Dice así: “En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia. (An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373).
Lo que Newman reconocía es que durante el siglo IV, el paganismo había anegado totalmente el cristianismo. Su juicio era, sin embargo, positivo porque consideraba que todas esas prácticas habían quedado “santificadas” por la iglesia católica. Ciertamente, era una forma de verlo, pero resulta difícil aceptar el juicio de Newman. La realidad es que la fe sencilla predicada por Jesús se vio contaminada por una auténtica avalancha de prácticas de carácter pagano. De manera bien significativa, todas esas prácticas acabarían dañando la base inicial de la predicación evangélica hasta el punto de acabar por sustituirla. De hecho, a día de hoy, millones de personas que se consideran cristianas se sentirían más identificadas con las prácticas paganas descritas por Newman que con los enunciados del Evangelio. No sorprende que con ese contexto, la iglesia católico-romana aprisionara la Biblia y se la hurtara a los fieles - ¿cómo iba a permitir que se leyera un libro que ponía al descubierto sus vergüenzas? – pero no fue lo único que secuestró. Si el primer grito de la Reforma podía definirse como “¡Devolved la Biblia al pueblo!”, el segundo sería “¡Devolved el Evangelio al pueblo!”. La entrada del paganismo en el cristianismo ya antigua, pero determinante a partir del siglo IV terminó de precipitar una perversión del mensaje de salvación contenido en la Biblia sustituyendo la salvación por gracia por una visión absolutamente pagana. Esa visión, común a todas las formas de paganismo, afirma que cada persona es la que gana la salvación por sus méritos basados en determinados ritos y determinadas obras. La relación con Dios es un especial “do ut des” – te doy para que me des – en el que el ser humano “da” a Dios y espera que Dios le “de” el pasaporte para el cielo. A lo largo de la Edad Media, esta visión pagana se fue sofisticando de manera creciente. Por ejemplo, entre otras innovaciones, la confesión se convirtió en auricular – algo desconocido durante más de medio milenio por los cristianos – se creó un lugar llamado Purgatorio que no aparece en la Biblia e incluso se idearon formas – nada gratis, por supuesto – para sacar a las almas del Purgatorio con antelación. El sistema era sofisticado, sí, pero aberrante, perverso y radicalmente anti-cristiano. De hecho, Jesús se habría sentido horrorizado viendo todo aquello y sus discípulos – como acertadamente señaló Erasmo - simplemente no hubieran podido entenderlo. La Biblia había sido secuestrada. El Evangelio había sido secuestrado. La Reforma intentó devolver ambos bienes al pueblo.
Desde luego, la Biblia era muy clara al respecto. La predicación de Jesús aparece resumida en Marcos 1: 15 de manera clara: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio”. Lejos de señalar que una organización tendría el monopolio de la salvación y que serviría de canal de negociación con Dios para adquirir esa salvación, su mensaje apuntaba a la absoluta imposibilidad de ganar la salvación para todos los seres humanos sobre la base de sus méritos. Jesús dejó de manifiesto que la salvación no era fruto de las obras humanas sino de la gracia inmerecida de Dios. Así, enseñó que el género humano era igual que una moneda perdida que es buscada por su dueña hasta que la encuentra; igual que una oveja extraviada que nada puede hacer para volver al redil, pero que es hallada por su pastor; igual que el hijo pródigo que había dilapidado su vida, pero que fue acogido gratuita y amorosamente por su padre (Lucas 15). En todos y cada uno de los casos, los salvados nada podían hacer para mejorar su situación. Todo había dependido del que los había buscado hasta recuperarlos.
Por supuesto, había gente que pensaba que sus buenas obras les otorgaban una relación cercana a Dios, pero – como enseñó Jesús en la parábola del fariseo y del publicano – esa gente no era justificada por Dios mientras que lo eran los pecadores que eran conscientes de su pecado y de su incapacidad para salvarse y confiaban única y exclusivamente en la gracia de Dios (Lucas 18: 9-14). Desgraciadamente, la iglesia católico-romana había abrazado con entusiasmo – y con mucha mayor capacidad recaudatoria – la visión del fariseo de la parábola. En ese sentido, se había colocado en una situación en la que, como señaló Jesús, “las rameras y los publicanos os precederán en el reino de los cielos” (Mateo 21: 31) y es que de las prostitutas y de los indecentes recaudadores se podía esperar que supieran que no tenían la menor posibilidad de obtener la salvación y así pudieran confiarse sólo a la gracia inmerecida de Dios, pero de los fariseos – como de cualquiera que cree que la salvación es por obras – no podía esperarse semejante conducta y, por tanto, creyéndose en el buen camino sólo se estaban apartando totalmente de la posibilidad de ser salvos. Lo único que Dios esperaba de aquella gente que se reconocía pecadora era que creyera, que confiara en El, que aceptara Su invitación.
