La segunda fue que yo estaba pensando en abandonar el ejercicio de la abogacía y me dije que quizá aquella podía ser una vía para conseguirlo. La tercera derivó de que atravesaba una etapa durísima en mi vida y pensé que iniciar otra carrera universitaria me ayudaría a sobrellevarla. Cuando realicé los primeros parciales en la UNED y en la papeleta de Historia Antigua no sólo apareció la calificación de 10 sino una nota de la profesora para que me pusiera en contacto con ella, me quedé literalmente pasmado. Acabaría siendo mi directora de tesis, pero, sobre todo, fue decisiva para que yo abandonara la idea de dedicarme a la Historia medieval y me quedara en la Antigua que también me atraía. Episodios como aquel se repitieron con otras asignaturas a lo largo de la carrera – recuerdo varios profesores que me decían asombrados que les llamaba mucho la atención el enfoque que daba a los temas en los exámenes – pero yo ya había tomado mi decisión. En el segundo año de la licenciatura – cursé los cinco años en cuatro para darme cuenta de que quizá podría haberlos reducido a sólo tres – comencé a realizar mi tesis doctoral centrada en los orígenes del cristianismo.
Sin duda, se trata de un tema delicado porque millones de personas han decidido creerse las fábulas que les cuenta su iglesia y aceptan – creo que, en general, de buena fe – que lo que ven ahora es, teléfonos y ordenadores aparte, lo que estableció Jesús y lo que vivieron sus primeros seguidores. Pocas cosas más lejos de la realidad. A mi la lectura del Nuevo Testamento lo que me había enseñado era que Jesús era un judío que como tal había vivido anunciando, entre otras cosas, que no había venido a derogar la Torah sino a cumplirla (Mateo 5: 17-20) y que, por décadas, sus seguidores fueron judíos que vivieron de esa misma manera. El cómo el cristianismo había terminado por desvincularse del judaísmo para acabar incluso derivando en unos siglos en un movimiento abiertamente antisemita para desgracia de unos y de otros me pareció un tema de enorme relevancia y a él decidí dedicar mi tesis doctoral. Fueron seis años de trabajo concluidos en una tesis de poco más de mil folios que recibió la calificación máxima y luego – para cabreo monumental de algún catedrático de cuyo nombre no quiero acordarme – también fue galardonada con el premio extraordinario de fin de carrera, un reconocimiento que sólo se otorga a una tesis por facultad y año. Hacía muchos años que no recibía esa distinción una tesis de Historia antigua y pasarían otros tantos para que se repitiera el fenómeno. Pero no nos desviemos. La cuestión es que la tesis dejaba de manifiesto varias cuestiones:
1. El cristianismo no fue en sus primeras décadas sino un movimiento judío en el seno del judaísmo del Segundo Templo. Quien se crea que era una religión nueva, con un orden sacerdotal propio y otras historias semejantes no puede estar más equivocados. De hecho, los primeros cristianos iban a orar al Templo (Hechos 3: 1) - ¡qué escándalo! ¡entre ellos iba Pedro! – y denominaban sinagoga a sus lugares de reunión (Santiago 2: 2) si es que los tenían porque, en el mundo gentil, tardaron siglos en reunirse en otro sitio que no fueran las casas. Que luego el negocio inmobiliario-eclesial dio mucho de si no admite discusión, pero que tenga algo que ver con Jesús y sus primeros seguidores es algo bien distinto.
2. Ese cristianismo primitivo pensaba, como era lógico, en categorías judías semejantes a las de otros judíos anteriores a la redacción del Talmud. Puede que muchos cristianos apenas utilicen – si es que utilizan – términos como Siervo, Hijo del hombre o El que ha de venir y que se crean que Cristo es un segundo nombre de Jesús o un apellido, pero esos términos medularmente judíos eran esenciales para que los primeros cristianos hablaran de Jesús a otros.
3. Lejos de ser una invención paulina posterior, aquellos primeros cristianos, precisamente porque arrancaban de categorías judías, no se diferenciaban de otros judíos más que en la insistencia en que no había que esperar al mesías porque el mesías había llegado y se llamaba Jesús. No existe una sola doctrina del Nuevo Testamento – insisto del Nuevo Testamento no de la Edad Media y después – que no tenga su paralelo judío totalmente documentado. Lo que separaba a judíos y judeo-cristianos no era en si lo que creían en abstracto sobre el mesías sino lo que creían en el terreno práctico. A la sazón, muchos judíos sostenían, por ejemplo, que el Siervo de Isaías 53 no sólo no era Israel – ésa es una interpretación posterior en buena medida impulsada para quitar armas teológicas a los judeo-cristianos – sino que era el mesías. Desde el Targum de Isaías al Talmud pasando por Qumrán, los testimonios son evidentes.
4. La entrada de los gentiles en el seno del cristianismo no vino – como se repite papanatescamente una y otra vez – de la mano de Pablo sino de los judeo-cristianos y, en especial, de Santiago, el hermano de Jesús. Se hizo – como muestra Hechos 15 – exigiendo que los no-judíos aceptaran someterse a algunas normas que evitaran el escándalo de los judeo-cristianos fieles cumplidores de la Torah, pero fueron los judeo-cristianos los que abrieron esa puerta.
