Capitanes intrépidos fue, inicialmente, una novela de Rudyard Kipling y no precisamente de las mejores. El cine – de manera excepcional – la recogió en una película que es una verdadera obra maestra. La historia es enormemente sencilla. Un niño insoportablemente mimado e hijo de un millonario cae al mar en el curso de una travesía. Finalmente, en medio de la niebla, es recogido por un barco de pesca. Aunque el niño ofrece una recompensa a los pescadores para que lo dejen en el puerto más cercano, la propuesta es rechazada ya que el barco debe permanecer en alta mar durante meses faenando. El inaguantable niño queda así situado bajo la tutela de un pescador portugués llamado Manuel, encarnado por un Spencer Tracy que obtuvo el oscar por esta interpretación. En la novela, Manuel tiene un papel muy secundario, pero fue mérito de la cinta convertirlo en co-protagonista. El resultado es una extraordinaria historia en la que, de manera sencilla, pero efectiva, asistimos a un proceso iniciático en el que un niño insoportable va descubriendo el valor de la familia, del trabajo, del esfuerzo personal e incluso de la convicción de que Dios nos espera al otro lado. Al ver clásicos como éstos, uno se percata de lo que ha degenerado el cine no sólo moral sino artísticamente. Por supuesto, los efectos especiales ahora pueden resultar extraordinarios, pero las películas están vacías como un huevo al que le hubieran practicado un agujero para que por él se escurrieran la clara y la yema. Confieso que cuando terminé de ver Capitanes intrépidos se me caían las lágrimas por las mejillas no sólo por la nobleza inmensa de la Historia sino también por la manera tan natural en que se puede decir tanto y tanto bueno en una cinta que no llega a las dos horas. Imagino que lo que también me provocaba aquella reacción era el convencimiento de que hemos perdido mucho y, sobre todo los jóvenes, no son conscientes de ello.