Las referencias a los ángeles son relativamente escasas en las fuentes relacionadas con el judeo-cristianismo. El libro de los Hechos muy abundante en menciones al Espíritu Santo y a sus manifestaciones, resulta comparativamente escueto al hablar de los ángeles. Aun así, las mismas no se hallan ausentes del todo. De esta forma, se conecta la huida de Pedro de la prisión en que lo había confinado Herodes Agripa con un ser angélico al que se denomina el Ángel del Señor (¿quizá un eco del Malaj YHVH?) (Hch. 12, 7 y ss.), pero el relato está prácticamente exento de todo tipo de descripción o detalles relativos al suceso. De hecho, la fuente indica que el mismo Pedro, protagonista del episodio, parece haberlo interpretado inicialmente más como una visión que como una intervención angélica (Hch. 12, 11). Un episodio muy similar, esta vez conectado con las autoridades del Templo y relatado en Hch. 5, 19-20, resulta aún más sucinto.
El discurso de Esteban contiene abundantes referencias a los ángeles, pero la acción de los mismos aparece explícitamente relegada al pasado (Hch. 7, 30, 35, 38 y 53) y del mismo no parece desprenderse —todo lo contrario— un especial interés por el tema.
Un papel mayor cabe atribuirles en relación con el impulso evangelístico (Hch. 8, 26 y ss.; 10, 3 y ss.), pero, de nuevo, aquí la aparición de los ángeles es muy limitada si se le compara con el papel que se asigna al Espíritu Santo. A pesar de todo, los judeo-cristianos de Jerusalén parecen haber creído en una cierta protección angélica que acompañaba, al menos, a algunos de los componentes de la comunidad (Hch. 12, 15) y, precisamente por ello, no pudieron dejar de atribuir la muerte de Herodes Agripa, un perseguidor suyo, al Ángel del Señor (Hch. 12, 23). Están ausentes, sin embargo, de las fuentes noticias sobre las jerarquías angélicas, el empleo de la magia, los nombres de los seres angélicos, así como otros aspectos profusamente comunes en la literatura judía del período.
Las menciones a demonios son muy limitadas en Hch., pero no dejan de ser reveladoras. Al Diablo se le atribuye la opresión[1] y enfermedad de aquellos que, posteriormente, fueron liberados y sanados por Jesús (Hch. 10, 38) (un aspecto que, como veremos, era considerado de gran relevancia), así como el extravío de alguno de los miembros de la comunidad (Hch. 5, 3-4). Por añadidura, Pablo se encontrará con un demonio al llegar a Filipos (Hch. 16, 16 y ss.), demonio por cierto, oculto tras la fachada de una vidente. Esos demonios nada pueden hacer contra los siervos de Dios, pero contra ellos la magia es impotente (Hch. 9, 12 y ss.).
Santiago no contiene referencias a los ángeles, pero sí una relacionada con Satanás. La misma no deja de ser significativa: los cristianos, que previamente se han sometido a Dios, pueden oponer al Diablo una resistencia que sólo tendrá como fruto el provocar la huida del Diablo (Sant. 4, 7). La expresión, una vez más, podría estar relacionada con la creencia insistente en las curaciones milagrosas (Sa. 5, 14 y ss.).
En cuanto a Apocalipsis, éste contiene, sin duda, el mayor número de referencias angelológicas no sólo de los escritos judeo- cristianos sino también del Nuevo Testamento, pero en su articulación parece estar más cerca de libros vetero-testamentarios como Daniel o Zacarías que de la literatura inter-testamentaria. Los ángeles aparecen como siervos de Dios que desencadenan sus juicios sobre la humanidad que se niega a arrepentirse (Ap. 7-11; 14-17), que arrojan del cielo al Dragón y a sus secuaces tras la ascensión de Jesús al cielo (Ap. 12, 1 y ss.), que, posiblemente, actúan como soldados del Logos en su batalla final contra los enemigos de Dios (Ap. 19, 11 y ss.) o que atan al Diablo durante el milenio (Ap. 20, 1 y ss.).
