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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

La Reforma indispensable (LVI): En que acertó Lutero (IX): Sola Scriptura (I)

Domingo, 24 de Mayo de 2015

​Para las personas que hayan tenido la paciencia de seguir esta serie hasta esta entrega habrá resultado cada vez más claras las causas de la Reforma, el desarrollo de algunas de sus primeras fases, las carencias que pudo tener en personajes como Martín Lutero – sólo uno de los reformadores – y los principios que siguen sustentando la cosmovisión reformada a casi medio milenio de distancia.

También resultará más que obvio porque la iglesia católica sólo podía responder usando la hoguera y la espada. Regresar a la Biblia como pretendía la Reforma implicaba el final de todo un entramado desarrollado a lo largo de la Edad Media, entramado que no sólo despojaba a Cristo de manera usurpadora de su gloria sino que además pisoteaba las enseñanzas de las Escrituras y creaba como fuerza de coacción máxima no sólo todo un sistema de represión violenta sino también un organigrama de salvación totalmente distinto del expuesto en la Biblia.

Al final, la clave estaba en si se escuchaba lo que decía la Biblia o si a ella se anteponían otras consideraciones y lo cierto es que la iglesia de Roma desde hacía siglos sólo estaba dispuesta a aceptar aquellos versículos que podía retorcer para defender unas pretensiones profunda e íntimamente anti-cristianas. En la última entrega, cité el caso de Döllinger, el mejor historiador del cristianismo con el que ha contado jamás la iglesia de Roma, que reconocía honradamente que durante siglos la interpretación católico-romana que relacionaba la piedra de Mateo 16 con Pedro como referencia al papado no la había sostenido absolutamente nadie en los primeros siglos y que, por añadidura, en sus controversias con los herejes, los Padres, también durante siglos, jamás incluyeron como herejía o pecado el no estar sometidos al obispo de Roma. La Historia es, ciertamente, una enemiga encarnizada de la iglesia católica, pero la Biblia lo es más y cuando la Reforma asumió como uno de sus principios fundamentales el Sola Scriptura, muchos contemplaron a la iglesia católica en la situación recogida en 2 Tesalonicenses 2: 7-12:

“Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio. Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia”.

El texto paulino presenta un enorme interés porque habla de un principio espiritual maligno que ya estaba en acción en su época, pero que todavía estaba controlado. Llegaría un día en que ese obstáculo sería removido y entonces surgiría un sistema absolutamente diabólico que utilizaría incluso el prodigio mentiroso para someter espiritualmente a la gente. Y ciertamente los que no quisieran creer en la verdad sino que se complacieran en aquel poder permanecerían en sus manos. Sin embargo, Cristo lo iría matando con el espíritu de su boca – un símbolo usado en la Biblia para referirse a las Escrituras – hasta que, en su Segunda Venida, lo aniquilara del todo. Se interprete como se interprete este pasaje, lo cierto es que la Historia nos muestra que la iglesia católica ha retrocedido espectacularmente siempre que se ha podido predicar con libertad el Evangelio y el caso de Hispanoamérica en las últimas décadas es un ejemplo más que evidente.

La iglesia de Roma pretende mantener sus pretensiones espirituales refiriéndose a que las fuentes de la revelación son la Biblia y la Tradición. La realidad es que, como bien reconoció Dollinger, la enseñanza de la iglesia católica en temas tan importantes como el papado no aparece ni por aproximación en los primeros siglos. Esa mención a una Tradición que es contradictoria muchas veces y que, al final, establece Roma en contradicción consigo misma no pasa de ser un sofisma – por no denominarlo estafa - espiritual.

De entrada, la Biblia establece que para salvarse hay que escuchar no a ninguna tradición sino a la Biblia. Jesús no sólo apeló continuamente a las Escrituras para legitimarse como mesías – está escrito, como dicen las Escrituras, como anunció el profeta son algunas expresiones repetidas una y otra vez en los Evangelios – sino que señaló que en ellas era donde había que buscar.

Jesús reprendió a sus contemporáneos no por no seguir a Pedro - ¡qué disparate! - sino por no aceptar el testimonio de las Escrituras:

“Entonces Jesús les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!” (Lucas 24: 25)

Jesús utilizó las Escrituras - y no ninguna tradición – para mostrar que era el mesías: “Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les explicó lo referente a El en todas las Escrituras” (Lucas 24: 27) .

