Jueves, 18 de Abril de 2024

La Reforma indispensable (XXIX): El proceso Lutero (X): La tarea de un reformador (III)

Domingo, 28 de Diciembre de 2014

Durante el verano de 1520, en medio de la tormenta, Lutero redactó unos escritos que abordaban de manera práctica la problemática de la Reforma. A ellos vamos a dedicar la presente entrega.

El primero de los escritos de Lutero surgido en el verano de 1520 fue un manifiesto titulado Una carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana referente a la reforma del estado cristiano. Se trataba de un llamamiento a los dirigentes de Alemania, al joven emperador, a los príncipes y a los caballeros, y a las grandes ciudades imperiales. El texto comenzaba con una advertencia solemne a los gobernantes en el sentido de que no debían imaginar nunca que la reforma de la Cristiandad pudiera lograrse mediante la fuerza de las armas:

 

“Debemos acudir a nuestra labor renunciando a la fuerza física, y confiando humildemente en Dios. No estamos tratando con hombres, sino con los príncipes del infierno, que pueden llenar el mundo con guerra y derramamiento de sangre, pero a los que la guerra y el derramamiento de sangre no vencen” [1]

 

Una afirmación de este tipo sería hoy difícilmente discutida, pero en el contexto en que se escribió, cuando la bula de excomunión de Lutero condenaba como herética la afirmación de que el enviar a los herejes a la hoguera no era obra del Espíritu, constituía una refrescante nota de modernidad, modernidad que se asentaba no en la iconoclastia sino en la fe en Cristo.

Lutero contraponía a lo que denominaba los tres muros del romanismo – la pretensión papal de poseer una jurisdicción superior a la del poder temporal, su pretensión de tener el único poder para interpretar la Escritura y la pretensión de tener la única autoridad para convocar un concilio general - [2] la tesis teológica del sacerdocio de todos los creyentes y la social del bien común que debe ser sometido a la fiscalización de todos. El sacerdocio común de los creyentes, surgido del bautismo y de la fe cristiana, sitúa en pie de igualdad a todos los cristianos, de tal manera que cuando un obispo es elegido es como si “diez hermanos, todos hijos de reyes y herederos iguales, fueran a escoger a uno de entre ellos para gobernar la herencia de todos… todos serían reyes e iguales en el poder, aunque uno de ellos se encargara del debe de gobernar” [3]. La visión de Lutero conectaba con las declaraciones neotestamentarias que afirman que todos los discípulos de Cristo son “reyes y sacerdotes” (I Pedro 2, 5, 9; Apocalipsis 1, 6; 5, 10) y con la práctica de los primeros siglos de que el pueblo eligiera a los obispos, pero, sin ningún género de dudas, chocaba frontalmente con la situación eclesial de entonces.

Pero a la consideración teológica, Lutero sumaba una reflexión sobre la que se levantaría tiempo después el edificio de la primera democracia moderna:

“Nadie debe adelantarse y asumir, sin nuestro consentimiento y elección, el hacer lo que está en poder de todos nosotros. Porque lo que es común de todo, ningún debería atreverse a emprenderlo sin la voluntad y el mandato de la comunidad” [4].

A diferencia de no pocos de los teóricos de la democracia, Lutero no era antropológicamente optimista y basta revisar sus comentarios bíblicos, desde los dedicados a la carta a los Romanos en 1515 a los relacionados con el Génesis en 1540, para captar que pensaba que los gobernantes no corruptos eran excepcionales y que estaba seguro de que el poder corrompía. Sin embargo, pensaba que la tarea de la reforma tenía que ser llevada a cabo y si no la emprendían las autoridades eclesiales, serían las civiles las encargadas de ello.

El punto de vista de Lutero puede resultarnos chocante, pero contaba con precedentes históricos, y, sobre todo, enlazaba con una visión humanista muy de la época. Así, el concilio de Nicea en el que se había enfrentado la iglesia con la herejía de Arrio no había sido convocado por el obispo de Roma – que ni siquiera estuvo presente – sino por el emperador Constantino y a nadie se le hubiera ocurrido negar su magnífico resultado. Por otro lado, confiar en que los príncipes impulsaran la Reforma – una propuesta que nos resulta chocante en la actualidad - era algo que ya había sucedido en la España de los Reyes católicos y de Cisneros y que había sido propugnado por personajes de la talla de Erasmo.