Igualmente, la demonología resulta más amplia que en otras obras, pero también parece más relacionada con escritos como Zacarías y Daniel que con los correspondientes al período inter-testamentario. El Dragón, al que se identifica con el diablo, Satanás y la serpiente del Génesis, acusador de los siervos de Dios y seductor (Ap. 12, 9-10), es descrito como un ser derrotado por la victoria de Jesús en la cruz (Ap. 12, 1 y ss.). Había previsto el nacimiento de Jesús e intentó causar su muerte (¿una referencia a una tradición similar a la relacionada con Herodes en Mt. 2?) y después la destrucción de la comunidad judeo-cristiana, pero no logró sus propósitos en ningún caso.
Ciertamente, aún se halla activo y prepara sus peores embates, consciente de que le queda poco tiempo por delante, pero su aniquilamiento final es seguro. Es él quien se halla detrás del reinado de la Bestia (Ap. 13) y el que inspira espiritualmente a la Gran Ramera (Ap. 17-18), pero sólo podrá contemplar impotente la derrota de sus marionetas en la batalla de Har-Magedon (Ap. 19), será encadenado en el abismo por mil años (Ap. 20, 1-6) y, aunque después del milenio reunirá a Gog y Magog en contra del pueblo de Dios, sólo logrará cosechar una derrota definitiva, tras la cual se verá confinado eternamente en el lago de fuego y azufre para ser atormentado (Ap. 20, 10 y ss.).
De nuevo, y pese a lo extenso del tema, comparativamente resulta Apocalipsis un libro no muy desarrollado en relación con la angelología, aunque, sin lugar a dudas, es el escrito neo-testamentario más elaborado al respecto. Sólo conoce el nombre de Miguel, pero no el de los otros ángeles o demonios; no incluye referencias al uso de la magia; no describe con detalle las jerarquías angélicas; no hace referencia a las causas de la caída del Diablo, etc.
En general, pues, y con las matizaciones que exige el Apocalipsis, no parece que la angelología y la demonología judeo-cristiana resultaran muy sofisticadas. Obviamente, se aceptaba la creencia en los ángeles como seres protectores de los creyentes y, muy ocasionalmente, transmisores de mensajes o ejecutores de juicios divinos, pero su papel parece que estaba más vinculado a la otra dimensión que a ésta. Es en ella donde se enfrentan con las fuerzas del mal o rinden culto al Todopoderoso. Sin embargo, hasta en ese contexto, las descripciones resultan muy escuetas cuando se comparan con las contenidas en la literatura inter-testamentaria.
En cuanto al Diablo, se enseña que perpetra daños sobre los seres humanos en forma de enfermedades y opresiones, pero se tiene una visión curiosamente optimista. Fue vencido al no poder aniquilar a Jesús ni a sus fieles; si es resistido no puede sino huir y, aunque se alza tras estructuras de poder como la Bestia o la Gran Ramera, sus días están contados y será totalmente aplastado por Jesús. Esta visión, y no debería sorprendernos, es similar a la articulada en el Cuarto Evangelio.
En Juan, los opositores de Jesús tienen como «padre» al Diablo (Jn. 8, 44) y es Satanás el que impulsa a Judas a traicionarlo (Jn. 13, 27), con lo que el prendimiento de Jesús significa una victoria momentánea del poder de las tinieblas. Pese a todo, la muerte de Jesús en la cruz es la derrota del Diablo (Jn. 16, 11) y la victoria del Reino del Mesías, que no es de este mundo, sobre los otros reinos (Jn. 18, 33-36). Esa fe en la victoria de Jesús y, fundamentalmente, el carácter de su llamado explica el que sus seguidores ni se alcen en armas ni combatan (Jn. 18, 36).
Esa misma línea es la que aparece en la primera carta de Juan, donde se hace referencia a la derrota experimentada por el Diablo gracias al Hijo de Dios, que vino a deshacer sus obras (3, 8). El Diablo actúa, por el contrario, en aquellos que son desobedientes a Dios (3, 8-10).
