Aunque a no pocos les parezca algo fosilizado y rezumante de fanatismo, lo cierto es que el jasidismo constituyó un verdadero chorro de aire fresco entre los judíos de la Diáspora allá por el siglo XVII. Su aparición tuvo lugar en un período especialmente delicado de la Historia judía.
Por un lado, las persecuciones antisemitas desencadenadas por los ucranianos habían alcanzado una de las peores cotas de la Historia anti-judía y, por otro, un judío llamado Sabatai Zevi se había proclamado mesías y había anunciado la liberación del pueblo de Israel. Ambas situaciones tuvieron desastrosas consecuencias porque a la horrible violencia ucraniana se sumó la indescriptible desilusión de descubrir que Sabatai Zevi no sólo no era el mesías sino que además se había convertido al islam.
En otras palabras, los ucranianos realizaron sus ajustes de cuentas con una población judía a la que los católicos polacos utilizaban para humillarlos de manera directa – por ejemplo,la llave de las iglesias ucranianas no era custodiada por sus fieles sino por judíos – y el mesías revelado demostró ser un farsante.
Frente a ambos traumas de no escasa consideración, el jasidismo fue una tabla de salvación. Su fundador, el Baal Shem Tov (el señor del buen nombre) consideraba que el estudio de la Torah y el cumplimiento de los ritos y ceremonias eran importantes, pero la alegría y el sentimiento de la cercanía de Dios no lo eran menos. Por añadidura, el jasidimo incorporó enseñanza no-judías como la de la reencarnación con la que, teóricamente, suavizó el impacto del desastre con supuestas explicaciones del mismo. Sí, millares de judíos habían perecido, pero de esa manera, en realidad, habían logrado purgar pecados de vidas anteriores. El mal, incluso el más pavoroso, tenía una faceta positiva.
Fue ese movimiento el que conoció, siendo joven, Martin Buber, un judío que escribiría extraordinariamente bien en alemán y que se hallaba a punto de la asimilación. Como tantos judíos germanos, el judaísmo les parecía cada vez más algo anquilosado en comparación con una cultura alemana que llevaba desde finales del siglo XVIII sin dejar de proporcionar aportes notables. El encuentro con el jasidismo cambió la vida de Buber. No sólo comenzó a contemplar la fe de sus padres como algo vivo y atractivo, sino que se sumergió en el estudio de aquellos correligionarios tan particulares. De entre las obras que surgieron de esa circunstancia, la más accesible – y algunos dirían que la mejor – fueron los Cuentos jasídicos, una colección de relatos relacionados con los rabinos más ilustres del movimiento.
Sugestivos, ingeniosos, crípticos en ocasiones, los Cuentos perduran hoy como una lectura de especial interés que provoca la reflexión, la carcajada y nuevos interrogantes. Es verdad que resulta absurdo caer en una idealización del jasidismo que rechaza la mayoría de los judíos actuales y no es menos cierto que buena parte de ese jasidismo choca no sólo con la fe bíblica sino incluso con el judaísmo talmúdico y de ahí el enfrentamiento tan grande con que chocó en sus inicios. Tampoco pueden ocultarse las divisiones actuales del jasidismo entre grupos nacionalistas que podrían convertir Oriente Medio en un verdadero vendaval de sangre si consiguieran sus propósitos y otros anti-sionistas que ven con horror un estado judío que no ha sido fundado por el mesías sino por unos nacionalistas ateos.
Con todo, los cuentos buberianos, más allá de sus méritos literarios, generan no tanto respuestas como preguntas, ese género de preguntas que conduce si no a encontrar la Verdad, sí, al menos, a buscarla.