A la conciencia de hallarse frente a manifestaciones divinas contribuyó, sin duda, no sólo una lectura del Antiguo Testamento que, fundamentalmente, repetía los conceptos contenidos en el mismo sobre el Espíritu Santo, sino también, y esto de forma muy fundamental, toda una serie de manifestaciones espirituales que se asociaron con la acción del Espíritu Santo y que confirmaron a los judeo-cristianos afincados en Israel en su visión del mismo, si es que no provocaron directamente su creación y progresiva articulación.
1. Glosolalia
La primera de estas manifestaciones pneumáticas es la conocida como «glosolalia» o hablar en lenguas. La misma consistía en un estado de entusiasmo espiritual cuya manifestación primordial era la de comenzar a emitir sonidos que eran interpretados como mensajes espirituales pronunciados en lenguas diversas. El fenómeno —que tiene paralelos en otros movimientos espirituales y épocas—[1] aparece vinculado en las fuentes a la experiencia de Pentecostés (Hch. 2, 3 y ss.). Entonces ya provocó burlas entre los oyentes que se mofaron del hecho motejándolo de balbuceos de borrachos (Hch. 2, 13). Otros, por el contrario, parecen haberse sentido profundamente impresionados por el fenómeno (Hch. 2, 5 y ss.). Éste se repitió, según las fuentes, con frecuencia. De hecho, a juzgar por Hch. 19, 6 podía ir acompañado de un mensaje profético, algo que resulta ya patente en los escritos paulinos (1 Cor. 12 y 14).
No nos consta, empero, que, a diferencia de lo acontecido en la comunidad paulina de Corinto, esta actividad produjera problemas en el seno del judeo-cristianismo. Esto quizá se debió al peso de los dirigentes de las comunidades (que, al menos, inicialmente, habían vivido con Jesús) y posiblemente también a su carga ética, que los llevaba a rechazar mensajes que no encajaran con ciertos parámetros.
Al comenzar a asentarse la nueva fe en territorio gentil, el panorama parece haber sufrido una transformación radical. Pablo conocía las lenguas (Hch. 19, 6; 1 Cor. 12, 10 y 28; 13, 1 y 8; 14, 2- 39), pero en Corinto, al menos, le ocasionaron serios problemas pastorales al no ir acompañadas ni de una seriedad ética (1 Cor. 13, 1), ni de un discernimiento que determinara el poder espiritual que las inspiraba. Aunque el apóstol insistió en que no debía impedirse aquella actividad en el seno de la comunidad (1 Cor. 14, 39), lo cierto es que la limitó considerablemente exigiendo, entre otras cosas, una interpretación del mensaje comunicado a través de las lenguas.
Un fenómeno similar posiblemente es el recogido en 1 Jn. 4, 1 y ss., aunque aquí no es posible discernir totalmente si nos hallamos ante una manifestación glosolálica o profética, por más que ambas solían ir unidas a menudo. Dado que el trasfondo de las cartas de Juan es, muy posiblemente, Asia Menor, nos encontraríamos aquí con una situación similar a la de Pablo en Corinto: el poder espiritual que se manifestaba a través de la glosolalia podía no proceder de Dios, en cuyo caso había de ser rechazado.[1] Tal posibilidad, hasta donde sabemos, no se produjo en el primitivo judeo- cristianismo afincado en la tierra de Israel.
2. Profecía[1]
Otro de los fenómenos espirituales que el judeo-cristianismo asoció con la presencia y la actividad del Espíritu Santo fue la profecía. Al igual que sucede con la glosolalia, es ésta una manifestación que no se ha limitado exactamente a este período histórico, sino que cuenta con multitud de paralelos en distintos marcos culturales y religiosos. Su peso en el judeo-cristianismo asentado en Israel debió de ser muy considerable. Dado que existía la idea de que habían irrumpido los últimos tiempos escatológicos (Jl. 3 y Hch. 2), el ejercicio de la misma fue muy amplio y, posiblemente, debió de animarse a la gente a buscar libremente tal tipo de manifestaciones. Aquello, por otro lado, implicaba un fuerte contraste con un judaísmo, que descartaba en esos momentos tal posibilidad.
