésa era la misión fundamental del Hijo del Hombre. Visto desde una perspectiva cristiana – o influida por la cosmovisión cristiana – el relato resultar conmovedor. Es dudoso que así lo vieran muchos de los contemporáneos de Jesús. A fin de cuentas, aquel hombre que podía ser el mesías había aceptado a un lacayo de los romanos y no sólo no había condenado su vil conducta sino que además le había permitido continuar desempeñando ese cargo siempre que no incurriera en causa de corrupción. En otras palabras, ¡consideraba lícito ser un funcionario del imperio opresor! Semejante visión choca frontalmente con postulados como los de la Teología de la liberación de la misma manera que colisionaba con los de no pocos judíos de la época de Jesús y, sin embargo, tanto entonces como ahora, la razón de semejante comportamiento se había expresado con enorme claridad: el Hijo del Hombre había venido a salvar lo que estaba perdido.
CONTINUARÁ
NOTA: A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino. Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de cuatrocientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús. Por supuesto, será mucho más amplia que lo expuesto en esta serie. Seguiremos informando.