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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

El legado de la Reforma

Miércoles, 30 de Octubre de 2019

Los que sigan esta sección con habitualidad saben que nunca recomiendo mis libros.  Me detengo en los de los demás con recomendaciones que a algunos pueden parecerles peculiares, pero que creo que siempre merecen la pena.  Hoy he decidido hacer una excepción por eso de que el día de esta sección ha coincidido con el de la Reforma.  Debo también reconocer que después de haber vistos publicados más de cien libros míos creo que El legado de la Reforma es uno de los más relevantes y que no sólo ha tenido más repercusión sino que incluso está llamado a seguir teniéndola durante generaciones.  Al respecto, no abrigo duda alguna.   

     La Reforma protestante, de manera convencional, se considera iniciada con la fijación de las 95 tesis sobre las indulgencias redactadas por Martín Lutero sobre la puerta de la iglesia de Wittenberg. Conocer el contexto inmediato de aquel episodio resulta relevante. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo, de tan sólo veintitrés años de edad, se convirtió en arzobispo de Magdeburgo y administrador de la diócesis de Halberstadt. Al año siguiente, obtuvo el arzobispado de Maguncia y el primado de Alemania. Es más que dudoso que Alberto contara con la capacidad suficiente como para atender de la manera debida a esas obligaciones pastorales y, por si fuera poco, la acumulación de obispados era de dudosa legalidad. Sin embargo, en aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban las lógicas obligaciones pastorales sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios hasta tal punto que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos. El arzobispado de Maguncia era uno de los puestos más ambicionados porque permitía participar en la elección del emperador de Alemania, un privilegio limitado a un número muy reducido de personas, y susceptible de convertir a su detentador en receptor de abundantes sobornos. Al acceder a esta sede, Alberto de Brandeburgo ya acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal.

     La dispensa en si sólo planteaba un problema, el económico, ya que el papa estaba dispuesto a concederla a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto la suma de 24.000 ducados, una cifra fabulosa imposible de entregar al contado. Como una manera de ayudarle a cubrirla, el papa ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios. De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, Alberto lograría pagar al papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el papa se embolsaría el cincuenta por cien de la recaudación que pensaba destinar a concluir la construcción de la basílica de san Pedro en Roma. El negocio era notable e indiscutible y la solución arbitrada satisfacía, sin duda, a todas las partes. Incluso podía alegarse que el pueblo era beneficiado ya que se le facilitaba el poder salir antes del purgatorio e incluso sacar a sus familiares del mismo mediante el sencillo expediente de comprar una bula de indulgencias. El problema es que al confesionario de un monje agustino llamado Martín Lutero comenzaron a llegar penitentes a los que angustiaba una dolorosa alternativa: ¿debían gastar su dinero en comprar la bula o dedicarlo más bien a las necesidades familiares? Lutero se sintió crecientemente afectado por el dolor de sus feligreses y decidió escribir Noventa y cinco tesis sobre las indulgencias para discutir en el ámbito académico. De hecho, que clavara las tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg no era un desafío sino, simplemente, la colocación en el tablón de anuncios de la universidad.

     Sin embargo, la discusión no quedó ceñida, como quería Lutero, al ámbito académico – alguno diría que también económico - sino que pronto lo desbordó y el agustino recibió la comunicación de que, a menos que se retractara, sobre él caería la condena como hereje. Finalmente, fue eso lo que sucedió y no sólo porque Lutero se había atrevido a preguntarse si no sería mejor, caso de que el papa tuviera poder para sacar a alguien del purgatorio, que lo hiciera por amor y gratis en lugar de a cambio de dinero sino porque además sostenía posiciones heréticas – al menos así lo veía el papa León X – como la de que el Espíritu Santo no se complacía en la ejecución de herejes.

      De esa manera, lo que, inicialmente, iba a ser sólo un debate académico con tintes teológicos se convirtió en un clamor de reforma en la cristiandad. No se trataba sólo de que sólo unas décadas antes hubieran existido a la vez cuatro papas – el famoso póker de papas del que habló Passuth – que se excomulgaban recíprocamente. Tampoco de que durante varias décadas el papado no hubiera residido en Roma sino en Aviñón, convertido en el ministerio de asuntos religiosos del rey de Francia. Ni siquiera de que la condición del clero y del pueblo llano fuera deplorable. Se trataba de un proceso de corrupción espiritual que venía desde el inicio de la Edad Media. Ha sido el cardenal Newman el que ha descrito de manera bastante veraz lo que sucedió en el cristianismo a partir de inicios del siglo IV. En su obra más famosa – aunque de notable endeblez teológica e histórica – Newman afirmó :

     “En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia. (An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373).