Miembros de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, establecidos luego en otros lugares, experimentaron este fenómeno profético (Hch. 21, 9) y hay datos que apuntan a que el peso específico (si es que no el número) de los profetas en la comunidad de Jerusalén debía de ser relativamente relevante y que, incluso, desarrollaban un ministerio semi-itinerante en comunidades hermanas (Hch. 11, 27 y ss.). Tenemos noticias de que este tipo de manifestaciones siguieron dándose durante la década de los años 40 (Hch. 15, 27-32), de los 50 (Hch. 21, 10 y ss.) y de los 60 (Eusebio, HE III, V, 4 y ss.). Según la fecha en que datemos la Didajé, podemos ver que el fenómeno se perpetuó incluso posteriormente, aunque ya se aprecian abusos en el mismo (Didajé 9, 7; 11, 3-12; 13, 1-7; 15, 1-2).
El papel de la profecía fue, según las fuentes, muy relevante. Revelaciones de tipo profético provocaron la toma de acciones concretas incluso en la Diáspora (Hch. 11, 28-30; 15, 32). Del mismo modo, y tal como narra Eusebio (HE III, V, 4 y ss.), fue un oráculo profético también el que llevó a los judeo-cristianos de Jerusalén a huir de la ciudad y a refugiarse en Pella durante la guerra contra Roma, una tradición cuya historicidad no se puede discutir.
El autor de Apocalipsis (cuyo mensaje manifiesta la pretensión de ser aceptado por diversas iglesias) se inscribe, desde luego, en esa misma categoría de profetas (Ap. 1, 1-3; 22, 9) y ve a los mismos como parte fundamental de la comunidad (11, 18; 16, 6; 18, 20 y 24; 22, 9), hasta el punto de que Dios es definido como el Dios de los espíritus de los profetas (22, 6). Los mensajes entregados a las iglesias de Asia Menor que figuran en los capítulos 1-3 posiblemente recogen oráculos proféticos del estilo de los transmitidos por aquellos que eran objeto de este tipo de manifestaciones espirituales. Con todo, el autor del libro era consciente de que podía darse un fenómeno de profecía que no procediera de Dios y que, presentándose como tal, causara un daño considerable en las congregaciones (Ap. 2, 20).
En la Diáspora, el papel de los profetas debió de ser durante bastante tiempo muy importante. Pablo, al igual que los judeo-cristianos de Israel, consideró que tal manifestación era un carisma del Espíritu (1 Cor. 12, 28; 14, 29 y ss.) de especial valor, tanto que hubiera sido deseable que todos los creyentes lo hubieran disfrutado (1 Cor. 14, 1 y 39). En Ef. 2, 20 habla todavía de una Iglesia fundada sobre apóstoles y profetas (a nuestro juicio, un argumento nada despreciable en favor de la antigüedad del escrito y de su autoridad paulina), aunque era consciente de que se necesitaba ejercer un criterio de discernimiento sobre el fenómeno, como pasaba en relación con la glosolalia (1 Cor. 14, 29 y ss.). Experiencias como la que Lucas conecta con la estancia del apóstol en Filipos y que tuvo que ver con una médium que ejercía la adivinación (Hch. 16, 16 y ss.) pudieron llevarle, a la conclusión de que no toda manifestación profética era legítima ni podía ser aceptada en el seno de la comunidad.
Una vez más, las fuentes no nos dejan constancia de que ese tipo de problema se produjera en relación con este fenómeno en suelo de Israel, pero sí resulta evidente que fue en éste donde tuvo su origen y donde se mantuvo vigente durante, al menos, varias décadas.