El tema se repite una y otra vez en los Evangelios. Una y otra vez, Jesús repite que es la fe lo que ha salvado a los que se acercan a él. El criado del centurión fue salvado no porque hubiera ayudado en la construcción de una sinagoga – como pretendían los judíos y pretenderían sacerdotes y obispos durante siglos – sino por la fe del centurión en Jesús (Mateo 8: 10-12); el paralítico recibió perdón y sanidad porque Jesús vio la fe (Mateo 9: 2 ss); la mujer que fue curada de una enfermedad incurable fue salvada por su fe (Mateo 9: 22); el ciego que recuperó la vista fue salvado por su fe (Lucas 18: 42); la mujer pecadora que lavó los pies de Jesús fue salvada por su fe (Lucas 7: 50) y precisamente el haber recibido el perdón inmerecido a través de la fe fue el que la impulsó a amar mucho consciente del don que había recibido sin mérito alguno (Lucas 7: 47-50). Todos y cada uno de aquellos pasajes implicaban un golpe directo al sistema romano forjado durante la Edad Media donde se esperaba que la gente acudiera a santuarios con donativos para recibir sanidad; donde se instaba a la gente a dejar en herencia sus posesiones a la iglesia católica para garantizarse la salvación o donde sacramentos e indulgencias eran pagados para asegurarse la bienaventuranza eterna. Como Erasmo diría a Carlos V, Lutero tenía razón en lo que decía, pero había cometidos dos errores: atacar la tiara de los obispos y la panza de los frailes. En otras palabras, no sólo se discutía de teología sino de la supervivencia de un sistema con una capacidad para apoderarse de los bienes de los demás por encima de la que tenían los mismos reyes ya que a las penas humanas sumaba, supuestamente, las divinas. Que contemplara impasible como alguien regresaba a la Biblia y acababa con un negocio de siglos que había convertido a la peculiar institución en la mayor propietaria de bienes raíces de Europa era simplemente imposible. Sin embargo, el mensaje de Jesús no podía ser más claro.
Era precisamente el carácter de gracia inmerecida del anuncio de Jesús el que explica las imágenes utilizadas por él para describir los efectos de la Buena Noticia. Lejos de afirmar que iba a implantar una religión caracterizada por el cilicio, la mortificación, los ayunos, la sumisión ciega al clero o los ritos, Jesús comparaba seguirlo con unas bodas, con fiestas, con banquetes… y es que el mensaje era claro. Todos somos pecadores y no merecemos la salvación, pero frente a esa realidad hay dos conductas. Algunos están convencidos de que siguen un camino de obediencia religiosa que un día les proporcionará el billete al cielo; otros simplemente creen lo que el mismo Jesús afirmó: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3: 16). ¿Qué sucedería con los que, en lugar de confiarse totalmente en Jesús, como él enseñaba, prefirieran depositar su fe en otra forma de salvación? El mismo Jesús respondió de manera tajante: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3: 36) o “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5: 24).
A fin de cuentas, ¿el ladrón arrepentido en la cruz qué había ofrecido a Jesús a cambio de su salvación? Clavado a un madero, aquel criminal que había descubierto a Jesús no recibió la fórmula absolutoria de un clérigo, ni los denominados últimos sacramentos, ni pagó misas por su eterno descanso, pero entró en el Reino y lo hizo porque creyó en Jesús (Lucas 23: 39-43). La teología nacida en la Edad Media lo habría condenado al fuego eterno al morir sin confesión…
El anuncio de Jesús no era ciertamente novedoso. El libro del Génesis (15: 6) señalaba que Abraham había sido justificado por creer lo que Dios, de manera inmerecida, le había prometido y, de manera semejante, el profeta Habacuc (2: 4) había afirmado que el justo viviría por la fe. Con todo, había algo especial en él porque hacía algo que ningún ser humano puede hacer: perdonar los pecados. El mensaje gozoso de que cualquier pecador puede acogerse al perdón de Dios gratuita e inmerecidamente; de que no puede ganarse esa salvación, pero que Dios la regala a quien acude humildemente y de que la fe es el canal para recibir la salvación fuera secuestrado durante la Edad Media y sustituido por la sumisión esclavizante a una institución que torturaba y daba muerte a los que no se sometían a ella y que cobraba por otorgar, supuestamente, esa salvación. Semejante hecho constituye una de las circunstancias más sobrecogedoras de la Historia de la Humanidad. No sorprende que a lo largo de los siglos distintos reformadores quisieran enfrentarse con semejante estado de cosas ni tampoco que Lutero, al regresar a la Biblia, también, cargado de razón, lo hiciera. A fin de cuentas, sustituir el anuncio del Evangelio de la gracia gratuita por el de “para salvaros someteos en todo a una organización fuera de la cual no hay salvación y cuya cabeza no soy yo sino el sucesor de uno de mis apóstoles” implica apartar el anuncio de Jesús para colocar en su lugar otro radicalmente distinto.
La manera en que semejante defensa del Evangelio contenido en la Biblia frente a la dogmática medieval fue asumida por la Reforma fue valiente y, lógicamente, tuvo consecuencias que perduran en la actualidad, pero de ello hablaremos en próximas entregas.
La Reforma indispensable (L): En que acertó Lutero (III): Sola gratia (II)