A pesar de todo, continuó salvando la serie de Antoine Doinel de la que hablé hace unos meses y Farenheit 451 siquiera porque Oskar Werner, como siempre, estaba genial y Julie Christie, también como siempre, aparecía bellísima y estuve fugazmente enamorado de ella tras ver Doctor Zhivago. Fuera como fuese, la película me llevó a la novela. Nunca he sido muy aficionado a la ciencia-ficción quizá porque la lectura de Julio Verne me había demostrado que los aciertos de aquellas novelas se producían como mucho a bulto, pero, por el contrario, siempre me han entusiasmado las anti-utopías. En buena medida, Farenheit 451pertenece más a ese género en clara cercanía con Zamiatin, Orwell o Huxley que a los devaneos de Asimov o Arthur C. Clark. En un mundo futuro y feliz, los bomberos se ocupan no tanto de extinguir incendios como de quemar libros – que arden a la temperatura de 451 grados Farenheit – por el bien de la sociedad. Como muy bien señala el jefe de Montag, el protagonista, la Historia sólo cuenta cosas pasadas y la novela, otras que no han tenido lugar por lo que ambas son prescindibles. Sin embargo, Montag comenzará, poco a poco, a sentirse seducido por aquellos volúmenes que acaban en las llamas y a descubrir que, por mucho que lo desee el totalitarismo, no puede someterse a aquella catástrofe más que cultural humana. No voy a revelar el final de Farenheit 451siquiera porque muchos pueden aún descubrirlo acudiendo a sus páginas. Sin embargo, sí debo decir que se trata de un relato especialmente hermoso en el que se dan cita algunos de los aspectos que me son más queridos como el amor entre un hombre y una mujer, el amor a los libros o el amor a la libertad en el orden en que buenamente ustedes decidan ordenarlos. No son los únicos amores y seguramente falta el más importante, pero, en cualquiera de los casos, se bastan para conferir una especial nobleza – una nobleza que nunca llegaría a superar el autor - a la novela de Bradbury.