Ese recurso a la magia ya venía explotándolo desde hacía décadas el mundo anglosajón con un éxito que hace unos años se convirtió en mundial. Ni hispanos ni angloparlantes eran originales. Los clásicos – como siempre – se habían adelantado y El asno de oro de Apuleyo constituye una prueba irrefutable de lo que afirmo. Llegué a esta novela romana de manera casi casual, quizá por eliminación porque mis lecturas latinas – que comenzaron con César y Cicerón – se iban agotando y yo deseaba seguir profundizando en una lengua hermosa. El asno de oro es la historia de Lucio, un joven impulsado por el deseo de dominar la magia. El Lucio de Apuleyo se parece mucho a él siendo también original de Madaurus, en la actual Argelia y compartiendo la afición por la magia de la que Apuleyo redactó algún tratado notable. Pero Lucio paga muy caro el seguir su deseo. Cuando se encuentra pronunciando un conjuro para convertirse en pájaro, se ve metamorfoseado en asno. Comenzará así toda una aventura iniciática en la que recorrerá un camino no sólo físico sino, por encima de todo, espiritual. El asno de oro me fascinó no sólo por lo mágico sino también por lo realista. Nadie describió como Apuleyo la vida de las clases bajas en el imperio relatándonos lo que nunca nos contaron Suetonio o Tácito. Matronas y esclavas, mesoneros y hechiceras, sacerdotes e iniciados nos llevan a preguntarnos si debajo de nuestra piel no se esconde un romano. Con el paso del tiempo, supe que Robert Graves, el autor de Yo, Claudio – había traducido la novela al inglés y que estaba entusiasmado con ella. Lo comprendo. Yo mismo he vuelto varias veces a sus páginas y siempre percibo el innegable poder de su magia.