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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Conclusión de Los Primeros Cristianos (I): Evolución histórica

Domingo, 2 de Octubre de 2016
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: CONCLUSIÓN (I): Evolución histórica

Tras estos meses de estudios continuados, debemos recapitular las conclusiones a las que hemos ido llegando. Las mismas afectan tres áreas concretas correspondientes a la evolución histórica, las características del movimiento y su influencia histórica final. Tras ellas, trazaremos algunas líneas esenciales destinadas a señalar las consecuencias de la desaparición del judeo-cristianismo como movimiento.

I. Evolución histórica

El judeo-cristianismo nació como una respuesta lógica y articulada a la creencia en la resurrección de Jesús y en una manifestación ya presente del Espíritu Santo que las fuentes conectan unánimemente con el día de Pentecostés. Contra lo que seguramente esperaron los personajes que ordenaron la ejecución de Jesús, el movimiento vertebrado en tomo al mismo no experimentó un rápido final. Por el contrario, sus seguidores se establecieron en buen número en Jerusalén, donde gozaron del suficiente predicamento como para obtener un cierto crecimiento entre la población y los visitantes. La dirección correspondía a un colegio de doce apóstoles cuyos portavoces fueron Pedro y Juan. Es posible que, como consecuencia de este crecimiento difícil de controlar y a impulsos de un entusiasmo pneumático, se optara por un régimen de comunidad de bienes que no era obligatorio ni total, que se limitaba a bienes de consumo y que no previó la necesidad de crear una línea ininterrumpida de bienes fungibles. Aunque se produjeron algunas presiones contra el colectivo emanadas fundamentalmente del alto clero, lo cierto es que, durante un período de unos tres años aproximadamente, el colectivo desarrolló su labor de captación en paz y los únicos problemas que afrontó en su seno —relacionados precisamente con la comunidad de bienes— parecen haber sido solucionados con relativa rapidez y eficacia. Este primer período concluyó con el martirio de Esteban, tras el cual se produjo una dispersión del movimiento hacia lugares más seguros, con la excepción de los Doce, que permanecieron en Jerusalén. El grupo de judeo-cristianos de educación más helenizada parece haber emigrado a diversos lugares, entre los que se contaban Chipre, Fenicia y Antioquía. Originalmente, se limitaron a predicar el nuevo mensaje a judíos de manera exclusiva.

La siguiente fase del movimiento, iniciada a los tres años aproximadamente de la muerte de Jesús, iba a revestir ya características diferentes. Para empezar, no volvemos a oír hablar del régimen de comunidad de bienes, que es muy posible que ya no existiera en esa época. Carente de una organización mínima —como en Qumrán o en movimientos monásticos posteriores—, parece haber desaparecido tras los primeros momentos de entusiasmo. Por otro lado, comenzó a producirse una expansión organizada del movimiento fuera del área de Jerusalén y Galilea, así como más allá de los límites judíos en lo que a las personas de sus adherentes se refiere. En la década de los treinta del siglo I, el judeo-cristianismo contaba ya con enclaves, estratégicos para una expansión ulterior, en Samaria (donde chocó con algunas manifestaciones de gnosticismo) y la llanura costera. En esa misma época, se produjo la entrada de los primeros gentiles en el movimiento. El impulso para tomar esa decisión parece haber sido una experiencia pneumática de Pedro, aunque no puede descartarse que el problema hubiera quedado ya planteado con la evangelización en Samaria. No sabemos los términos exactos de estas conversiones (¿se les exigió o no la circuncisión?, ¿debían guardar la Torah?), pero parece haberse tratado más de una excepción que de un plan general.

Con posterioridad, posiblemente, algunos judeo-cristianos de origen chipriota y cirenaico comenzaron en Antioquía a predicar también el mensaje a gentiles. La acción fue fiscalizada por la Iglesia de Jerusalén, que envió para inspeccionarla a Bernabé, pero no se opuso a tal acción e incluso la apoyó. Tal legitimación, que posiblemente contaba con el precedente petrino ya señalado, venía a sentar las bases para que el movimiento adquiriera un alcance universal y trascendiera de los límites del judaismo. La acción tuvo lugar un lustro, aproximadamente, después de la muerte de Jesús. Este período especialmente fructífero y caracterizado por actividades desarrolladas en un marco de paz experimentó su fin con la subida al poder de Herodes Agripa. Éste, ciertamente, dedicó toda su habilidad política a granjearse la popularidad entre sus súbditos y en el caso de los judíos parece haber contado con un éxito del que son buena prueba, entre otras, las fuentes talmúdicas. Por desgracia para el judeo-cristianismo, aquella búsqueda de popularidad del monarca tendría como una de sus consecuencias la persecución. En el curso de la misma, murió Santiago, el hijo de Zebedeo, y Pedro fue encarcelado. Este último consiguió escapar de la prisión, y Santiago, el hermano de Jesús, llamado el «Mesías», quedó a cargo de la comunidad jerosilimitana. Cuando se produjo la muerte de Herodes, los judeo-cristianos no pudieron evitar interpretarla como un castigo divino.

