La película – donde aparecía una más que joven Diane Keaton y unos Richard Gere y Tom Berenger que parecían recién salidos del colegio – contaba la historia de una muchacha de familia católica que, en un momento dado, decide vivir una doble vida. Por la mañana, es profesora de una clase especial para sordomudos y, por la noche, se entrega a una sórdida promiscuidad. El guion se basaba en una novela que, a su vez, se inspiraba en un hecho que había conmovido profundamente a la sociedad norteamericana. La película dejaba entonces una sensación parecida a la de golpearse la cabeza con una puerta. Al aturdimiento y al desagrado por lo visto se sumaba una sensación de amargura e incluso de dolor. ¿Realmente, se podía llegar a ese grado de degradación moral? Eso sería un caso excepcional, ¿verdad? He vuelto a ver la película de nuevo y me he percatado de que he conocido a muchas, muchísimas mujeres como la protagonista. Las he conocido así en el periodismo y en el teatro, en la política y en la administración, en la empresa privada y en la enseñanza. No pretendo afirmar que esa forma de vida sea mayoritaria, pero sí que me consta que está enormemente extendida y, por supuesto, provoca una frustración mucho mayor que la que aparece reflejada en la pantalla. Al final – la película se deja ver bien – no se puede evitar tener la sensación de que hemos ido permitiendo que lo marginal, lo patológico, lo enfermo, lo degradante hayan ido ganando posiciones hasta convertirse precisamente en lo normal, lo habitual, lo esperable. Si esto se aprecia a cuarenta y cinco años de distancia, da verdadero pánico pensar que puede ser del mundo dentro de otros cuarenta y cinco.