Al comportarse así, Jesús era coherente con los mandatos de la Torah que establecían basar la vida no en la tradición sino en las Escrituras:

“Grabad, pues, estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma; atadlas como una señal a vuestra mano, y serán por insignias entre vuestros ojos” (Deuteronomio 11: 18-20).

Lo era también con el mandato de Dios a Josué que no apuntaba a tradiciones sino a la Escritura:

“Este libro de la ley no se apartará de tu boca, sino que meditarás en él día y noche, para que cuides de hacer todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino y tendrás éxito” (Josué 1: 8)

Lo era igualmente con los profetas que negaban la legitimidad a los que no se apoyaban en lo contenido en las Escrituras:

“¡A la ley y al testimonio! Si no hablan conforme a esta palabra, es porque no hay para ellos amanecer” (Isaías 8: 20).

 

No puede sorprender que esa fuera la enseñanza de los primeros cristianos sin duda alguna. Como Pablo escribió a Timoteo en su testamento espiritual:

Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3: 14-7).

Las palabras de Pablo no podían ser más claras.

¿Qué te puede hacer sabio para salvarte? Las Escrituras.

¿Cómo es esa salvación enseñada por las Escrituras? Por la fe en Jesús el mesías.

¿Qué es lo inspirado por Dios? Las Escrituras.

No sólo eso. La nobleza espiritual no radica jamás en el Nuevo Testamento en la sumisión a una jerarquía religiosa, en la creencia, ciertamente blasfema, en que un hombre es cabeza de la iglesia de Cristo o en la aceptación de una tradición cambiante. Lo que denota la nobleza espiritual de alguien es si contrasta con las Escrituras el mensaje que se recibe y, según sea de acuerdo con ellas o no, lo acepta o rechaza. Al respecto, el episodio de los habitantes de Berea es claro como el agua más cristalina:

“Estos eran más nobles que los de Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando diariamente las Escrituras, para ver si estas cosas eran así”. (Hechos 17: 11)

 

Por supuesto, los principios enseñados por Jesús, por Pablo y por los primeros cristianos resultan inaceptables para la iglesia de Roma y lo son porque implicaría su final. De ahí el gran peligro que implica el regreso a la Biblia para la iglesia católica y también el juicio de Erasmo de Rotterdam que, preguntado por Carlos V, si Lutero tenía razón, respondió que por supuesto que sí, pero que había cometido dos errores: atacar la tiara de los prelados y la panza de los frailes. Erasmo, aunque un tanto cínicamente, pronunciaba un juicio acertadísimo: Lutero tenía la razón teológicamente, pero al dejar de manifiesto que ni el poder papal ni la acumulación de bienes del clero tenían legitimidad alguna había puesto en peligro su propia vida. Permítasenos comenzar por la tiara de los prelados para dejar de manifiesto cómo el regreso a la Biblia socavaba el sistema católico-romano de raíz.

La Biblia no sólo no hace referencia a un papa, a una cabeza de la iglesia que no sea Cristo, a una Roca distinta de Jesús o a la sumisión al obispo de Roma sino que tampoco contiene mención alguna de que ese papa tenga que ser el jefe de un estado. En realidad, todos estos aspectos contrarios frontalmente a la Biblia arrancan de la Edad Media y la existencia del Vaticano como un estado deriva de un fraude escandaloso conocido como la Donatio Constantini.

El siglo VIII tuvo una especial relevancia por el desarrollo de una política de falsificación documental que pretendía favorecer los designios del obispo de Roma y que, muy pronto, se extendió a respaldar los intereses de la iglesia católica en todo Occidente. Esa falsificación documental iría unida no pocas veces a la creación de emociones y a manifestaciones artísticas que ayudaban a su difusión popular. Conocidos convencionalmente como “fraudes píos”, estos episodios han dejado su huella en la Historia hasta la actualidad y, de manera bien reveladora, suelen ser ocultados de los relatos historiográficos debidos a autores católicos.