Lutero era consciente del peligro que implicaba aquella propuesta y no se engañaba al respecto. Sin embargo, estaba convencido de que, en conciencia, no podía hacer otra cosa: “Creo que he tocado mi melodía con una nota demasiado alta, y que he formulado demasiadas propuestas… pero ¿qué puedo hacer? Estoy vinculado a la obligación de hablar… Prefiero la ira del mundo a la Ira de Dios: no pueden hacer más que quitarme la vida” [5].

A finales de agosto, había millares de copias del escrito circulando por Alemania con un efecto extraordinario. Estaba redactado en la lengua del pueblo, expresaba todo en términos sencillos y ponía por escrito y de manera articulada lo que muchos pensaban.

El siguiente escrito de Lutero en aquel verano de 1520 tuvo un carácter muy diferente. Lo redactó en latín y estaba dirigido no al pueblo llano sino a los humanistas y al clero. Su título – Un preludio sobre la cautividad babilónica de la iglesia – enlazaba con una corriente de pensamiento que había comparado desde hacía siglos la decadencia de la iglesia católica con el destierro que había sufrido el pueblo de Israel en Babilonia. De hecho, incluso se había denominado con anterioridad cautividad babilónica al período en que el papa había abandonado Roma para residir en Aviñón.

Lutero comenzaba diciendo que había tenido que escribirlo impulsado por los ataques feroces de los que había sido objeto, pero lo cierto es que también recogía las consecuencias lógicas de sus conclusiones contrarias a Roma. Anunció su publicación a Spalatino a la vez que le informaba de la llegada de Eck con la bula papal.

Lutero sostiene en el texto que la Biblia debe ser la base de la vida de la iglesia: “La iglesia debe su vida a la Palabra de la promesa, y es alimentada y preservada por esta misma Palabra – son las promesas de Dios las que hacen a la iglesia y no la iglesia la que hace las promesas de Dios” [6]. A partir de ahí, Lutero indica que, propiamente hablando, por lo tanto, sólo pueden existir dos sacramentos, el Bautismo y la Santa Cena, porque son los únicos de los que hablan las Escrituras. Lutero no niega el matrimonio, la confirmación o el orden, pero no los considera sacramentos en la medida en que Cristo no los instituyó como tales.

Precisamente, ese biblicismo es el que lleva a Lutero a cuestionar buena parte de la enseñanza católica sobre la Eucaristía. En primer lugar, cuestiona el dogma de la transubstanciación. De hecho, el pasaje de Juan 6 nada tiene que ver con este dogma – una afirmación que pocos exegetas católicos cuestionarían en la actualidad – que carece de sustento bíblico. La base para llegar a esa conclusión es no sólo que los textos del Nuevo Testamento hablan de que lo que tomaban los primeros cristianos era pan y vino (I Corintios 11, 26-28), sino que además resultaba inverosímil definir un dogma sobre la base de la filosofía aristotélica. La objeción última ya había sido planteada por humanistas como Erasmo, si bien habían preferido no entrar en controversias al respecto. Igualmente, Lutero se refería a la Bibliapara indicar que los cristianos participaban del pan y del vino, y no sólo del pan como era práctica en la época.

La conclusión a la que acababa llegando el teólogo era que la iglesia estaba sometida a una situación de cautividad espiritual por Roma. Ésta, en lugar de sujetarse a lo que indicaban las Escrituras, había añadido sacramentos que carecían de base bíblica y había trastornado la naturaleza del bautismo y de la Cenadel Señor.

El tercer escrito de la época es De la libertad del cristiano. Se trataba de un texto breve que continuaba en la línea de su texto Acerca de las buenas obras. En él, Lutero conciliaba dos afirmaciones aparentemente contradictorias, la de que “el cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie” y la de que “el cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido”. Partiendo, pues, de la base de que el Evangelio es “lo único que en el cielo y en la tierra da vida al alma” , Lutero vuelve a recordar el estado de “eterna perdición” que se merece el hombre y cómo sólo es posible salir de ella gracias a la obra de Jesucristo. Precisamente, el que se rinde “a él con fe firme y confía en él con alegría”, es el que recibe la remisión de los pecados. De hecho, “una fe verdadera en Cristo, es un tesoro incomparable: conlleva la salvación eterna y aleja toda desventura, como está escrito en el capítulo final de Marcos: “Quien crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará””[7]. Precisamente ese cristiano, “que ha sido consagrado por la fe, realiza obras buenas”. Al respecto, al final de la obra, Lutero realiza una afirmación que había sido apuntada por distintos humanistas con Erasmo a la cabeza:

 

“Cualquier obra que no se encamine a servir a los demás o a mortificar su voluntad – doy por supuesto que no se exija nada contra Dios – no será realmente una buena obra realmente cristiana. Esto es lo que lleva a sospechar de que sean cristianos no pocos monasterios, iglesias, conventos, altares, misas, fundaciones, ayunos y oraciones que se dirigen a santos concretos. Y es que me temo que en todo ello se persigue únicamente el interés propio, al creer que es un medio de penitencia por los pecados y para salvación. Todo procede de la ignorancia que hay en relación con la fe, la libertad cristiana, y de que algunos prelados ciegos impulsan hacia estas cosas al alabarlas y enriquecerlas con indulgencias, sin preocuparse nunca en enseñar la fe. Mi consejo es que si deseas levantar alguna fundación, orar, ayunar, te guardes de hacerlo con la idea de beneficiarte a ti mismo. Da de forma gratuita y en beneficio de los demás para que otros puedan disfrutarlo. Así serás un cristiano auténtico”.

 

La conclusión de Lutero es rotunda:

 

“Un cristiano no vive en si mismo. Vive en Cristo y en su prójimo. En Cristo, por la fe; en el prójimo, por amor”.[8]

 

El texto, unido a su tratado Acerca de las buenas obras, constituye un díptico de ética sencillo y, a la vez, extraordinario suficiente para disipar en quien lo conozca cualquier creencia en el supuesto antinomismo del protestantismo o en la falta de interés por las obras de la Reforma. El cristiano es aquel que, después de comprobar su incapacidad para salvarse, se arrodilla a los pies de Cristo y recibe, a través de la fe, la redención que obtuvo en la cruz del Calvario. A partir de entonces, libre de la condenación, se convierte en siervo de Dios y del prójimo, no para salvarse, sino porque ya ha sido salvado, no por beneficio propio sino por amor a su redentor y a los demás.

Durante aquellos meses, Lutero no dejó de tener noticias de la manera en que los enviados del papa recorrían las diferentes ciudades alemanas y procedían a arrojar a la hoguera sus escritos. Se trataba de una ceremonia que solía chocar con la oposición popular e incluso no faltaron ocasiones en que los libros del agustino fueron sustituidos por otros. Sin embargo, las intenciones de Eck y Aleandro eran obvias. Entonces el 10 de diciembre, tuvo lugar un episodio que señaló de manera clara que la Historia había cambiado radicalmente.

Cerca de la puerta de Elster en Wittenberg, Agrícola, acompañado de algunos profesores y estudiantes, encendió un fuego al que arrojó algunos volúmenes de derecho canónico, las decretales papales y la Summa Angelica de Angelo de Chiavasso. La elección de los textos llevaba en si una profunda carga simbólica. El derecho canónico y las decretales – un fruto directo de la obra legislativa de los papas del Renacimiento – eran, desde su punto de vista, una innegable demostración de cómo el derecho había terminado por sustituir la verdad clara y sencilla del Evangelio. Por su parte, la Summa Angelica era un ejemplo de cómo los deberes pastorales habían sido relegados en pro de una especulación teológica apartada de la realidad y de las necesidades del pueblo cristiano.

De repente y de forma inesperada, Lutero se abrió paso entre los presentes y, profundamente emocionado, arrojó al fuego un pequeño volumen. Lo que dijo en aquellos momentos apenas se pudo oír y es dudoso que fueran muchos los que se dieran cuenta de que acababa de quemar la bula de excomunión que el papa había lanzado contra él. Durante unos instantes, los presentes contemplaron en silencio las llamas que contrastaban con el frío aire del invierno. Luego alguien realizó un comentario y el grupo se disolvió. Siglos después, Lord Acton indicaría que aquella había sido el verdadero acto de inauguración de la Reforma.

CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XXX): El proceso Lutero (XI): La Dieta de Worms (I): los antecedentes

 

 

[1] WML 2.64.

[2] WML 2.65.

[3] WML 2.67.

[4] WML 2.68.

[5] WML 2. 164.

[6] WML 2. 273.

[7] Marcos 16, 16.

[8] WML 2.342.

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