El inicio de la era de los procuradores romanos iba a alterar sustancialmente la situación de Palestina. Sobre un trasfondo de hambre, inestabilidad política y violencia, y quizá ligada al temor de antinomianismo gentil o de represalias judías, la aceptación de los gentiles en el seno del movimiento comenzó a ser revisada. Hasta entonces, no se les había exigido, que sepamos, ni la circuncisión ni tampoco el sometimiento a las normas de kashrut. No sólo eso. Los judeo-cristianos no tenían inconveniente en compartir la mesa con ellos. Tal postura era apoyada directamente por Pedro y Bernabé (a la vez que por Pablo), pero recibió un severo ataque procedente de algunos judeo-cristianos de Jerusalén que visitaron Antioquía. No sabemos con exactitud los argumentos que utilizaron —la conveniencia de no causar escándalo a los judíos, así como la necesidad de eliminar la posibilidad de antinomianismo entre los gentiles pudieron estar entre ellos—, pero lo cierto es que Pedro optó por una postura judaizante de distanciamiento de los gentiles que desmentía toda su trayectoria anterior. Con ello, el movimiento corría el riesgo de fosilizarse justo durante una época de nacionalismo judío y de crecimiento misionero entre los gentiles. No resulta, por lo tanto, extraño que Pablo se enfrentara públicamente con Pedro en Antioquía, insistiendo en que la salvación venía por la fe en Jesús y no por las obras de la Torah.

La cuestión no quedó zanjada en la disputa de Antioquía. De hecho, el malestar llegó a ser tal que, finalmente, los cristianos antioquenos enviaron una delegación a Jerusalén (en la que estaban Pablo y Bernabé) para solventar de manera definitiva el conflicto. Tal misión sería cumplida por una reunión jerosilimitana, presidida por Santiago, a la que se denomina convencionalmente «concilio de Jerusalén» (49 d. J.C.) y que no debe ser identificada con la descrita en Gálatas 2, 1-10. En el curso de esta reunión, Pedro abogó por no someter a los gentiles al yugo de la Torah, toda vez que resultaba obvio que la salvación era por la fe en Jesús y no por las obras y que ni siquiera los judíos se habían mostrado capaces a lo largo de los siglos de cumplir con la Torah. Finalmente, Santiago defendió la necesidad de permitir a los gentiles entrar en el Israel que creía en Jesús, señalando que, efectivamente, no debía imponérseles el cumplimiento de la Torah. Sin embargo, para evitar causar escándalo a los judíos, ordenó que los gentiles aceptaran la sumisión a ciertas normas levíticas relativas a los alimentos sacrificados a los ídolos y a los matrimonios consanguíneos, una normativa muy similar a los preceptos de la «ley noáquica» impuestos sobre los «temerosos de Dios» en el judaismo. De una vez por todas, el cristianismo se abría a los gentiles en un proceso que ya resultaría irreversible.

 

Desde entonces hasta el año 62 transcurrieron una docena de años que, si bien en el mundo gentil significaron el empuje progresivo de Pablo, precedido ya por algunos misioneros judeo-cristianos como Pedro y quizá Juan, en la tierra de Israel implicaron una tensión progresiva ocasionada por la política abusiva de los procuradores romanos. La situación de necesidad de muchos de los judeo-cristianos parece evidente a juzgar por la colecta que Pablo les entregó en mayo del año 57 d. J.C. También parece claro —si aceptamos la Epístola de Santiago como escrita en esta época— que el movimiento tuvo que saber mantener su postura pacifista frente a presiones de todo tipo.

En el año 62 d. J.C., Santiago, el hermano del Señor, era martirizado y, con ello, el judeo-cristianismo se vio privado de su personaje de mayor importancia en vísperas de la guerra con Roma. Elegido para sucederlo Simón, hijo de Cleofás y familiar de Jesús, es posible que fuera el encargado de salvar a la comunidad jerosilimitana de los efectos del conflicto que estalló en el año 66 d. J.C. Los judeo-cristianos de Jerusalén abandonaron la ciudad antes de su destrucción (posiblemente, tras la retirada de Cestio Galo) y se refugiaron en Pella, probablemente acogidos por cristianos de estirpe gentil. Otros judeo-cristianos, como el autor de Apocalipsis, optaron, sin embargo, por buscar refugio en Asia Menor. El final de la guerra con Roma no significó, no obstante, la paz para los judeo-cristianos establecidos en Israel. Como tuvimos ocasión de ver, la destrucción del Templo y la ruina moral que tal hecho acarreó al judaismo, provocó un intento de un ala de los fariseos por reconstruirlo de acuerdo con su especial punto de vista, un punto de vista que excluía, por definición, a aquellos que no lo compartían. Aplastados los zelotes en la guerra, desaparecidos también en ella los sectarios de Qumrán, privados de su principal baza los saduceos, una parte de los fariseos no tuvo especial dificultad en concluir su tarea de eliminación de adversarios ideológicos expulsando del seno del judaismo a los judeo-cristianos. Tal cometido fue llevado a cabo en un plazo de tiempo muy breve (quizá concluido ya a finales del siglo I d. J.C.) y se apoyó en la articulación de una serie de medidas eficaces. La primera, y más conocida, es labirkat ha-minim, incluida en el texto de la amidah o Shmoné Shré y consistente en una maldición dirigida contra los judeo-cristianos. Éstos o pronunciaban la maldición y apostataban de su fe en Jesús o se negaban a pronunciarla y eran expulsados de las sinagogas.