3. Curaciones o sanidades[1]
Otro fenómeno que debió de afianzar más a los judeo-cristianos en su impresión de estar viviendo en una auténtica era del Espíritu fue el de las sanidades o curaciones. Los relatos de las mismas abundan en las fuentes judeo-cristianas (Hch. 3, 9, 32-5; 9, 36-43, etc.). A juzgar por lo señalado en Sant. 5, 14 y ss., era práctica habitual ungir a los enfermos con aceite a la espera de que tal acto, unido a la fe y a la oración, tuviera como resultado la curación.
La «laminilla del óleo de la fe» testifica, desde luego, que la práctica se mantuvo durante décadas y que obtenía resultados. A juzgar, por supuesto, por la oración reproducida en Hch. 4, 30, la comunidad suplicaba a Dios la concesión de curaciones en el nombre de Jesús, consciente de que tales hechos provocarían un impacto considerable en las personas a las que deseaban ganar para la nueva fe.
El fenómeno fue conocido también por el cristianismo paulino, ya que Pablo encuadra las curaciones entre las manifestaciones del Espíritu Santo (1 Cor. 12, 9, 28 y 30). Muy posiblemente, el texto de 2 Cor. 12, 12 implica una autoatribución de este tipo de fenómenos, lo que resultaría inverosímil (sobre todo dada la tirantez de la carta) si no se sustentara en algún hecho concreto, similar a los referidos en la segunda parte de los Hechos (28, 8, etc.).
Aun aceptando la dificultad de abordar este tema, no se puede caer en el reduccionismo de rechazar como meramente legendario todo lo que las fuentes nos dicen al respecto ni tampoco aceptar el riesgo de equipararlo sin más con los relatos rabínicos y helénicos de milagros. El estudio de L. Sabourin sobre el tema[1] puso ya en su día de manifiesto que «ninguno de los hechos maravillosos de la documentación helenística y rabínica presenta una garantía suficiente de autenticidad para que se puedan reconocer en él los rasgos de un solo milagro verdadero», que los relatos de milagros atribuidos a rabinos no surgen hasta un siglo después de los relacionados con Jesús y que los atribuidos a éste poseen un carácter único de historicidad.[1]
Aun cuando no se acepte una afirmación tan categórica como la de Sabourin, no puede obviarse el hecho de que las fuentes rabínicas no sólo no negaron, sino que aceptaron el hecho de que Jesús, un claro enemigo, obraba milagros aunque, lógicamente, los atribuyeron a hechicería (Tos. Shab. 11, 15; 104b; Tos. Sanh. 10, 11). Tal afirmación se hizo extensible a sus seguidores. Todavía en el siglo III, los rabinos consideraban tan posible que los judeo-cristianos que vivían en la tierra de Israel realizaran curaciones invocando el nombre de Jesús que guardaron testimonio de algunas de ellas y, lo que no resulta extraño, prohibieron de forma tajante recurrir a ellas porque resultaba preferible vivir sólo una hora a ser sanado de esa manera (Tos. Jul. 2, 22-3; TalPal Shab. 14d; Tai- Pal Av. Zar. 40d-41a; Av. Zar 27b; Midrash Qoh Rabbah 1, 8; TalPal Shab. 14 d; Midrash Qoh. R., 10, 5; TalPal. Sanh. 25d).[1]
Hechos semejantes resultaban inaceptables por venir de herejes considerados peligrosos, pero, a diferencia de los juicios emitidos sobre las interpretaciones bíblicas de los judeo-cristianos, jamás se cuestionó su veracidad. Precisamente porque las cuestiones eran reales y se conocían testimonios, lo mejor era recurrir a la prohibición de acudir a ellos. Si esto sucedía en plena decadencia del movimiento, ya apartado de manera definitiva de la sinagoga y condenado de manera codificada, podemos imaginamos el poder de atracción que debió de desempeñar en una época en que todavía podía abarcar con su poder de sugestión a sus compatriotas y añadir a estos hechos no sólo una poderosa vitalidad, sino también el empuje de algunos de sus dirigentes y el testimonio de varios centenares de personas que afirmaban haber visto con sus propios ojos a Jesús resucitado (1 Cor. 15, 3-8). Tampoco es extraño que estos componentes se sintieran inmersos en una era marcada por la presencia del Espíritu.
