Poco podía yo sospechar que en las décadas posteriores, la figura de Orfeo se iría acrecentando en mi imaginario personal hasta el punto de que en la primera juventud ya coleccionaba versiones del mito – algunas bastante optimistas, dicho sea de paso – y que, años después, uno de mis proyectos de viajes fue – sigue siendo - visitar la gruta desde la que se supone que el enamorado artista inició su descenso al Hades. Abriendo paréntesis, puedo decir que incluso quise asociar a ese viaje a una “Euridice” contemporánea que estaba enamorada de mi, pero, al final, ni nos acercamos a Grecia y el tiempo y la distancia nos separaron de manera irremisible. Claro que ésa es otra historia. Señalo ahora que, con el paso de los años, he ido traduciendo los himnos órficos y descubriendo, con creciente sobrecogimiento, la manera en que aquellos que los entonaban eran semejantes a nosotros. También a ellos les hacía temblar la enfermedad y les aterraba la muerte a la vez que ansiaban una garantía de inmortalidad que – pensaban – les proporcionaría quién había logrado imponerse a ella. No sorprende que en los dos primeros siglos, los cristianos recurrieran al símbolo de Orfeo para referirse a Cristo. Éste, a diferencia del músico, sí que había descendido a los infiernos para emerger como vencedor y brindar la salvación a los que creían en él. Y es que creyentes y no creyentes por igual contemplan cómo su cuerpo se va desmoronando con el paso del tiempo y cómo la muerte, que, en realidad, siempre ha estado a nuestro lado, puede cruzarse con nosotros en cualquier momento. Precisamente eso es lo que nos sigue atrayendo de Orfeo que - ¡pobre! – murió despedazado por incurrir en la ira de los dioses.