Sin duda, el “fraude pío” más relevante fue un documento de carácter jurídico conocido como Donatio Constantini , es decir, la Donación de Constantino. El escrito tenía la pretensión de ser la constancia formal de una donación de diversos territorios que el emperador romano Constantino habría realizado en favor del obispo de Roma. El nacimiento de esta obra resulta en realidad incomprensible sin una referencia a su contexto jurídico. Éste vino marcado por dos aspectos fundamentales. El primero fue la tendencia a coleccionar los documentos canónicos existentes. Ya en el s. VI había surgido de un impulso similar la colección Dionisiaca y en el s. VII la denominada Hispana, experimentando ambas en el curso de ese siglo algunas alteraciones notables. En el año 744 la tendencia coleccionista recibió un nuevo impulso al enviar el papa Alejandro I a Carlomagno un ejemplar de la Colección Dionisiaca. Éste presentaba algunas peculiaridades ya que el prefacio original había desaparecido y además al texto se le habían añadido las decretales de los obispos romanos desde Zósimo (417-8) a Gregorio II (715-31). Hacia el año 800, esa colección se vio refundida con materiales procedentes de la Hispana dando lugar a la denominada colección Dacheriana. La segunda circunstancia que influyó en el nacimiento de la Donatio fue un fenómeno auténticamente singular en la historia del Derecho aunque no tan excepcional en la de las religiones. Nos referimos a la falsificación de textos con la finalidad de servir a objetivos concretos de la sede papal en materia de gobierno, jurisdicción, disciplina o meramente política. Esta labor se realizó de manera sistemática en una oficina del reino franco entre los años 847 y 852.

La primera fase de esta tarea consistió en alterar el texto de la Colección Hispana añadiéndole materiales hasta alcanzar el contenido que conocemos por el manuscrito de Autun. Otro ejemplo de esta labor fue la creación de los Capitula Angilramni - unos textos legales que se atribuían al papa Adriano aunque, en realidad, eran una amalgama de documentos canónicos, normas del código teodosiano y leyes visigóticas - o de los Capitularia Benedicti Levitae que pretendían legitimar la reforma eclesiástica con normas supuestamente emanadas de distintos emperadores romanos y de los reyes merovingios y carolingios. Para comprender el alcance de esta labor baste decir que de los Capitularia mencionados - mil trescientos diecinueve - alrededor de la cuarta parte eran falsos. No era poco uso de la mentira para lograr el avance de unos intereses que pueden definirse de cualquier forma salvo espirituales.

 

De esta confluencia del afán recopilador y de la falsificación de documentos con fines concretos surgieron las denominadas Decretales Pseudoisidorianas. Éstas, debidas a los esfuerzos de Isidoro Mercator, estaban destinadas a convertirse en la colección más extensa e importante de la Edad Media. En ella se daban cita junto a las decretales romanas desde Silvestre (314-335) a Gregorio II (715-731) - de las que unas eran falsas y otras auténticas, pero con alteraciones - una serie de documentos conciliares y textos diversos entre los que se hallaba la Donatio Constantini. Resulta pues obvio que ésta no constituía, por lo tanto, una excepción en el seno de la Historia del derecho canónico sino una parte de un considerable esfuerzo compilador - y falsificador - llevado a cabo en beneficio de la Santa Sede.

Las razones de este proceso de falsificación sistemática de documentos resultan fácilmente comprensibles cuando se examina el contexto histórico. El declive del poder bizantino en Italia había tenido como clara contrapartida un auge del reino de los lombardos. Éstos fueron utilizando una estrategia de asentamientos ducales y regios que, poco a poco, les permitieron apoderarse de diferentes territorios italianos y - lo que resultaba más importante - amenazar a Roma, la ciudad gobernada por el papa. Como contrapeso a la amenaza lombarda, el papa no podía recurrir al emperador bizantino, pero llegó a la conclusión de que sí contaba con una posibilidad de defensa en Pipino, el rey de los francos. Para lograr influir en éste conduciéndolo a una alianza, resultaba más que conveniente que pudiera recurrir a algún precedente legal de sus pretensiones. El instrumento utilizado para tal fin no fue sino la falsificación conocida como Donación de Constantino.