5. Aunque Pablo tuvo un especial talento misionero y, si se desea, literario, su mensaje no fue en nada distinto de el de los judeo-cristianos a los que ayudó económicamente y cuyas normas rituales cumplió (Hechos 21: 17- 26).
6. La ruptura entre aquellos judeo-cristianos – que recibieron con generosidad a no-judíos que deseaban injertarse en la fe histórica de Israel para ellos más que consumada con la llegada del mesías – y el judaísmo vino determinada por el gran drama que significó la destrucción del templo en el año 70 d. de C.. Con aquella gran tragedia, el mismo judaísmo experimentó una mutación que lo marcaría durante siglos. De un árbol de diversas ramas – saduceos, esenios, fariseos, qumranitas, judeo-cristianos… - como era en la época del Segundo Templo, se transformó en un tocón que excluyó a todos salvo a los que adoptaban su punto de vista. No los fariseos al completo sino los fariseos hillelitas comenzaron a modelar ya a finales del s. I el nuevo judaísmo que debía sobrevivir a la tragedia del arrasamiento del Templo. Lo hicieron excluyendo a todos los demás, incluidos los judeo-cristianos. O se era judío como ellos decían o, simplemente, no había lugar para ellos en el Nuevo Israel. Se trataba de una visión que se mantuvo en el judaísmo hasta el siglo XVIII y cuyo éxito fue casi total. Por ejemplo, los esenios perduraron, siquiera en parte, a través de los karaítas que, a día de hoy, siguen existiendo como exigua minoría, pero no pocos judíos niegan la condición de tales a los karaítas que, no obstante, fueron exterminados por Hitler igual que si hubieran sido hasidim. Más dramático fue el destino de los judeo-cristianos. Expulsados de las sinagogas en torno al año 90 del siglo I en el concilio rabínico de Jamnia (Yavneh), siguieron aferrados a ser parte del Israel al que amaban. Todavía, según el Talmud, en el siglo IV había judeo-cristianos que seguían siendo fieles judíos aunque creyeran en Jesús el mesías y – algo que irritaba a los rabinos y que dio origen a prohibiciones del Talmud – incluso curaban a otros judíos invocando el nombre de Jesús.
7. La fractura producida en Jamnia (Yavneh) ciertamente dotó de una nueva identidad muy definida al judaísmo que se distanció de interpretaciones previas precisamente para privar de argumentos a los judíos que creían en Jesús como mesías. Esa ruptura tuvo efectos muy negativos para judíos, judeo-cristianos y cristianos gentiles. Para los primeros, significó reducir la visión de Israel y ahormarla unos siglos después de acuerdo con el Talmud. Así se mantendría hasta el siglo XVIII con aspectos, sin duda, positivos, pero también negativos porque una interpretación muy concreta – a pesar de la variedad de opiniones sobre puntos concretos de la Torah - se convirtió en exclusiva. Para los judeo-cristianos, implicó verse desgajados de Israel – por más que intentaron mantener la vinculación – y, a la vez, encontrarse en una tierra de nadie ya que el cristianismo también fue distanciándose con gran velocidad de sus raíces judías y paganizándose. Finalmente, para el cristianismo no-judío, la ruptura con sus raíces lo llevó a ir cayendo desde muy pronto, pero de manera especial tras el siglo IV, en un sincretismo creciente cada vez más distante de la enseñanza de Jesús y sus primeros discípulos y más rezumante de prácticas y creencias paganas. Si Jesús y sus apóstoles contemplaran lo que millones de personas consideran ahora cristianismo sólo podrían sentir un profundo horror. Para colmo, ese cristianismo gentil se fue convirtiendo, de manera creciente, en antisemita porque el judaísmo constituía un rotundo mentís a no pocas de sus erróneas pretensiones.
Recorriendo las fuentes arqueológicas – ¡qué curioso que los primeros lugares de reunión fueran todos sinagogas y además el bautismo se practica por inmersión y sólo con adultos! – el recorrido histórico, la organización de aquellos primeros cristianos – no apto para cardíacos de ciertas confesiones religiosas – y su teología – más peligrosa si cabe – la tesis contaba la Historia, rigurosamente documentada, de los más que primeros, primerísimos, cristianos.
Mi tesis fue publicada, primero, por la editorial Trotta bajo el título de De Pentecostés a Jamnia. Se agotó y durante años, a pesar de las peticiones de los lectores, no estuvo disponible. Finalmente, Planeta volvió a reeditarla – con algunas actualizaciones – bajo el título de Los primeros cristianos. Sin duda, es uno de mis libros más queridos y más trabajados. Creo que también, con diferencia, es uno de los más importantes aunque – temo – que no de los más conocidos. Fue también casi el inicio de una andadura de investigación en la Historia real de Jesús y de los primeros cristianos a la que seguirían después otros títulos y mi traducción interlineal del Nuevo Testamento griego-español publicada en Estados Unidos, pero accesible en España e Hispanoamérica. Pero ésa no es, como diría Kipling, otra historia sino muchas historias que, Dios mediante, les iré contando.