     En otras palabras, el cristianismo había recibido una gigantesca transfusión de paganismo en el siglo IV y lo que había ido sucediendo en los siglos siguientes no había sido mejor. Por el contrario, había aumentado extraordinariamente la distancia entre el cristianismo del Nuevo Testamento y la enseñanza y la vida de la iglesia occidental. Como Erasmo de Rotterdam, el humanista más relevante de la época, le dijo al emperador Carlos V: “Lutero tiene razón, pero ha cometido dos equivocaciones. La primera que ha atacado la tiara de los papas y la segunda que ha atacado la panza de los frailes”. En otras palabras, Lutero tenía razón en términos teológicos, pero no había captado lo peligroso que era cuestionar el poder papal y los beneficios del clero.

     La Reforma defendió que había que devolver la Biblia al pueblo (Sola Scriptura) – inmediatamente comenzó a traducir las Escrituras al lenguaje popular – que había que devolver a Cristo al pueblo (Solo Christo) – por encima de las legiones de seres sobrenaturales a los que se rendía culto – y que había que devolver el Evangelio de pura gracia al pueblo (Sola Gratia) mostrándole que la salvación era un regalo del amor de Dios demostrado en la muerte de Cristo en la cruz y que ese don no podía ser ganado, merecido, obtenido o comprado sino solo aceptado mediante la fe.

     Como he desarrollado cumplidamente en El legado de la Reforma, ésta no se limitó a cuestiones espirituales y, de hecho, cambió la Historia de manera extraordinaria mientras que ésta quedaba congelada en no pocos aspectos relevantes donde triunfó la Contrarreforma católica. Por ejemplo, en 1536, la Reforma creó la primera escuela obligatoria, pública y gratuita de la Historia universal en Ginebra y lo hizo porque se puede ser católico, analfabeto y llegar a los altares – san Martín de Porres es un claro ejemplo - pero un protestante que debe meditar a diario en la Biblia, necesariamente tiene que saber leer y escribir.

     También el apego a las Escrituras provocó que en el campo de la Reforma naciera la Revolución científica. Del método de observación de Francis Bacon a Isaac Newton pasando por Kepler, Faraday, Linneo o Dalton, la Historia de la ciencia es una Historia teñida de protestantismo. Como señaló John Hulley, el 86 por ciento de los premios Nobel científicos de 1901 a 1990 eran protestantes (64 %) o judíos (22%). Curiosamente, incluso esos judíos habían desarrollado su labor en naciones de raíces protestantes. No deja de ser significativo que el mundo hispano – tan pródigo en galardones literarios – sólo haya logrado cinco - ¡cinco! – premios Nobel de ciencias.

     Sin embargo, la Reforma no sólo revolucionó la educación y la ciencia. Hizo lo propio con la economía. Aparte de la visión bíblica del trabajo – tan distinta de la hispano-católica – creó una cultura financiera que permitió a pequeñas naciones como Holanda e Inglaterra derrotar al poderoso imperio español. La altiva España tenía los metales preciosos de las Indias; sus enemigos protestantes, el know how financiero. Personaje tan poco sospechoso como el cardenal Richelieu atribuiría su victoria sobre España a los banqueros protestantes que lo habían asesorado. Ya sabemos cómo acabó todo.

        Por añadidura, la Reforma estableció el principio de la supremacía de la ley – algo obligado porque, por ejemplo, el distanciamiento de la Biblia protagonizado por el papado lo privaba de legitimidad – y, de manera muy especial, concibió la separación de poderes como instrumento indispensable para evitar que los sistemas políticos derivaran en tiranía impidiendo el ejercicio de las libertades individuales. No deja de ser significativo que en la correspondencia de los Padres fundadores de los Estados Unidos se citara con profusión la Biblia y, de manera destacada, el pasaje del profeta Jeremías que señala que el corazón humano tiende a engañar a los demás y a engañarse a si mismo. Lejos de profesar el optimismo de nuestras constituciones hispanas, los teóricos protestantes no se hacían ilusiones sobre lo que cabía esperar de una naturaleza humana tocada por el pecado. Para salvaguardarse de ella, el poder tenía que dividirse y vigilarse recíprocamente. Con seguridad, esa circunstancia explica, por ejemplo, porque Estados Unidos no ha padecido jamás dictaduras fascistas, militares o comunistas.

     Podría hacerse referencia a la manera en que la Reforma cambió la visión de la mujer, la perspectiva del arte o la música, pero, obviamente, carecemos de espacio para ello. Si bien se reflexiona y más allá del mensaje que insta a todos los seres humanos a descubrir a Dios en la Biblia, a recibir la salvación obtenida por Cristo en la cruz y a colocar a Jesús como el centro de la vida espiritual, la Reforma presenta una enorme actualidad para aquellas naciones como las nuestras que nunca se vieron afectadas por sus valores concretos extraídos directamente de las Escrituras. La visión positiva del trabajo y de las finanzas, la insistencia en la educación y la investigación científica, la supremacía de la ley y la división de poderes y la negación de que conductas como la mentira o el hurto sean simples pecados veniales continúan siendo asignaturas pendientes. De todo ello y de mucho más hablo en mi libro El legado de la Reforma.

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