Que un ser humano disponga de la vida, la libertad o el dinero de otro es de los actos más asquerosos que se me pueden ocurrir y – no lo oculto – es una de las causas, la de la emancipación, por las que he combatido desde muy joven. Incluso llegué a donar parte de los derechos de autor de uno de mis libros a la Asociación contra la esclavitud, pero ésa es otra historia. El caso es que del bando en que había combatido el joven Bill Cody pasé a conocer quien lo capitaneaba y la figura de Lincoln se fue agrandando a ojos vista en mi consideración. Años más tarde, siendo un joven abogado y estando de visita en Estados Unidos, compré en un aeropuerto dos volúmenes de discursos suyos que fui leyendo durante un prolongado periplo americano. Ignoro qué sería de ellos y no me extrañaría nada que se perdieran en alguna de las mudanzas que he sufrido a lo largo de mi vida, pero algo de poso me quedó y, a partir de entonces, me dediqué a analizar con cuidado y casi devoción la obra y la persona de Lincoln. A medida que profundizaba en Lincoln fui descubriendo – y eso fue esencial – la enorme hondura espiritual del personaje. Lincoln había recreado los Estados Unidos, había salvado la Unión, había emancipado a los esclavos, había sido generoso con los vencidos – algo que no se fue, por ejemplo, en España salvo en contadas ocasiones – pero había sido así porque era un hombre que creía de todo corazón en la Biblia. La familia de Lincoln pertenecía a un grupo de disidentes protestantes que emigró a los Estados Unidos para tener plena libertad de conciencia y que desde siempre se opuso a la esclavitud. Lincoln no se mantuvo en la misma denominación, pero conservó ambos aspectos: la fe en la enseñanza de las Escrituras y la repugnancia hacia la esclavitud. Que alguien como él pudiera hacer discurrir su carrera política sobre las enseñanzas de la Biblia; que decidiera la Emancipación después de habérselo prometido a Dios mientras oraba; que pudiera afirmar que deseaba tratar a todos con caridad y a todos sin malevolencia; que confesara que no le importaba tanto que Dios estuviera en su bando sino estar él en el bando de Dios fueron actitudes que, con el paso de los años, fueron encontrando un eco muy sonoro en mi corazón porque – debo reconocerlo – era lo mismo que yo había descubierto en las Escrituras. Con el paso del tiempo – y muy influido por la situación que sufre España – también Lincoln me permitió ver bajo nueva luz la inmensa iniquidad que hay en planteamientos como los del nacionalismo catalán y vasco. En su idea de aniquilar la nación, no había – salvo para idealistas ignorantes – nada bueno o puro sino, simplemente, la defensa de intereses bastardos sustentados en la explotación de inocentes. Y con todo, la Confederación era más noble que nacionalismos como el vasco o el catalán porque temía que el norte le impusiera una política fiscal como la que las oligarquías catalanas han impuesto a España desde hace siglos y además porque no era el juguete de una iglesia que sólo quería debilitar a la nación para conservar sus privilegios. No lo era, pero pudo serlo. El único estado que reconoció a la Confederación – ni Gran Bretaña necesitada desesperadamente de su algodón se atrevió a hacerlo – fue la Santa Sede. Por enésima vez, el Estado Vaticano abogaba por dividir una nación alentando sus discordias. También es casualidad…
Pero, volviendo al libro, debo decir que, con el paso de las décadas, fui acumulando materiales, estudiando e incluso escribiendo para mi uso personal sobre Lincoln de tal manera que cuando supe que se convocaba un concurso de biografía denominado Las Luces me puse a la tarea de escribir el libro y presentarlo. Ignoro quién más acudió a aquella convocatoria. Sí puedo decir que, a diferencia de otros concursos, aquel fue pulcramente limpio. Tanto que, según me contaron, cuando por unanimidad los miembros del jurado me dieron por ganador y abrieron la plica, alguno de los presentes, además de sorprendido, se molestó un poco. A la entrega del premio, de hecho, no compareció alguno. Sí fue Jaime Mayor Oreja que presentó el libro atendiéndome muy amablemente a mi petición. Por aquella época, en una entrevista a Amilibia, afirmé yo públicamente que si iba a haber un Lincoln español no sería Rajoy sino, acaso, Mayor Oreja. Finalmente, no sé que resultado habría dado Mayor Oreja, pero que Rajoy no es Lincoln salta a la vista y no será porque no nos haga caso. Mayor Oreja estuvo extraordinario en su presentación y yo se lo agradeceré siempre.
Volvamos al libro que hoy da la sensación de que ando muy disperso quizá porque todavía no se me ha pasado el intenso, intensísimo fin de semana. Tuvo buena salida tras recibir el Premio Las luces, pero el premio se acabó con mi libro. En la siguiente convocatoria - ¿historiadores españoles dónde os escondéis? – el jurado ya se las vio negras para encontrar una biografía digna a la que premiar. Acabaron por abandonar el proyecto. También es verdad que como no se contrataba antes y era honrado… Por enésima vez: no nos dispersemos. Pasado un tiempo, el libro se agotó, recuperé los derechos y logré convencer a Planeta – que todavía publicaba mis obras – para que lo reeditara. En tapa dura y en rústica se puede encontrar todavía cubriendo un vacío en la historiografía en español. Supongo que así seguirá a menos que, un día, alguien comience a dar subvenciones relacionadas con Lincoln. Si ese día llega, estoy seguro de que aparecerán supuestos especialistas españoles como las setas tras la lluvia y que se las arreglarán para que nadie se entere de que yo escribí la primera biografía en español – premiada por añadidura – del ilustre presidente. Precedentes hay. Pero regresando a lo que nos interesa, merece la pena leer el libro. Todavía más en una nación como España que, por razones fáciles de comprender, jamás ha tenido un político que se acercara ni de lejos a Lincoln. Su ejemplo sigue siendo extraordinario. Más que nunca: God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!