Fue ese distanciamiento de la ortodoxia el que perpetró Vladímir Dudíntsev en una extraordinaria novela titulada No sólo de pan.
Era yo bastante joven cuando leí en ruso aquella historia sobre el enfrentamiento entre un joven inventor de una máquina para colar acero y la burocracia ministerial. Me impresionó mucho porque, a esas alturas, conocía yo otros episodios como el caso – rigurosamente histórico - de aquel colaborador de un departamento universitario en España que supo que no le dejarían quedarse en él , justo el día que descubrió que había publicado en un año más que todos los otros miembros juntos del departamento en cuestión. En otra nación, habría tenido una brillante carrera en la universidad. En España, sólo podía esperar que lo decapitaran – metafóricamente hablando – a la primera de cambio. Seguramente los mediocres, los envidiosos y los miserables son patrimonio de todo el género humano y no sólo de un sistema u otro.
Ni siquiera aquellos que han prometido crear un hombre nuevo han podido acabar con semejantes vilezas. De hecho, a pesar de sus letreros a la puerta del despacho, de sus proclamas triunfalistas, de sus anuncios de éxitos en la causa del progreso de la Humanidad, los burócratas de la felizmente extinta URSS eran humanos, demasiado humanos. La codicia, la envidia, la soberbia, por supuesto, los ajustes de cuentas personales estaban por encima de cualquier otro tipo de consideración y el que se enfrentaba con la máquina corría un riesgo no pequeño.
Publicada tras la muerte de Stalin, No sólo de pan desencadenó un escándalo extraordinario porque venía a decir la verdad que muchos, muchísimos, sabían, pero que se ocultaba encarnizadamente. El revuelo adquirió tales dimensiones que el propio Dudíntsev se vio obligado a escribir un prólogo aclarando que era un entusiasta del socialismo, que lo entendían mal los que cuestionaban esa circunstancia y que no deseaba otra cosa que su triunfo. Vale, pero ya quedaba dicho no poco.
La novela - ¿le sorprende a alguien? - no pudo llevarse al cine hasta después del desplome de la URSS y el resultado – una obra maestra que no se ha estrenado en España – constituye un extraordinario alegato en favor de la libertad científica, justo la que el socialismo no puede tolerar históricamente ni en la lejana Rusia ni en nuestras tristes universidades de las que ni una sola se encuentra entre las ciento cincuenta primeras del mundo. A fin de cuentas, la ciencia, la educación, la universidad necesitan una libertad y una ausencia de dogmatismo que no parecen fáciles de arraigar en determinados terrenos y territorios. Es así porque el progreso cultural necesita en primer lugar reconocer que el hombre vive no sólo de pan.