El juego es el siguiente: un grupo de niños captura un pájaro, pinta sus plumas de un color diferente al que tiene de manera natural y, acto seguido, lo suelta en medio de otros miembros de su especie. Lejos de acoger a su compañero, lo que puede ver cualquiera – y ésa es la gracia trágica del juego - es que las aves contemplan al desdichado animalillo de tonalidad distinta y comienzan a picotearlo hasta que consiguen darle muerte. Sin duda, es de los suyos, pero son incapaces de verlo como tal. La imagen – ciertamente angustiosa – fue utilizada por Jerzy Kosinski para escribir su novela El pájaro pintado. He vuelto varias veces a este libro y siempre me causa una especial desazón. Un niño – seguramente judío – es dejado por sus padres al cuidado de unos extraños para facilitar que pueda sobrevivir en la Polonia del Holocausto. La criatura, sin embargo, a pesar de ser tan humano como cualquier otro niño es, en realidad, un pájaro pintado. Pocas imágenes habrían convenido más al genocidio que la de ese animal que es igual y, sin embargo, sólo recibe golpes de sus congéneres que buscan arrancarle la vida sin excluir un cierto grado de diversión. La intelliguentsia rusa a la que exterminaron los bolcheviques sólo podía ser acusada de una ingenuidad deplorable en su misma nobleza de espíritu, pero fue fusilada y enviada al GULAG por millones. Los judíos de Europa durante el Holocausto eran pobres inquilinos de ghettos en una Polonia profundamente antisemita o miembros de una élite intelectual en Austria o Alemania. Dio lo mismo. La gente de la que habían surgido Kafka, Freud, Mahler o Roth fueron enviados a las cámaras de gas sin un instante de duda. Eran iguales, pero ya los habían pintado con los tonos sucios del antisemitismo y sólo podían esperar picotazos de sus contemporáneos, unos picotazos que tenían que concluir en su muerte. Pocas veces una imagen habrá resultado tan acertada y tan oportuna para recordarla en los días que corren.