Mi primera sorpresa fue descubrir que la novela había sido escrita por Mark Twain, un autor al que yo tenía más relacionado con el Mississippi y, en general, el sur profundo que con los yanquis. La segunda fue ir percatándome de que Twain distaba mucho de presentar al rey Arturo y a sus caballeros con la aureola con que yo los conocía desde tiempo atrás. La historia del yanqui de Connecticut que, por una razón no del todo aclarada, se veía trasladado a la corte del monarca inglés si ponía algo de manifiesto era la tremenda crueldad que siempre va implícita en el atraso y la resistencia a los avances. Arturo no era un personaje caballeresco sino un déspota ignorante que, como todos los déspotas, poco o ningún interés siente por sus gobernados. Merlín era un ser que, como todos los fanáticos, utilizaba la superstición como instrumento para controlar el poder. Del resto, casi mejor no hablar. Frente a ese mundo despiadado en su misma necedad, la figura del yanqui era la del sentido común, el conocimiento y los avances modernos que son captados por la gente inteligente como su criado Clarence. El telégrafo, la bicicleta o el revolver acababan teniendo un valor especial no sólo por ser avances técnicos, sino, sobre todo, por indicar una nueva visión mental. Y, por añadidura, Twain lo contaba con una enorme fuerza cómica y un derroche de sentido común. Más o menos, las mismas cualidades que hay que oponer hoy en día a los cavernícolas que se oponen a la globalización o que creen en esa superstición moderna del calentamiento global.