Era yo bastante joven cuando leí en ruso aquel enfrentamiento entre un joven inventor de una máquina para colar acero y la burocracia ministerial. Me impresionó no menos que la historia de aquel colaborador de un departamento universitario en España que supo que no le dejarían quedarse, justo el día que descubrió que había publicado en un año más que todos los otros miembros del departamento juntos. A pesar de sus letreros a la puerta del despacho, de sus proclamas triunfalistas, de sus anuncios de éxitos en la causa del progreso de la Humanidad, los burócratas de la felizmente extinta URSS eran humanos, demasiado humanos. La codicia, la envidia, la soberbia, por supuesto, los ajustes de cuentas personales estaban por encima de cualquier otro tipo de consideración y el que se enfrentaba con la máquina corría un riesgo no pequeño. Publicada tras la muerte de Stalin, No sólo de pan desencadenó un escándalo extraordinario, tanto que Dudíntsev se vio obligado a escribir un prólogo aclarando que era un entusiasta del socialismo, que lo entendían mal los que cuestionaban esa circunstancia y que no deseaba otra cosa que su triunfo. Vale, pero ya estaba todo dicho. De hecho, la novela no pudo llevarse al cine hasta después del desplome de la URSS y el resultado – una obra maestra que no se ha estrenado en España – constituye un extraordinario alegato en favor de la libertad científica, justo la que el socialismo no puede tolerar históricamente ni en la lejana Rusia ni en nuestras tristes universidades de las que ni una sola se encuentra entre las cien primeras del mundo. Y es que el progreso cultural necesita en primer lugar reconocer que el hombre vive no sólo de pan.