Comparadas con otras corrientes del cristianismo primitivo (no digamos del judaísmo del período), la angelología y demonología del judeo-cristianismo resultan muy sobrias. El judeo-cristianismo de la Diáspora contiene referencias a creencias que no están presentes en el ubicado en Israel, aunque derivan de ambientes judíos. Ciertamente parece existir la misma confianza que tenía Santiago en cuanto a la capacidad de resistir al Diablo, tras someterse previamente a Dios, (1 Pe. 5, 8-9), pero, a la vez, se conocen doctrinas como las de los ángeles condenados en prisiones de oscuridad (2 Pe. 2, 4; Jds. 6), se condena el uso de prácticas relacionadas con ángeles (¿alguna forma de magia?) (2 Pe. 2, 10 y ss.) y se refiere el episodio de la disputa acaecida entre Miguel y el Diablo por el cuerpo de Moisés (Jds. 9).
En la carta a los Hebreos, la demonología y la angelología son también limitadas, pero volvemos a encontrar (Heb. 2, 14) señalada la derrota experimentada por el Diablo en virtud de la muerte de Jesús. Por otro lado, se dedica una porción significativa de la carta a explicar el carácter meramente servicial de los ángeles, que son muy inferiores a Jesús (Heb. 1, 1-14).
El paulinismo presenta una angelología y demología que tienen una entidad considerable en cuanto a la reflexión teológica, pero que tampoco parece muy descriptiva si la comparamos con el estilo de la literatura inter-testamentaria o de la rabínica. Los temas recogidos son identificables con algunas tesis judeo-cristianas como la de la posibilidad de resistencia victoriosa frente al Diablo (Ef. 4, 27; 6, 11) o la de su derrota en virtud de la muerte de Jesús (Col. 2, 13-5), pero, al mismo tiempo, puede que se adviertan también similitudes con la angelología de Qumrán que no se perciben en otras corrientes del cristianismo primitivo.[1]
El judeo-cristianismo afincado en Israel compartió la creencia de la época en seres angélicos y demoníacos, pero parece haber presentado algunas características de cierta originalidad. En primer lugar, sus fuentes muestran una parquedad considerable en relación con el tema. Salvo Miguel, no se cita a ningún arcángel por su nombre; no se detallan las funciones específicas de los ángeles; no se mencionan los nombres diversos de los demonios ni se describen sus tareas o jerarquías; está ausente la referencia a la magia demoníaca o angélica; no hay referencias a las causas de la caída del Diablo, etc. ¿A qué podemos atribuir esta sobriedad?
En primer lugar, cabe la posibilidad de que la firme creencia en el Espíritu Santo como elemento extraordinariamente activo en el seno del movimiento influyera en la moderación con que se abordaron estos temas. Incluso así, no podemos atribuir a esa circunstancia todas las limitaciones señaladas.
En segundo lugar, la visión del Diablo está teñida de una nota de victoria que, si contemplamos, por ejemplo, el contexto de Apocalipsis o de Santiago, no deja de transparentar una visión de la historia auténticamente triunfal. Satanás es el enemigo del pueblo de Dios y se puede percibir la influencia que ejerce sobre los grandes poderes humanos, pero, en definitiva, es ya un derrotado al que sólo le resta contemplar su final definitivo. No consiguió acabar con Jesús —que deshizo sus obras— ni tampoco con los seguidores de éste. Al final será aplastado pero, incluso ahora, tampoco puede soportar la resistencia que le oponen los creyentes sometidos a Dios sin huir. No está del todo claro qué implica esa huida del Diablo. No hay ninguna referencia a rituales o a magia, pero es altamente posible que, si tomamos como base Hch. 10, 38, se esté hablando de un contexto de liberación psíquica y espiritual, y de sanidad física. Podría decirse que en cada endemoniado cuyos demonios han sido expulsados y en cada curación que brota de la oración se dibuje una derrota del Diablo.
Como ya señalamos en un capítulo anterior, cierto tipo de fenómenos pneumáticos debió de ser interpretado como muestra palpable de la presencia de Dios en medio de la comunidad. No debe extrañar, pues, que todo ello fuera contemplado a la vez como señal del fracaso del adversario por excelencia, el Diablo. No se podía negar, por supuesto, que éste seguía activo pero, partiendo de la propia experiencia personal, lo que debía quedar claro es que no por ello dejaba de ser un enemigo derrotado cuyos días estaban contados.
CONTINUARÁ