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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

El Banquete

Miércoles, 16 de Agosto de 2017

Leí, por primera vez, El banquete en griego. Aquel año, en clase, habían decidido que nos dedicáramos a traducir a Platón y así lo hicimos algunos - ciertamente, no todos - porque, con la pésima calidad de la enseñanza dispensada, la mayoría no sabía por dónde hincarle el diente al texto.

Es lo que ha tenido siempre la UNED que, de manera despiadadamente darwiniana, excluye a los que no son aptos para la supervivencia. Con lo que había traducido yo en las incomparables y siempre recordadas clases del padre Arce en San Antón, El banquete me pareció un juego de niños que podía leer de corrido casi como si estuviera escrito en español. Pero no es ésa la cuestión. Lo que verdaderamente me abrumó en aquella obra fue los distintos enfoques que Platón sabía recopilar en relación con el amor. En aquel banquete en el que los atenienses, según tenían por costumbre, se emborrachaban para luego entregarse a las conversaciones filosóficas, había defensores de la práctica de la homosexualidad bien es verdad que poco o nada parecidas a las tesis del lobby gay; se daban cita los que consideraban que el amor era una divinidad, incluso la mejor de ellas e incluso comparecían los que estaban dispuestos a aceptar cualquier papanatada con tal de que estuviera bien dicha. La diferencia en esta obra la marca - ¿podía resultar de otra manera? – Sócrates. El feo y ocurrente filósofo afirma que el amor es una fuerza superior a los hombres, pero no, ni mucho menos, un dios. Además no se deja arrastrar por la busca del placer, sino por el deseo de transmitir todo lo bueno a los demás. Así, cuando el perverso Alcibíades – una especie de Oscar Wilde ateniense, pero con más talento e indudables ribetes políticos y militares – había intentado acostarse con Sócrates, había cosechado un doloroso fracaso porque el filósofo ni creía ni aceptaba ese tipo de relaciones. Sólo es amor aquello que comunica la virtud al ser amado. Lo demás no pasa de ser un deseo que no tarda en agotarse en si mismo o – quizá peor – una muestra de estupidez o una manifestación de egoísmo. A estas alturas de la vida, no puedo dejar de ver a Sócrates y a su discípulo Platón como personajes superados. Sin embargo, aún disfruto de la fascinación del método de razonamiento socrático copiado de su madre comadrona y me deleito en su griego que, en las traducciones, veo tan mal entendido por gente que, quizá, ni siquiera se ha acercado al original y se ha valido de alguna versión en lengua extranjera. En cuanto al amor… el género humano tuvo que esperar a Jesús y Pablo de Tarso para encontrar una definición del amor que superara la que Platón había dado en El banquete. No creo que ninguno de los tres, sin embargo, haya recibido la atención que merecen. Por ejemplo, por parte de aquellos profesores de la facultad que tanto dejaron que desear…

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