En el invierno del año 755, el papa Esteban se dirigió a la corte de los francos con la pretensión de obtener la ayuda de Pipino. Convenientemente preparado por las aseveraciones de la Donación, el monarca lo recibió en calidad de “defraudado heredero de Constantino”. En las negociaciones que siguieron a la calurosa bienvenida franca, el papa Esteban no sólo solicitó de Pipino que le concediera ayuda militar sino también que le hiciera entrega de un conjunto de territorios que, según la Donación, ya habían sido donados anteriormente por Constantino a los antecesores del papa. Pipino - cuyos orígenes dinásticos eran punto menos que dudosos - aceptó las pretensiones papales sin ningún género de discusión y además desencadenó la guerra contra los lombardos.

El conflicto se desarrolló favorablemente para los francos. Los lombardos fueron derrotados y esa circunstancia los obligó a aceptar cuantiosas pérdidas territoriales. Por su parte, Pipino entregó al papa Esteban la llave de una veintena de ciudades entre las que se encontraban Rávena, Ancona, Bolonia, Ferrara, Iesi y Gubbio. De esta manera, el papa entraba en posesión de una franja de terreno en la costa del Adriático, a partir de la cual nacerían los futuros Estados Pontificios. A partir de entonces, el papa sería un monarca temporal con reconocimiento internacional cuya situación – con pérdidas y ganancias – se mantendría igual hasta la reunificación italiana de finales del s. XIX. Sin embargo, el fraude documental se descubrió mucho antes. Ciertamente, el texto falsificado cumplió con su finalidad de manera más que satisfactoria para el papa. Sin embargo, a pesar de su éxito, el fraude dejaba mucho que desear en lo que a configuración se refiere ya que el documento estaba cargado de errores de carácter histórico y jurídico.

La redacción concreta de la Donatio se ha atribuido generalmente a Cristóforo, un funcionario papal. Este extremo dista de ser seguro, pero en cualquier caso lo que sí parece que puede establecerse con bastante certeza es el hecho de que el autor de la obra utilizó como base la leyenda de san Silvestre, obispo de Roma en tiempos del emperador Constantino. Según la misma, Constantino había perseguido a los cristianos inicialmente. En esa época, habría contraído la lepra, pero, a pesar de acudir a todo tipo de médicos y hechiceros, no había logrado verse libre de la terrible dolencia. En esas circunstancias, la leyenda narraba que san Pedro y san Pablo se habían aparecido al emperador para comunicarle que sólo el papa Silvestre podría devolverle la salud. Constantino habría dado orden inmediatamente de que condujeran al obispo de Roma al palacio Laterano revelándole éste que para ser curado de la lepra tendría que bautizarse. El emperador se habría sometido al consejo de Silvestre y, como consecuencia de ello, habría sanado. En muestra de agradecimiento por semejante gracia, Constantino habría ordenado que Cristo fuera adorado en todo el imperio e instituido diezmos destinados a la construcción de iglesias. Asimismo, habría cedido el palacio Laterano a Silvestre y a sus sucesores a perpetuidad y extraído en persona del suelo y acarreado los primeros doce cestos de tierra de la colina Vaticana destinados a dar inicio a las obras de construcción de la basílica de san Pedro.

 

La leyenda del papa Silvestre recogía algunos elementos anclados en la realidad histórica como la donación imperial del palacio Laterano, la ayuda para la construcción de basílicas o el inicio de la tolerancia hacia el cristianismo. Sin embargo, el autor de la Donatiomezcló estos aspectos históricos con una serie de invenciones que expusieron el fraude a sospechas inmediatas. Así, por citar algunos ejemplos, Constantino se presentaba como conquistador de los hunos medio siglo antes de que éstos aparecieran en Europa; el obispo de Roma era denominado “papa” casi dos siglos antes de que se le reservara ese título que, inicialmente, había compartido con otros obispos; los funcionarios imperiales recibían el calificativo de sátrapas del imperio o se narraba que el emperador había ofrecido la corona imperial a Silvestre que la habría declinado. Por añadidura se distorsionaban algunos hechos históricos para proporcionarles un contenido distinto. Por ejemplo, era cierto que Constantino había trasladado la capital del Imperio romano a Oriente, pero no lo era el que hubiera dado tal paso movido por la consideración de que no era decoroso que un emperador compartiera la ciudad que era sede del sucesor de Pedro tal y como señalaba el texto de la Donación :

Por lo cual y para que la corona pontifical pueda mantenerse con dignidad, Nos renunciamos a nuestros palacios, a la Ciudad de Roma, y a todas las provincias, plazas y ciudades de Italia y de las regiones del Occidente y las entregamos al muy bendito pontífice y Papa universal, Silvestre

Con todo, y pese a las inconsistencias históricas patentes, el relato fue considerado veraz incluso por personas que gozaban de cierta ilustración.

