Por supuesto, en aquel entonces no entendía yo por qué ese texto tenía un poder de atracción mayor que el de los otros tres evangelios. Sin embargo, con el paso del tiempo he llegado a comprenderlo. Juan es el único de los Evangelios que indica claramente que no pretende contar todas las cosas que hizo Jesús “por que si se escribieran una por una pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21, 25). Precisamente por eso, no tuvo ánimo de ser exhaustivo sino que escogió algunos episodios concretos – siete milagros nada más, por ejemplo – “para que creáis que Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, y para que, al creer, tengáis vida en su nombre” (Juan 20, 31). Difícilmente, se hubiera podido expresar con más sencillez la finalidad de este Evangelio. Pretende llevar a la gente a creer en Jesús para que así se pueda recibir la vida eterna y lo hace partiendo de una base esencial, la de que “tanto amó Dios al mundo que envió a Su Hijo para que todo aquel que cree en Él no se pierda sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Precisamente por esas condiciones, creo que pocas lecturas hay más apropiadas para estos días. Frente a un mundo que se mueve agitado por la falta de ética de los políticos, por los poderes religiosos que no dudan en sacrificar a un inocente para salvar sus privilegios y por la desorientación de no pocos de los que desearían recibir algo de luz para sus existencias, el relato de Juan, el hijo de Zebedeo, uno de los discípulos más cercanos, recuerda que Jesús afirmó: “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo el que cree en mi no permanezca en tinieblas” (Juan 12, 46).