 

A esto se unió además un esfuerzo por releer las Escrituras de forma que privaran a los judeo-cristianos de argumentos apologéticos (v. g.: interpretando al Siervo de Isaías 53 como Israel y no como el Mesías); un conjunto de reformas litúrgicas dirigidas contra los minim; una relectura, quizá ya iniciada antes de la muerte de Jesús, de los datos históricos —en clave denigratoria— relativos a aquél y a los judeo-cristianos; una articulación de medidas disciplinarias contra los judeo-cristianos y, finalmente, el abandono progresivo de los targumes y de la traducción de los LXX. La mayoría de estos pasos fueron dados antes de que concluyera el siglo I d. J.C., aunque algunos no quedaran plasmados por escrito hasta un período posterior. Su conjunto consiguió, aunque no sin resistencia, la erradicación de los judeo-cristianos del seno del judaismo.

Hasta aquí llega el período histórico que abarca nuestro estudio, pero consideramos obligado hacer siquiera unas referencias breves al destino posterior del judeo-cristianismo. Tras la decisión de Jamnia, el judeo-cristianismo fue presa de tensiones internas que lo fraccionaron irreversiblemente. Mientras algunos (conocidos posteriormente como nazarenos) mantuvieron la ortodoxia cristológica de las primeras décadas, otros optaron por afirmar que Jesús había sido sólo un hombre (los ebionitas) quizá con la esperanza, totalmente frustrada, de volver a ser admitidos en el seno del judaismo. Parece ser que incluso entre estos últimos algunos estaban dispuestos a negar la mesianidad de Jesús. Finalmente, el gnosticismo acabó desgajando del seno del judeo-cristianismo a algunos de sus miembros.[1]

A las tensiones internas se unieron las externas. La revuelta de Bar Kojba proporcionó a los nacionalistas judíos, seguidores del nuevo mesías, una oportunidad excepcional para perseguir a los judeo-cristianos por razones religiosas. Justino había recogido esta noticia (I Apología 31), que se vio confirmada en 1952 al descubrirse en Murabba’at una carta en la que Bar Kojba ordena represalias contra los «galileos».[1] Sin embargo, la derrota de este falso mesías tampoco significó el descanso para los judeo-cristianos. Adriano profanó algunos de sus lugares sagrados de reunión[1] y los judeo- cristianos, nuevamente, tuvieron que abandonar Jerusalén. A partir de entonces, los obispos cristianos de Jerusalén comenzaron a ser gentiles y los judeo-cristianos regresaron a la ciudad sólo después de que Antonino Pío aboliera las medidas antisemitas promulgadas por Adriano (Meg. Taanit 12; Digesta de Modestino, 48, 8, 11).

Del siglo II al IV, las noticias que tenemos sobre los judeo-cristianos resultan cada vez más esporádicas y dejan de manifiesto que si los judíos habían dejado de considerarlos suyos, lo mismo sucedía con los cristianos. Su postura sobre la fecha de la celebración de la Pascua (Eusebio, HE, 5, 23, 5), contraria al sínodo de Cesarea —al que no asistieron o no fueron invitados— pero fiel a la tradición judeo-cristiana, debió de contribuir aún más a su aislamiento. Epifanio (Ancoratus 40), al mencionar los santos lugares en posesión de cristianos, pasó en silencio los relacionados con los judeo-cristianos. De hecho, cuando Constantino construyó las basílicas de Belén y Jerusalén no tuvo inconveniente en arrojar de estos enclaves a los judeo-cristianos para entregárselos a la Iglesia gentil. En cuanto a los concilios ecuménicos, como el de Nicea (325), no registraron la presencia de ningún obispo judeo-cristiano. Por otro lado, la disposición del canon I del sínodo de Antioquía (341) por la que se excomulgaba a los que se opusieran a los decretos de Nicea relacionados con la celebración de la Pascua debió de significar quizá el final de las relaciones de la Iglesia gentil con el judeo-cristianismo. Aquel sínodo decretó igualmente la deposición de aquellos obispos, presbíteros y diáconos que celebraran la pascua con judíos. No es de extrañar que Jerónimo, que llegó a conocerlos mientras estaba en Belén, los describiera como sumidos en un período de decadencia terminal y se permitiera incluso no considerarlos ni judíos ni cristianos. En adelante, separados de ambos cuerpos espirituales, llevarían una vida de desclasados que concluyó finalmente en algún punto indeterminado de la Historia antigua.[1]

CONTINUARÁ

 

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