Sin embargo, cuando finalmente me adentré en las páginas de Salustio me sentí transportado a un escenario no menos maravilloso que el de Kim de Kipling. Bien es verdad que, en vez de británicos convencidos de la necesidad de cumplir con la carga del hombre blanco, lo que aparecía ante mis ojos eran legionarios romanos no menos aguerridos y no menos dispuestos a imponer su dominio sobre Numidia. El hecho de que, al fin y a la postre, Yugurta, el rey númida, fuera vencido por las legiones y encerrado en una jaula causó en mi – debía yo andar por los once años – una impresión difícil de borrar. Una vez más quedaba de manifiesto que los clásicos resultaban apasionantes. Volví a La guerra de Yugurta años después y esta vez sobre el texto latino. Lo que encontré resultó completamente distinto y no lo digo porque descubriera una prosa extraordinaria. En realidad, lo que se abrió ante mis ojos fue el cuadro de una sociedad profundamente corrompida en la que los políticos se compraban y vendían con la misma facilidad que una libra de pan; donde se escondía tras los estandartes de la república y el pueblo romano lo que sólo eran intereses personales y donde, tras la gloria de las batallas, apenas acertaba a ocultarse la ambición y la codicia de no pocos próceres. Desde entonces he regresado a Salustio y a su Guerra de Yugurta, una y otra vez. Nunca he dejado de encontrar algo nuevo que me ayudaba a comprender no sólo mejor lo que fue Roma sino también, y de manera fundamental, el mundo en el que vivo. Y es que, como decía Menéndez Pidal, la Historia no se repite, pero la naturaleza humana sigue siendo la misma a pesar del paso de los siglos.