En las entregas anteriores hemos examinado la visión específica que el judeo-cristianismo tenía del tiempo presente y de cómo éste era contemplado como una era pletórica de la acción del Espíritu Santo. Hemos analizado asimismo el tipo de fenómenos que contribuyeron a alimentar esta perspectiva y la forma en que la misma se conectaba con la visión específica relacionada con la angelología y la demonología. En esta entrega nos adentraremos en las raíces de esa visión y en la forma en que la misma se proyectaba hacia el futuro. Antes, sin embargo, debemos formular algunas precisiones en relación con su denominación específica.
El denominar escatología a esta parte de la ideología judeo- cristiana surge de un mero convencionalismo que, no obstante, nos parece sustancialmente exacto. Como han señalado tanto el profesor F. F. Bruce[1] como J. Carmignac,[1] al no restringirse actualmente el término «escatología» a la discusión sobre las últimas cosas (muerte, juicio, cielo, infierno, etc.) y verse unido a calificativos como «realizada», «inaugurada» y otros, se ha producido una evidente confusión en lo que se refiere a su significado, de manera que quizá resultaría conveniente su sustitución por alguna otra palabra que conservara precisamente el contenido primitivo del término. No es eso lo que nosotros vamos a hacer, pero sí deseamos subrayar que el término «escatología» y sus derivados («escatológico», etc.) reciben en este estudio el significado primitivo de los mismos, es decir, lo relativo a las postrimerías, a las últimas cosas y, más concretamente, a la resurrección, la segunda venida de Cristo y la consumación de los tiempos.[1]
Asimismo queda incluido en este capítulo todo lo relativo a la soteriología y a la manera en que ésta influyó en la ética de los judeo-cristianos . La razón fundamental reside en que, como tendremos ocasión de ver, la soteriología judeo-cristiana en Israel no plantea tanto una vía para «ir al cielo» —si se nos permite la inexacta, pero ilustrativa expresión— cuanto la manera de evitar el juicio condenatorio del Jesús que retoma y que otorgará su recompensa a los que creyeron en él. Sin más preámbulos, analicemos los aspectos contenidos en estas nuevas entregas.
Jesús, el resucitado
Pocas dudas puede haber en cuanto a que el hecho determinante que evitó la disolución del grupo de seguidores de Jesús, tras la ejecución vergonzosa de éste, fue la firme creencia y total convicción de que había resucitado. Desborda con mucho los límites del presente estudio el entrar en la naturaleza de las experiencias que determinaron esa certeza, así como en el análisis de los datos que al respecto suministran las diversas fuentes. Sí debe señalarse que las teorías «explicativas» no han sido pocas. Entre ellas destacan, por su posterior repetición con escasas variaciones, la del robo (H. M. Reimams),[1] la del «desvanecimiento» (H. Schonfield),[1] y la de la confusión de las tumbas (K. Lake).[1] Pero, sin duda, las más convincentes, a nuestro juicio, en la medida en que permiten hacer justicia a los datos de las fuentes, a la reacción psicológica de los discípulos de Jesús y a la conversión de incrédulos opuestos al colectivo (Pablo, Santiago), son las que admiten la veracidad de las apariciones, bien proporcionándoles un contenido subjetivo u objetivo.
Un ejemplo clásico de la primera tesis es la afirmación de R. Bultmann que señala que «el historiador puede quizá hasta cierto punto explicar dicha fe basándose en la intimidad personal que los discípulos habían tenido con Jesús durante su vida terrenal y de esta forma puede reducir las apariciones de la resurrección a una serie de visiones subjetivas».[1] Con todo, y aunque tal tesis haría fortuna entre sus discípulos y otros autores,[1] no parece que el mismo Bultmann estuviera completamente convencido de la misma.[1] Por otro lado, tanto W. Milligan,[1] en el pasado, como W. Pannenberg,[1] más modernamente, parecen haberla refutado de forma contundente.
Desde nuestro punto de vista, y sin entrar en la naturaleza de los hechos —lo que excede el objeto de nuestro estudio—, nos parece más sólido aceptar que, como ha señalado G. E. Ladd, «la fe no creó apariciones; sino que las apariciones crearon la fe», aunque «decir que estas apariciones milagrosas forzaban la fe es ir demasiado lejos».[1] O bien indicar con F. F. Bruce[1] «que esta “fe en la resurrección” de los discípulos es un hecho histórico de importancia primordial, pero identificarlo con el suceso de la resurrección es confundir la causa con el efecto. De no ser por el suceso de la resurrección no habría existido fe en la resurrección. Pero la fe en la resurrección juntó de nuevo a los dispersados seguidores de Jesús, y a las pocas semanas de su muerte aparecen como una comunidad coherente, vigorosa y autopropagadora en Jerusalén».
Sólo la aceptación de que se produjeron una serie de hechos, de carácter histórico[1], que los discípulos los interpretaron como prueba de la resurrección de Jesús permite comprender la evolución del golpeado movimiento, la captación por el mismo de antiguos opositores y su potencial expansivo posterior.[1] Baste decir que, como ya hemos señalado anteriormente, la misma no sólo se concebía como base fundamental de la fe en Jesús, sino que además influyó decisivamente en la conversión de personajes originalmente hostiles a ella.
