En medio de aquella situación, fui con una amiga australiana llamada Gilliam – llevo años buscándola, pero no lo he conseguido – a ver Los intocables de Elliot Ness. La película me cautivó desde el principio. No sólo es que el guion de Mamet es muy bueno y que la dirección de Palma – a pesar de haber robado una secuencia de El acorazado Patiomkin de Eisenstein – resulta más que digna. Tampoco es que Sean Connery, Kevin Costner o Andy García casi alcanzaran a un Robert de Niro que encarnaba a Capone en una de las mejores interpretaciones de su carrera. No. Lo que más me sedujo fue ver que, al menos en aquella película, los malos eran vencidos y recibían su merecido. Sé que eso no pasa muchas veces, pero antes, por lo menos, sucedía en el cine y resultaba muy estimulante. Fue lo que yo sentí aquella agradable tarde que pasé con Gilliam en el cine cuando, por ejemplo, vi a Ness y a sus tres agentes lanzarse sobre un alijo de alcohol ilegal de Capone. Salí, desde luego, del cine muy animado y me ha pasado lo mismo al ver la película de nuevo hace unos días. No está exenta de errores históricos la cinta, pero aun así merece la pena verla. Por cierto, quizá alguien se pregunte qué pasó con el malvado JC. Sé que alguien se puso en contacto con él instándole a arrepentirse y advirtiéndole de que, caso de no hacerlo, Dios lo castigaría dejándolo ciego y solo. Suena sobrecogedor, pero aún lo es más que no muchos años después JC, efectivamente, se quedó solo – lo abandonaron los que lo adulaban cuando era soberbio y poderoso - y ciego y así murió. Quizá fue una casualidad. Quizá. O quizá es que existe una justicia mucho más justa, más inexorable y más segura que la de los intocables de Elliot Ness. Yo así lo creo.