Junto a las tergiversaciones e invenciones históricas, la Donatio incluía otras de tipo jurídico que, en buena medida, constituían su razón de ser. La primera era la supresión de un dato que sí era recogido en la leyenda de san Silvestre y que consistía en reconocer que el emperador había mantenido en sus manos el aparato del gobierno civil. Mediante tal supresión, el contexto parecía indicar que jueces y obispos por igual habían estado sometidos a la autoridad del obispo de Roma, algo que sucedería en los Estados pontificios posteriores al s. VIII, pero que no tuvo lugar con anterioridad. En segundo lugar, se afirmaba que Constantino había hecho entrega a Silvestre de los atributos imperiales : la diadema, el manto púrpura, la túnica escarlata, el cetro imperial y los estandartes, banderas y ornamentos. Semejante extremo resultaba tan absurdo y se hallaba tan desmentido por la tradición posterior que la Donatio hacía un especial hincapié en el hecho de que el papa había rechazado tal ofrecimiento. Sin embargo, con ello dejaba sentado un error jurídico de dimensiones considerables, el de afirmar que si la corona imperial ceñía las sienes del emperador se debía sólo a la condescendencia papal. Finalmente - y esto contribuye a abonar la tesis de que el autor fue Cristóforo - aparecía una serie de privilegios eclesiales que iban desde la concesión de diezmos hasta la equiparación de la curia con el Senado. En palabras de la Donatio, la curia podía :

cabalgar en caballos blancos adornados con guadralpas del blanco más puro, calzando zapatos blancos como los senadores

Sin estas falsificaciones jurídicas, perpetradas sin el menor escrúpulo, la Donatio no hubiera pasado de ser un relato hagiográfico más que en poco habría variado la leyenda de san Silvestre. Con ellas se convirtió en un instrumento de considerable valor político.

Los pasos dados por Pipino gracias a la influencia de la Donatio no constituyeron el final de un camino sino el inicio de una fecunda senda que permitiría al papado ir forjando un poder desconocido por él hasta entonces. En el siglo siguiente, el rey franco Carlomagno fue coronado emperador por el papa lo que no sólo significó la consagración de su política territorial sino asimismo la eliminación de cualquier pretensión bizantina de reconstruir el imperio romano en Occidente y el reconocimiento de que la coronación imperial sólo podía ser legítima si se veía sancionada por el papado.

A lo largo de los siglos siguientes la pugna entre el poder papal y el político llegaría en no pocos casos a la guerra abierta y las raíces de esos conflictos sucesivos se hallan en numerosas ocasiones en la insistencia papal por mantener - y ampliar - los privilegios recogidos en la Donatio y la reticencia - en ocasiones, abierta resistencia - de reyes y emperadores a someterse a esa cosmovisión. Partiendo de esa perspectiva no resulta extraño que el reconocimiento de los poderes territoriales y políticos que la Donatio adjudicaba al papa acabara siendo cuestionado, situación aún más comprensible si tenemos en cuenta que el instrumento en que se apoyaban era claramente defectuoso. La primera crítica contundente que se opuso a la Donatio partió de Otón I en torno al año 1001. El emperador alemán - nada tentado por la idea de depender del papado - señaló que el documento era un fruto de la imaginación lleno de falsedades. Con todo, los ataques imperiales no contaban con la suficiente solidez académica y además podían ser acusados de proceder de una parte en conflicto con el papado por el control político de Italia. Estas dos circunstancias los invalidaron salvo para aquellos que el desgarro político de la Edad Media optaron por el emperador en contra del papa como fue el caso por ejemplo del genial Dante que no tuvo reparo alguno en situar en el infierno a algún pontífice.