Escribiendo en los años cincuenta, Pablo ya relata una tradición (1 Cor. 15, 1 y ss.) donde se recoge la afirmación de que Jesús se había aparecido resucitado no sólo al grupo de los Doce, sino también a varios centenares de discípulos de los que la mayoría seguía vivo, además de a Santiago, su hermano, y a él.[1] La forma en que el historiador debe acercarse a esta experiencia concreta ha sido señalada de manera ejemplar, a nuestro juicio, por J. P. Meier, al señalar: «Que hubo testigos conocidos por nombre que pretendieron que el Jesús resucitado se les había aparecido (1 Cor. 15, 5-8), que estos testigos incluían discípulos del Jesús histórico que lo habían abandonado por miedo y que realizaron un notable volte face tras su desdichada muerte, que estos discípulos no eran incompetentes dementes, sino gente capaz de la propagación inteligente de un nuevo movimiento, y que algunos de estos discípulos entregaron sus vidas por la verdad de sus experiencias relacionadas con la resurrección —son todos hechos históricos. El cómo la gente reaccione ante esos hechos y ante el Jesús histórico le lleva a uno más allá de la investigación empírica introduciéndolo en la esfera de la decisión religiosa, de la fe y de la incredulidad.»[1]
Desde luego, la creencia en la resurrección de Jesús parece haber sido el nervio fundamental de la predicación judeo-cristiana en Israel, hasta el punto, según queda de manifiesto en noticias de las fuentes, de que nadie que no hubiera experimentado algún tipo de visión de Jesús resucitado podía acceder al apostolado (Hch. 1, 22 y ss.). Por cierto que esta circunstancia suele pasarse por alto cuando se habla de apóstoles distintos a los Doce o de sucesión apostólica.
Los discursos de la primera parte del libro de los Hechos otorgan un lugar decisivo a la proclamación del hecho de que Jesús había resucitado. A tenor de los mismos se desprende que los judeo-cristianos de Israel consideraban que si se podía estar seguro de que la experiencia pentecostal era de Dios e indicaba el comienzo de una nueva era, se debía, al menos en parte, al hecho de que Jesús había resucitado (Hch. 2, 22-24) y que de ello eran testigos los discípulos (Hch. 2, 32). Si se producían curaciones relacionadas con los miembros de la comunidad, se debía a la fe en el nombre del resucitado (Hch. 3, 12-16; 4, 9-10), de lo cual los discípulos eran testigos (Hch. 3, 15; 4, 10). Si los antes atemorizados discípulos se enfrentaban ahora con las autoridades, había que atribuirlo a su fe en que Jesús había resucitado y a que ellos eran testigos (Hch. 5, 30 y ss.). No es difícil ver a la luz de esta fuente que la clave sobre la que giraba no sólo la actitud de los discípulos, sino su mensaje e incluso su interpretación de las Escrituras (Hch. 2, 25-28; 2, 35-6, etc.) y del entorno (Hch. 2, 16 y ss.) era la creencia en que Jesús había resucitado.
En Apocalipsis, las referencias a la resurrección de Jesús están ya considerablemente cargadas de significado teológico y la interpretación del suceso reviste un contenido muy desarrollado, circunstancia de enorme interés si tenemos en cuenta lo primitivo de la fuente. Así 1, 18 describe a Jesús resucitado como «el que vivo, y estuve muerto; más vivo por los siglos de los siglos» (¿una descripción que intentaba marcar distancias con los cultos orientales, en que la divinidad moría y resucitaba anualmente?), y tal circunstancia aparece —como en Pablo— como garantía de que habrá una resurrección al fin de los tiempos.[1] Una figura relativamente similar —aunque se omite en sí la referencia concreta a la resurrección— es la representada por el niño varón, al que intentó matar el Dragón (Ap. 12, 4), que es descrito con categorías mesiánicas (Ap. 12, 5) y que fue ascendido hacia Dios y su trono (Ap. 12, 5).[1]
La creencia en la resurrección de Jesús aparece también en el judeo-cristianismo de la Diáspora, donde se conecta directamente con el renacer espiritual del creyente (1 Pe. 1, 3) y con la salvación simbolizada por el bautismo (1 Pe. 3, 21). De la carta a los Hebreos parece desprenderse que la creencia en la misma —muy posiblemente ligada a la de la resurrección general— resultó esencial en el judeo-cristianismo de la Diáspora (Heb. 6, 2).
En cuanto al cristianismo paulino, resulta evidente el lugar central que ocupa en él su predicación de la resurrección (1 Cor. 15). En palabras del mismo Pablo, «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe» (1 Cor. 15, 17). Ef. 2, 19 y ss. afirma incluso que el poder de Dios que actuó en la resurrección de Jesús se mueve actualmente en medio de la comunidad cristiana.
Las huellas de judeo-cristianismo son palpables no sólo en el origen de la tradición que Pablo utiliza (1 Cor. 15, 1 y ss.), sino también en su forma de expresión. De hecho, Flp. 2, 5 y ss. recuerda en su esquema temporal (no tanto en cada uno de los motivos) al reflejado en Ap. 12 (descenso desde el cielo, mesianismo, ascensión al cielo). Una vez más, el origen de una creencia trascendental y decisiva en el seno del cristianismo derivaba del judeo-cristianismo afincado en Israel[1] y, como ya hemos señalado, la misma resulta de importancia incuestionable a la hora de entender la actitud de los judeo-cristianos frente al entorno, su visión del mismo, su vivencia cotidiana y su proyección hacia el futuro.
CONTINUARÁ