Un librero especializado en la venta de segunda mano intentó disuadirme contándome como en más de una ocasión había comprado al peso bibliotecas de importantes instituciones. “No tienen espacio”, me dijo, “Y deciden vender y lo hacen al peso. Así he comprado yo…”. Confieso que me sonrojó un poco lo que me contaba especialmente por las instancias a las que se refería, pero desconfié un poco al ver que me insistía en que lo mejor era vender los libros a un librero para que “volvieran al mercado”. Y, sin embargo, aquel hombre tenía razón. Durante más de un año me dirigí a distintas instancias públicas para donarles mi biblioteca. No les pedí un céntimo salvo que se hicieran cargo de los gastos de traslado lo que me parecía una futesa teniendo en cuenta que se iban a llevar miles de volúmenes, algunos de cierto valor, de manera totalmente gratuita. Incluso me ofrecí a proporcionarles una persona pagada de mi bolsillo para que los ayudara a catalogarlos. Una instancia tras otra fue diciendo que no. Incluso una muy importante adujo, de forma apenas velada, que resultaría una molestia tener que recibir esa donación. Al parecer, nuestras bibliotecas públicas están más que repletas de volúmenes…
Ya asentado aquí, me enteré de que Amando de Miguel, ante un desahucio inminente, pretendía, obligado por las circunstancias, vender su biblioteca. Estuve más que tentado de escribirle para decirle que no se le ocurriera intentarlo ante instancias oficiales. Al final, desistí porque no deseaba sumar un dolor a otro. Y además ¿quién sabía? Pero volvamos a mi biblioteca. Me despedí de ella y durante casi un año pensé en hacer caso del librero y en reconstruir aquí, de manera mucho más modesta, claro está, una biblioteca para los próximos años. Nunca podría compararse con la abandonada, pero me serviría para ir trabajando hasta el final de mis días. En cuanto al resto, veríamos. Y entonces…
Entonces alguien se brindó a trasladar gratis por barco una parte de mis libros. Acepté lo que era un ofrecimiento más que generoso porque yo sólo correría con los gastos generados al tocar la carga el puerto de Miami. La selección no fue fácil, nada fácil, pero la hice delegando en Galyna Kalinníkova la ejecución de mis instrucciones. Galyna – Gala – lo hizo todo incluso mejor de lo que yo hubiera pensado. Y no es fácil. Hace un lustro contraté a alguien para que me ayudara a poner orden en una sección de mi biblioteca y la sumió en un caos del que no se había repuesto cuando me vi obligado a marcharme de España. Gala, como siempre, estuvo más que a la altura de las circunstancias.
El penúltimo día del año 2014, como si se tratara de un regalo a mitad de camino entre la Navidad y los Reyes, llegó el palé con los libros. Mi hija y un amigo tuvieron que impedirme que me pusiera a descargar cajas del camión insistiendo – con razón – en que no estoy para estos trotes. No tardó mucho la descarga porque sólo era una fracción de la biblioteca. Estos días, he ido abriendo las cajas y colocando los libros en estanterías. Mis clásicos queridos – buena parte de ellos en versión original lo mismo si era el Pabellón de cáncer de Solzhenitsyn en ruso que las comedias de Beaumarchais en francés que Aristófanes, Esquilo, Platón o Plutarco en griego o Virgilio y Ovidio en latín – han ido ocupando su espacio trayéndome bocanadas de recuerdos siempre gratos.
Anoche, a punto de dejar todo y ponerme a cenar, en la última caja que abrí apareció una edición de 1964 de Historiadores latinos. Fue a dar en mis manos en 1970. Yo tenía 11 años y durante semanas esperé que llegara el día de Reyes para poderla leer. Aunque el libro está forrado de plástico, las letras del lomo se han borrado prácticamente por las horas interminables que pasé leyendo sus páginas. En su interior, había un dólar que, en la primera mitad de los setenta, me regaló un exiliado cubano amigo de un tío de mi madre. Guardé el billete a la espera de que subiera el cambio y poder comprarme con él un libro, pero lo que fue subiendo fue el coste de la vida y aquel dólar cada vez tuvo menos posibilidades de permitirme comprar nada. Al cabo de un par de años, decidí guardarlo por razones sentimentales y ahí sigue. El torbellino de personas – no pocas muertas – de situaciones, de recuerdos, de alegrías, de pesares, de sentimientos que me provocó sujetar aquel libro en las manos no fue pequeño. Mi hija incluso no pudo evitar una mirada preocupada por algo que vio en el fondo de mis ojos y que, con seguridad, no pasaba de ser una rememoración.
En cuanto a los libros que están aún en España, seguramente será una universidad de Estados Unidos la que los acoja el día de mañana. En su tierra de primer asentamiento, ninguna institución de aquellas a las que me dirigí supo o quiso valorarlos. Por lo que respecta a los otros… ah, no son, lamentablemente, todos, pero, en general, sí se trata de los mejores y ya están conmigo. Pobres exiliados de papel, rechazados por las instancias oficiales que desprecian un valor que ignoran y dotados de la esperanza de tener una nueva y mejor vida al otro lado del Atlántico, estos libros son, más que nunca, camaradas míos.