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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Mis libros (I): El Holocausto

Lunes, 17 de Febrero de 2014

Algunos paseantes del muro me han pedido que realice breves reseñas de mis libros de manera que los pueda orientar sobre su futura lectura. La idea me parece buena y, de hecho, pienso dedicarle el post de los lunes. Comenzaremos con una obra emblemática como ha sido desde 1995, El Holocausto, que aún sigue reeditando Alianza editorial.

La historia del libro es muy sencilla. En 1994, Anaya-Muchnik había publicado otra obra mía, La revisión del Holocausto, que tuvo como consecuencia directa que grupos neo-nazis asaltaran librerías donde se exponía y que a mi me colocaran en una lista de objetivos. Aquel libro era interesante, pero fue publicarlo y comprender que era preciso escribir una obra de introducción general para los lectores de habla hispana. De manera bien reveladora, a mediados de la década de los 90, ningún autor español – ocupara o no una cátedra en la universidad – había escrito ese libro. Como en tantas otras ocasiones en que abrí camino, yo me dispuse a hacerlo. Siempre he estado convencido de que para escribir Historia hay que conocer las fuentes – de ahí lo malísimos que son tantos libros – y en el caso del Holocausto las principales no son las procedentes de las víctimas o de los aliados sino de los propios nazis. Son los documentos nazis los que nos ilustran sobre su objetivo de exterminar a todos los judíos, sobre cómo, primero, intentaron que fueran muriendo en los ghettos de hambre y enfermedades; cómo descubrieron desmoralizados que los judíos no fallecían con suficiente rapidez; cómo pasaron a los fusilamientos masivos copiados de los soviéticos; como volvieron a darse cuenta de que aún así el exterminio resultaba lento para su gusto y cómo, finalmente, pasaron a los campos de exterminio y al gas. Por esa razón, incluí en el libro algo más de cincuenta documentos nazis sobre el Holocausto de los que no pocos no se habían traducido antes al español.

Algunos momentos de la redacción del libro fueron realmente durísimos. Recuerdo una noche en que con una calculadora fui sumando las cifras de asesinados que los mismos responsables de los Einsatzgruppen habían elevado a sus superiores. Mientras, por un lado, iba pasando documento tras documento, por otro, mi mano derecha iba marcando las cifras. Cuando concluí la suma descubrí que, entre julio y diciembre de 1941, los propios nazis reconocían haber dado muerte, tan sólo en la URSS, a más de novecientos mil judíos. Todo ello sin tener en cuenta que faltaban algunos informes perdidos durante la guerra, que sólo se referían a la URSS y que el gas apenas habían comenzado a utilizarlo casi de manera experimental en septiembre de ese mismo año.

La reacción que se produjo al publicarse el libro fue impresionante. Los neo-nazis volvieron a asaltar, con redoblado ímpetu, las librerías donde se vendía El Holocausto; me seguían e incluso se dedicaron a pintar swásticas en el portal de la casa en que vivía en Zaragoza. Hermann Tertsch publicó la noticia en El Paísy entonces algunas personas acudieron a las ya desaparecidas librerías Crisol para comprar un ejemplar de la obra pidiendo, eso sí, que fuera alguno de los que los nazis habían roto o desgarrado. En ocasiones, en España, hay reacciones cívicas que hacen pensar que no todo está perdido. Bien mirado aquello no fue lo peor.

En una ocasión, en la parada de tren de Zaragoza, hubo que avisar al jefe de estación porque un grupo de skins me reconoció en la cafetería y se colocaron a la puerta a la espera de que saliera y, sin duda, con la intención de dialogar conmigo a la salida sobre la existencia de las cámaras de gas. También fue en Zaragoza donde comenzaron a difundir la calumnia de que yo trabajaba para el Mossad. Semejante majadería maliciosa luego la difundiría más de un progre en distintos medios de comunicación demostrando sólo que ignoraba qué es el Mossad y cómo escoge a sus miembros. En Barcelona, por otra parte, los mozos de escuadra, de manera sistemática e ininterrumpida, ponían dos escoltas a mi disposición por temor a que los nazis me agredieran en alguna visita a la Ciudad Condal. Claro que la barbarie no se limitó a eso.

Por ejemplo, cuando ya llevaba más de una edición vendida, mi libro se presentó en la Biblioteca nacional. A pesar de que fue el día en que se exponían los restos mortales de Lola Flores y Madrid estaba imposible, la sala se llenó. Teóricamente, el libro tenían que haberlo presentado el embajador de Israel y un catedrático de Historia contemporánea que a mi siempre me pareció un cantamañanas, pero que, por eso de que salía en la televisión, era conocido. Diez minutos antes de empezar el acto, llamó diciendo que no iba. En la editorial siempre lo interpretaron como un gesto de mera envidia al conocer el éxito del libro. También lo vieron así distintos compañeros suyos que lo conocían – y aborrecían – a fondo. Fuera como fuese, la presentación fue un éxito. En cuanto al envidioso docente, algún tiempo después, escribió un artículo quejándose del éxito de mis libros de Historia apenas unos días antes de morir. Es curioso, pero sus correligionarios aseguraban que iría al infierno sin remisión. Yo, personalmente, ignoro cuál ha sido su destino eterno aunque sí puedo dar fe de que era muy mala persona.

La obra siguió reeditándose e incluso a mi me ofrecieron una cátedra de Historia del Holocausto en una pujante nación de Hispanoamérica. Acepté inaugurarla con una lección magistral sobre el tema – en ese viaje conocí al que era entonces y todavía es director del Yad Vashem, el museo del Holocausto en Jerusalén – pero acabé rechazando el ofrecimiento. Hice bien, pero sucedía lo que tantas veces pasaría antes y después: en el extranjero recibían con entusiasmo lo que en España intentaban silenciar incluso de manera violenta.

Durante los años siguientes, El Holocausto siguió disfrutando de sucesivas reediciones y utilizándose como material docente hasta que… hasta que aparecieron las subvenciones. En un momento determinado, la CCAA de Madrid decidió celebrar el día del Holocausto y organizar cursos – pagando, tu, pagando – sobre el tema. Luego vino la Casa Sefarad y el sursum corda y entonces… entonces todo sucedió de acuerdo a lo que pasa siempre en España. Aparecieron los paniaguados de los partidos dispuestos a trincar del presupuesto. En el museo de Yad Vashem, propusieron una y otra vez mi nombre para dar conferencias, dictar cursos o acompañar a los profesores españoles en sus viajes por Israel. Vez tras vez, me vetaron distintos compatriotas alegando que yo era “controvertido”. Lo era, sí, entre otras cosas porque no dejaba de escribir o de contar ante una cámara o con un micrófono cómo los que eran como ellos estaban arruinando España. Y así, el primer autor español – sigo siendo casi el único – que se había ocupado de estudiar el Holocausto se vio excluido de todas y cada una de las actividades relacionadas con el tema y pagadas con dinero público. Sinceramente, creo que ha sido mejor así. De mi nunca se podrá decir que me ocupé de la cuestión por razones distintas de la preocupación moral o la profesionalidad historiográfica. Todo lo contrario.

El libro lo he revisado ligeramente un par de veces para añadir alguna bibliografía y sigue, en mi opinión, tan útil ahora como hace veinte años si es que no más. Ni siquiera el aislamiento decretado por los que se aprovechan de los pesebres ha logrado evitar su éxito gracias a la fidelidad de los que saben que es una obra útil, documentada, rigurosa y fácil de leer. Si no lo ha hecho quizá merecería la pena que lo hiciese antes de que la prohíban.

 

 

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