Jueves, 18 de Abril de 2024

Conclusión de Los Primeros Cristianos (II): Características del movimiento

Domingo, 9 de Octubre de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: CONCLUSIÓN (II): Características del movimiento

El análisis de las fuentes realizado en las entregas anteriores nos permite reconstruir con una amplitud considerable lo que constituían las líneas maestras ideológicas del movimiento. El judeo-cristianismo afincado en Israel durante el siglo I, en primer lugar, debe ser definido como un movimiento espiritual que como tal se tiene que estudiar. Al igual que otros movimientos que han tenido su nacimiento dentro del cristianismo (metodismo del siglo XVIII; cuaquerismo del siglo XVII; anabautismo suizo del siglo XVI; pentecostalismo del siglo XIX e inicios del siglo XX, etc.) o del judaismo (jasidimo del Baal Shem. Tov.), su núcleo fundamental era de tipo religioso; cualquier enfoque que olvide esta realidad esencial tenderá, precisamente por ello, a desvirtuar gravemente el análisis del fenómeno. Es cierto que, sobre todo a partir del siglo IV, el cristianismo pasó a ocupar un lugar tal en la sociedad que ya no resulta lógico seguir estudiándolo desde ese momento como algo exclusivamente ligado con la religión ni como un movimiento cuyo impulso medular es únicamente religioso. Sin embargo, tal situación no puede ser retrotraída casi tres siglos atrás sin distorsionar, de nuevo, la realidad histórica del movimiento. Ese peligro de visión inexacta se da muy especialmente en aquellos estudiosos formados en estructuras religiosas (pertenezcan o no a ellas ya) donde la institución tiene vinculaciones considerables con el poder civil o aparece imbricada fuertemente en la vida política. Los mismos han tendido históricamente a proyectar ese esquema mental sobre el cristianismo primitivo y con ello a enturbiar la imagen del mismo. De ahí que visiones contaminadas con este tipo de condicionantes —en los que pesa tanto la política, la economía o incluso la defensa de una evolución dogmática posterior— resistan difícilmente la exposición a la luz que nos proporcionan las fuentes. El judeo-cristianismo afincado en Israel durante el siglo I resultó fundamentalmente un movimiento espiritual —nadie puede discutir tal cosa a la luz de las fuentes— y como tal ha de ser entendido. Con todo, el calificativo «espiritual» ha de estar vinculado a otros para permitimos concretar más a fondo las características del movimiento.

La segunda característica ideológica que se perfila en el judeo-cristianismo es su carácter medularmente judío. De nuevo, diversos intereses han ido aguando y diluyendo tal perspectiva que, no obstante, creemos haber dejado demostrada en los capítulos anteriores. Para una iglesia cada vez más gentilizada, resultaba más atractiva la idea de presentarse como una nueva revelación que se desvinculaba del judaismo vencedor en Jamnia; para éste, también era obligado expulsar de su seno a una corriente ideológica que, pretendiéndose judía, chocaba con él y defendía que el Mesías había llegado ya y era Jesús, el crucificado y además resucitado. Con ello, ambas partes de la controversia se limitaban a primar, en no escasa medida, el poder religioso sobre la verdad histórica y, como veremos más adelante, talrealpolitik tendría consecuencias espirituales negativas.

El judeo-cristianismo no era una nueva religión, aunque, convencionalmente, todo el mundo estuviera dispuesto a entenderlo así. Era una rama del judaismo del Segundo Templo tan legítima como podía resultar la de los fariseos, los saduceos o los sectarios de Qumrán. Por ello, como ya hemos visto, sus conceptos arrancaban de ese mismo judaismo del Segundo Templo sin excepción. Por ello, su apologética se basaba fundamentalmente en el Antiguo Testamento interpretado no tanto a la luz de Jesús como de ciertos pasajes que se consideraban identificados con éste.

En cuarto lugar, el judeo-cristianismo afincado en el Israel del siglo I, como su mismo nombre indica, era un movimiento de signo mesiánico. Debemos entender tal término conectado con una creencia firme en la centralidad del Mesías en su visión de la realidad (algo que compartía con casi todos los grupos judíos de su época), pero, a la vez, con la convicción de que el Mesías ya había venido. La certeza de que Jesús era el Mesías, así como de que había resucitado y volvería otra vez, constituía el núcleo central del pensamiento judeo-cristiano. Con ello, no dejaba de ser judío, como no perdieron tal cualidad ni el rabí Akiba al identificar a Bar-Kojba con el Mesías ni los miles de seguidores de Sabbatai Zevi en el siglo XVII o de otros falsos mesías a lo largo de la historia judía. Si acaso, tal creencia en un mesías —no digamos el intento de probar sus pretensiones en las Escrituras— definía al judeo-cristianismo como específicamente judío (y mesiánico).

Igualmente judío fue otro de los caracteres del movimiento ligado indisolublemente al mismo. Nos referimos a su enfoque apocalíptico. Tal calificativo presenta comúnmente una carga peyorativa, en parte porque el cristianismo posterior lo perdería en buena medida al convertirse en una religión del stablishment a partir del siglo IV y, en parte, porque tal punto de vista colisiona con otras visiones apocalípticas de tipo secular como pueden ser la marxista o la nacional-socialista. En estos últimos casos, más parece que la crítica emana de un rival que de un crítico.

