Era un hermoso volumen de piel roja aunque lo más importante fue que, nada más abrirlo, se abrió ante mis ojos un camino, trazado en letra pequeña y papel biblia, hacia el brumoso Londres como parada previa a Egipto y el Sudán. La obra, llevada al cine con mayor o menor fortuna en varias ocasiones, me subyugó inmediatamente. Al decidir Inglaterra intervenir en el Sudán para enfrentarse con los fanáticos derviches del Mahdí, un joven del que su familia de rancio abolengo militar espera lo mejor se revela como un cobarde. Bien es verdad que por amor, pero totalmente opuesto a cumplir con su obligación. En elocuente gesto de desprecio, tres de sus amigos y su prometida le entregan sendas plumas blancas, como si las hubieran recogido al caérsele a él, miserable gallina. Su respuesta será demostrar que es capaz de acometer increíbles empresas en la zona de África convulsionada por las huestes del Mahdí. Tengo la sospecha de que algunos libros no son susceptibles de volver a ocasionarnos las mismas sensaciones al cabo del tiempo. Quizá hoy no serían esas mismas páginas capaces de provocarme el miedo de fingirme loco en tierras del islam, de sufrir la angustia de no poder redimirme, de ansiar recuperar el amor y el respeto de la dama anhelada. Seguramente, tampoco ahora percibiría el calor asfixiante del desierto, la bruma inglesa que cala hasta los huesos o el hedor de una mazmorra atestada. Y sin embargo… sin embargo, ¿cómo no sentirse dichoso en aquel final de la infancia al comprobar que la caballerosidad es la conducta obligada, que la amistad se mantiene en medio de las dificultades, que el amor a la Patria no exige recompensa o que Dios ayuda a los que se aman?