El término «Espíritu» o «Espíritu Santo» tal como aparece en el judeo-cristianismo no es sólo una manera de referirse a un ser personal que actúa en medio de la comunidad de los discípulos. El Espíritu Santo, en realidad, viene a ser el mismo Dios, tal como se desprende de las descripciones que encontramos en las fuentes. Así, el que miente al Espíritu Santo miente a Dios (Hch. 5, 3-9), el que resiste al Espíritu resiste a Dios (Hch. 7, 51) y, en varias ocasiones, se tiene la sensación de que el término puede ser sustituido sin más por el de Dios (Hch. 10, 19; 11, 12). En Jn. (14-16), el Espíritu aparece también como un ser salido del Padre (como el Hijo salió de Dios) y es descrito en términos que podríamos calificar de hipostáticos.
Estas mismas ideas están presentes asimismo en el judeo- cristianismo de la Diáspora. En Heb. (3, 27; 10, 15), el término es utilizado para referirse al YHVH que se reveló en el Antiguo Testamento. Esto mismo puede encontrarse en los escritos petrinos (1 Pe. 1, 10-2; 2 Pe. 1, 21), donde incluso se le asocia con el Cristo preexistente. En cuanto al paulinismo, contempla la misma idea en repetidas ocasiones (2 Cor. 3, 17; 1 Cor. 3, 16 y 19 con 3, 17 y 2 Cor. 6, 16, etc.).
La nueva era iniciada en Pentecostés no sólo implicaba una actuación de Dios, sino la misma presencia de Dios en medio de los judeo-cristianos y, como veremos en el apartado siguiente, eso tenía como consecuencia manifestaciones muy concretas.
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