Por otro lado —como ya señalamos en otra parte de nuestro estudio—, la visión apocalíptica dista mucho de poder ser identificada con algunas de las ideas vulgares que se identifican con la misma. No era, desde luego, una actitud escapista de la realidad. Por el contrario, constituía una alternativa, bien articulada y, muchas veces, profundamente realista, frente a los análisis de los contemporáneos. Bajo su prisma específico, resultaba claro no sólo que la sociedad presente era nuclearmente mala, sino que además los esfuerzos humanos por corregirla sólo podían resultar baldíos.

Más allá de parámetros sociales, económicos y políticos, el apocalíptico detectaba en el medio en que vivía un matiz espiritual que no sólo no resultaba indiferente sino que además era contemplado como esencial a la hora de comprender el entorno. Se podría decir, parafraseando a Chesterton, que mientras todos miraban en torno suyo buscando las raíces del problema, el apocalíptico era consciente de que las mismas se hallaban en el corazón del hombre. De ahí que el apocalipticismo propio del judeo-cristianismo del siglo I —y en esto, una vez más, no se distinguía de otras visiones judías de la época— viniera ligado a una vivencia muy intensa del presente, caracterizada por una fuerte carga ética, que tenía manifestaciones evidentemente prácticas como podía ser el pacifismo, la ayuda a los necesitados o la práctica de la veracidad. Se había iniciado una Nueva época y, precisamente por ello, sólo cabía vivirla de una manera acorde con la misma. Al optar por tal solución, el judeo-cristianismo del siglo I puede ser colocado junto a movimientos cristianos posteriores (cuáqueros, hermanos moravos, hermanos checos, etc.) que esperaban una irrupción de Dios en la historia y, precisamente por ello, optaron no por huir de la misma, sino por vivir en ella con valores radicalmente distintos a los comunes.

Esta especificidad de valores aparece en dos de los aspectos en los que quizá pueda atribuirse al judeo-cristianismo una mayor originalidad, si bien la misma no resulta total. Me estoy refiriendo a su apertura a los gentiles y a su énfasis carismático. El hecho de estar abierto a los gentiles no carecía de precedentes en el judaismo del Segundo Templo. De hecho, cabe atribuir muchos de los conflictos entre judíos y judeo-cristianos que tuvieron lugar en la Diáspora, al menos en parte, a la circunstancia de que ambos colectivos competían por captar adeptos entre los mismos paganos. Lo específicamente original del judeo-cristianismo (y ello vino determinado por su creencia en una salvación por gracia apropiada a través de la fe en lugar de en virtud de las obras de la Ley de Dios) fue que permitió a los gentiles seguir siéndolo y, a la vez, obtener la salvación. No era necesario que los mismos se convirtieran en judíos para disfrutar de las bendiciones del Dios de Israel de manera plena. Bastaba con que aceptaran por fe a Jesús como Señor y salvador. Tal tesis se expandiría por Europa posteriormente gracias a los esfuerzos de Pablo y sus colaboradores (aunque no sólo de ellos, si juzgamos por las noticias contenidas en su carta a los Romanos), pero su origen hay que buscarlo en el judeo- cristianismo. Mediante tal acto —consagrado en el concilio de Jerusalén—, la fe en Jesús daba un paso definitivo para convertirse en una creencia universal. Sin duda, tal decisión podía apelar al universalismo de ciertos pasajes del Antiguo Testamento en busca de legitimación, pero no es menos cierto que se fundamentó asimismo en revelaciones carismáticas específicas (Hch. 10-11), un aspecto que nos permite pasar a la última característica ideológica del judeo-cristianismo: su visión pneumática o carismática.

 

El énfasis carismático carece, como ya vimos, de paralelos en el período. Pese a ello, caracterizó de tal manera al movimiento que vemos muestras del mismo todavía varios siglos después y no sólo en el judeo-cristianismo, sino también en el cristianismo gentil. Una vez más, el judeo-cristianismo no creaba nada. Se limitaba a afirmar —y no era pequeña la pretensión— que las profecías sobre el Espíritu Santo se habían hecho realidad entre sus miembros. La influencia que aquello tuvo en articular un colectivo más centrado en los dones espirituales que en una visión jerárquica resulta evidente, mientras que la inexistencia de un mecanismo para suceder o sustituir a los Doce a medida que morían es sólo una de sus manifestaciones. Resulta lógico que una visión tan claramente pneumática —que hacía de las curaciones y de las liberaciones demoníacas parte esencial de la misma— no haya podido ser comprendida cabalmente (menos aún, tolerada) por estructuras eclesiales más basadas en la jerarquía que en el carisma espiritual. Ya durante el siglo II asistimos a un control creciente del profeta por parte de los obispos (prácticamente hasta eliminarlo como ministerio específico dentro del cristianismo), y antes del siglo IV también la práctica de reprender demonios habrá sido reservada a un sector concreto de la institución eclesial. Quizás el Espíritu Santo no había quedado totalmente encerrado por las nuevas estructuras eclesiales, pero, ciertamente, gozaba de mucha menos libertad.

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