La situación cambiaría radicalmente en el s. XV. En 1440 Lorenzo Valla llevó a cabo la primera refutación sólida de la Donatio. Valla no era imparcial en su análisis, pero no por ello dejó de poner de manifiesto con contundencia el carácter fraudulento de la obra. A partir de ese momento los ataques se multiplicaron. Todavía en el mismo siglo, Nicolás de Cusa y Juan de Torquemada volvieron a insistir en las características de superchería que tenía la Donatio y de esta circunstancia derivaron un poderoso argumento en pro de las tesis conciliaristas, es decir, de aquella postura teológica que afirmaba que el concilio se hallaba por encima del papa.

En 1628, D. Blondel publicó en Ginebra su Pseudo-Isidorus et Turrianus vapulantes, una obra que, fundamentalmente, constituía un libro de literatura antipapal aunque, a la vez, estaba impregnada de una nada despreciable erudición. Con todo, Blondel se detuvo más en la controversia que en el análisis crítico lo que le impidió profundizar cabalmente en la falsedad de las decretales Pseudo-Isidorianas. De hecho, ya en el s. XVIII los hermanos Ballerini demostraron la falsedad de algunos de los documentos que Blondel había dado por auténticos.

Con los estudios de Reginald Pecock y Baronio quedó aún más de manifiesto el carácter fraudulento de la Donatio aunque a esas alturas la crítica difícilmente podía ser invalidada con el poco socorrido argumento papal de que derivaba sólo de los enemigos de la iglesia. En 1789, el propio papa Pío VI, enmendando la plana a una larga lista de antecesores, reconoció la falsedad del documento con lo que la cuestión - siquiera en términos académicos y teológicos - quedaba definitivamente zanjada. Eso sí, en un ejercicio de cinismo político, como un usurpador que ocupara unas tierras ajenas valiéndose de un documento falsificado y, descubierta la estafa la reconociera, pero siguiera apoderándose de lo que no era suyo, la Santa Sede pudo reconocer la falsedad, pero continuó aprovechándose de ella.

Cuestión muy distinta era la de las consecuencias políticas y territoriales. La Santa Sede siguió manteniendo la legitimidad de los Estados pontificios y de su poder temporal durante las siguientes décadas e incluso logró que ambos aspectos fueran legitimados por la Santa Alianza que trazó de manera liberticida el nuevo orden europeo tras la derrota de Napoleón en 1815. Ni siquiera el proceso de unidad italiana a finales del s. XIX acabaría definitivamente con los Estados pontificios, antecedente directo del actual estado del Vaticano y, ya entrado el siglo XX, el papado no dudaría en llegar a un acuerdo con el dictador fascista Mussolini para mantener sus privilegios. La Donatio Constantini – y otros documentos falsos – lejos de constituir una excepción fue sólo una muestra más del uso sistemático de la mentira para obtener beneficios económicos y políticos, por un lado, y para manipular ideológicamente a la sociedad, por otro.

La Biblia no permite justificar ni el menor atisbo de lo que es el estado Vaticano. A decir verdad, si habla de un poder espiritual, vestido del color escarlata de los cardenales y asentado en la ciudad de las siete colinas, no es para legitimarlo sino para decir que es la Gran Ramera, Babilonia la grande, famosa por prostituirse con los gobernantes del mundo (Apocalipsis 17 y 18). El principio de Sola Scriptura, ciertamente, basta y sobra para comprender hasta qué punto la existencia del estado Vaticano – dotado de un banco turbio como pocos – no sólo colisiona con las enseñanzas sencillas de Jesús sino que constituye su negación más absoluta.

Así, a inicios del siglo XVI, el papado afirmaba que tenía toda la legitimidad para ser un estado con ejército propio e intereses innegables. La Reforma respondía: Sola Scriptura.

El papado seguía valiéndose de documentos falsos para sustentar dogmas y prácticas. La Reforma respondía: Sola Scriptura.

El papado apelaba a tradiciones inexistantes o contradictorias para sustentar dogmas antibíblicos. La Reforma respondía: Sola Scriptura. Al comportarse así, la Reforma se limitaba a seguir el ejemplo de Moisés y de Josué, de los profetas y de Jesús, de Pablo y de Timoteo. Algunos ejemplos de lo que ese principio de Sola Scriptura significaba en la práctica, lo veremos en una siguiente entrega.

CONTINUARÁ

La Reforma indispensable (LVII): En que acertó Lutero (X): Sola Scriptura (II)

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