Mis padres habían salido de viaje por algo más de una semana y yo disponía de algunas pesetas ahorradas trabajosamente. Antes incluso de que se subieran al avión, me acerqué a una librería cercana al colegio de San Antón - ¿qué habrá sido de ella? ¿habrá dejado de existir como el colegio? - y en un acto de derroche verdaderamente sultanesco para los fondos de que disponía me compré El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson y el Drácula de Bram Stoker. Desde el principio, la lectura de Drácula me subyugó. Era difícil que no causara semejante impacto a un niño alguien que tenía pelo en las palmas de las manos, que adivinaba el pensamiento, que dictaba órdenes mentalmente o que se alimentaba de la sangre de víctimas previamente seducidas. Sé que alguno dirá que, en materia de que te absorban los fluidos vitales, más pavor inspiran Montoro y la Agencia tributaria. Seguramente, es así, pero las comparaciones sobran. Aunque sólo sea por elegancia, el conde Drácula sigue siendo el rey.
También debo reconocer que yo también puse algo de mi parte. Por las tardes, cuando llegaba a casa tras la jornada escolar, ansioso por reanudar la lectura, me introducía en el dormitorio vacío de mis padres, bajaba la persiana hasta sumirlo en una penumbra que, no obstante, aún me permitiera leer y ponía en el tocadiscos Tocata y fuga en re menor de Juan Sebastián Bach, un modesto single que había comprado en los ya desaparecidos - ¡también! – almacenes Simago. Aquella combinación del relato de terror, de tinieblas – que todo el mundo sabe que es territorio del Diablo – y de la música de órgano ejercía sobre mi un poder hechizante. Poco a poco, sentía cómo el pánico se iba apoderando de mi, cómo todas las sombras parecían proceder de presencias malignas e incluso cómo mi respiración se convertía en más dificultosa, tanto que acababa abandonando la alcoba para llenarme de la luz de las bombillas del recibidor y escapar del aliento del vampiro. Desde entonces a acá – han pasado más de cuatro décadas – he sentido la mordedura del miedo en algunas ocasiones y por los motivos más variados. De los vampiros no quiero ni hablar. Sin embargo, de algo tengo una absoluta certeza, y es de que ese miedo nunca fue tan mágico, tan cautivador, tan delicioso, en suma, como el que me produjo la inmortal novela de Stoker.