La ruptura con Roma
El estudio de las cartas cruzadas entre Lutero y Spalatino en esta época dejan de manifiesto la sensación experimentada por el primero de que los acontecimientos eran incontrolables y estaban, a fin de cuentas, en manos de Dios y los intentos del segundo por frenar los acontecimientos. Lutero escribió a la sazón:
“¿Quién puede resistir el consejo de Dios? ¿Quién sabe si estos hombres insensatos no han sido predestinados por El cómo los medios para revelar la verdad?... Dios solo es el que se ocupa de este asunto. Somos arrastrados por Él. En vez de llevar, somos llevados” [1]
El agustino era dolorosamente consciente de que ante él se extendían la persecución e incluso la muerte. Sin embargo, lo aceptaba como algo consustancial con la Historia del cristianismo:
“… deberías cuidarte de pensar que Cristo hará las cosas en la tierra silenciosa y suavemente, cuando se ve que combatió con Su propia sangre, y después todos los mártires”[2]
Precisamente, la conciencia de lo que podía suceder llevó a Lutero a redactar una serie de escritos que encauzaran el camino de la Reforma ante la eventualidad, nada difícil, de que le arrancaran la vida.
Desde la disputa de Leipzig, Lutero había estado en contacto con algunos humanistas bohemios. Con posterioridad, leyó el De Ecclesia de carácter hussita. Las conclusiones a las que llegó quedaron expresadas en una carta a Spalatino: “Sin saberlo, he estado enseñando todo lo que Juan Huss enseñó y lo mismo ha hecho Staupitz. En resumen, somos todos hussitas, aunque no lo sabíamos, y también lo eran Pablo y Agustín” [3].
Lutero admitía sus propias carencias – “soy más violento de lo conveniente” [4]- pero esa circunstancia no podía ocultar su despego del sistema eclesial en el que había vivido desde su infancia. Una de las razones fundamentales había sido la lectura de la edición que Hutten había hecho de la Donatio Constantini. El texto no es conocido actualmente salvo por los especialistas, pero había tenido una extraordinaria relevancia durante la Edad Media ya que sostenía que Constantino había cedido terrenos al papa lo que legitimaba el poder temporal del papa y la extensión de los Estados pontificios, un fenómeno que había resultado especialmente cruento en los últimos pontificados. Ahora quedaba de manifiesto que no era sino una burda falsificación encaminada a justificar las ambiciones territoriales del papado. Las conclusiones de Lutero, al respecto, no resultan nada equívocas: “Buen Dios, qué grande es la oscuridad y la iniquidad de estos romanos… Estoy tan horrorizado que apenas tengo ninguna duda (prope non dubitem) de que el papa es el mismo Anticristo que se espera, tal y como la manera en que vive, actúa, habla y ordena, encaja en el retrato” [5].
Para el agustino, resultaba obvio que el papa era una institución cuya justificación estaba en el servicio pastoral y evangelizador del pueblo de Dios. Sin embargo, lo cierto es que esa institución había abandonado esas funciones y se había dedicado, por el contrario, a crear un reino cuya legitimidad no había dudado en sustentar en documentos falsificados.
En mayo, el franciscano Alveldo publicó un áspero tratado en el que afirmaba el origen divino del primado papal. Lutero le dio respuesta inmediatamente con un texto que ya se encontraba en imprenta en junio. La obra es un opúsculo sencillo, pero indispensable para comprender la visión reformada de la iglesia. Suele ser común entre los católicos – es lógico que así sea – pensar que la visión reformada intenta sustituir una iglesia, la suya, por otra. Semejante empeño parece absurdo en la medida en que, como ha vuelto a refrendar un reciente documento papal, la única iglesia verdadera y con la plenitud de medios es la iglesia católica y las otras confesiones no llegarían a esa entidad. El punto de vista es razonable – insistamos en ello – pero parte de una ignorancia grave de la concepción que de la iglesia sostienen tanto las Escrituras como la Reforma. Para Lutero – y para los reformadores en general – la iglesia es una realidad visible, pero no se identifica con una institución concreta con exclusión de otras, sino con sus miembros, los cristianos. Es esa suma de cristianos como pueblo de Dios lo que es la iglesia y no una institución eclesial. Por supuesto, esa iglesia, como señaló en su respuesta al franciscano, tiene unas marcas que son “el bautismo, el sacramento (la Eucaristía) y el Evangelio: no Roma, o este lugar, o aquel” [6]. Sobre esta iglesia, que está formada por los verdaderos creyentes y no por una estructura eclesial específica, quien se encuentra es Cristo o, por utilizar la expresión de Lutero, “Cristo es la Cabeza y El sólo gobierna” [7].
Comprender este aspecto resulta absolutamente esencial en el diálogo interconfesional. Si la iglesia católica afirma – y tiene su lógica particular que lo haga – que es la única iglesia verdadera y con plenitud de medios de gracia, las iglesias reformadas siempre responderán que la iglesia, a pesar de su visibilidad, es, fundamental y esencialmente, una comunión de fieles que no se identifica con tal o cuál confesión, sino que está formada por los que han experimentado una conversión a Cristo. Si la iglesia católica contrapone – y tiene su lógica particular que lo haga – su unidad formal a la división en distintas confesiones surgidas de la Reforma, las iglesias reformadas responderán que esa división no existe por la sencilla razón de que todos sus miembros forman parte de una sola iglesia, la verdadera, que es una realidad espiritual. Si la iglesia católica afirma – y tiene su lógica particular que lo haga – que esa única iglesia verdadera mantiene una sucesión apostólica cuyo elemento esencial es el hecho de que el papa es sucesor de Pedro, las iglesias reformadas siempre responderán que la sucesión apostólica no es una sucesión similar a la dinástica – por otro lado, interrumpida históricamente en el caso de Roma en varias ocasiones – sino una identificación con la enseñanza y el comportamiento de los apóstoles. Si la iglesia católica afirma – y tiene su lógica particular que lo haga – que el papa es el Vicario de Cristo en la tierra, las iglesias reformadas siempre responderán que Cristo no necesita de vicario alguno porque gobierna directamente a su iglesia a través del Espíritu Santo.
Arrancando de esas premisas, no puede sorprender que Lutero escribiera: “¡Adios, desdichada, desesperanzada, blasfema Roma! La ira de Dios ha llegado sobre ti, como te mereces” [8] ni tampoco que redactara sus escritos del verano de 1520.
CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XXIX): El proceso Lutero (X): La tarea de un reformador (III): los escritos del verano de 1520
[1] WA Br. 2.39.9-12.21.
[2] WA Br.2.41-3.
[3] WA Br. 2. 42.2.22.
[4] WA Br. 2, ibid I. 65.
[5] WA Br. 2. 48.22.
[6] WML I.357.
[7] WML I. 357.
[8] WA 6.329.