4. Otras manifestaciones
Aparte de los fenómenos señalados, las fuentes hacen referencia a otro tipo de manifestaciones que fueron recibidas por la comunidad judeo-cristiana como procedentes del Espíritu Santo aunque, al parecer, no resultaron tan frecuentes como las anteriores. La primera es la visión extática. El libro de los Hch. contiene el relato de dos de estas visiones (7, 55 y ss.; 10-11). La primera de ellas está referida al linchamiento de Esteban y la segunda a Pedro y el problema de la entrada de los gentiles en la comunidad.
Que ambas recogen sucesos históricos es, a nuestro juicio, difícil de poner en duda.[1] En el caso de Esteban, Lucas está utilizando una fuente previa y, dado que en la misma aparece la expresión «Hijo del hombre» como título relacionado con Jesús por única vez fuera de los Evangelios, se obtiene la impresión de que debió de ser muy antigua y, posiblemente, en arameo. En relación con la visión de Pedro, el relato nos resulta mucho más interesante no sólo porque tiene también todos los visos de recoger un relato histórico, sino porque además nos deja de manifiesto la influencia que este tipo de manifestaciones tenía en el judeo-cristianismo asentado en Israel. Según se menciona, Pedro tuvo una visión en la que se le mostraba que no debían ponerse impedimentos para la entrada de gentiles en la comunidad. La coincidencia de este hecho con la llegada de unos hombres que deseaban establecer un contacto de este tipo desembocó finalmente en la conversión de un militar romano llamado Cornelio y de su familia.
Cuando Pedro tuvo que rendir cuentas de sus actos a la comunidad judeo-cristiana, la base de su argumentación residió en la visión del Espíritu (11, 12 y ss.) y el elemento de convicción definitivo se produjo al tener lugar otra manifestación pneumática, esta vez relacionada con la glosolalia (11, 15 y ss.). Cabe la posibilidad de que el problema de la entrada de los gentiles se hubiera planteado en el seno de la comunidad con anterioridad, si tenemos en cuenta que ésta ya había comenzado su expansión por Samaria (Hch. 8, 4 y ss.), pero, en cualquiera de los casos, la decisión final se tomó, al menos en parte, a impulsos de manifestaciones que los judeo-cristianos consideraron procedentes del Espíritu.
Que este tipo de experiencias eran relativamente frecuentes —incluso fuera del judeo-cristianismo— y que se pretendía otorgarles un peso decisorio específico (aunque no siempre con éxito), es algo que se desprende del caso de Pablo. En 2 Cor. 12 narra precisamente una visión extática, y de algo muy similar podría hablarse en relación con Gál. 1, 11 y ss. Son ambos fenómenos posiblemente paralelos a los descritos en Hch. 16, 6-7. Sin entrar a profundizar en la naturaleza de los mismos, no obstante, no puede negarse su veracidad, así como el impacto que produjeron en los que vivían aquellas experiencias. Tampoco podemos excluir la posibilidad de que las mismas marcaran rumbos de no pequeña relevancia posterior, como fue el caso de la apertura prepaulina a los gentiles o el impulso para alguno de los viajes misioneros de Pablo.
Finalmente, existió otro tipo de manifestación de este signo que sólo se produjo en los primeros tiempos del movimiento, pero que tuvo una decisiva influencia en la configuración del mismo y, muy posiblemente, en evitar su desintegración tras la muerte de Jesús. Nos estamos refiriendo al fenómeno de las apariciones de aquél como resucitado. Aludimos a esta problemática al tratar el tema del pensamiento escatológico de los judeo- cristianos, y ya podemos adelantar que, desde nuestro punto de vista, no puede negarse que existió una convicción de su realidad y que la experiencia se extendió, según una tradición muy antigua, a varios centenares de personas (1 Cor. 15, 6), de las cuales muchas vivían todavía a mediados de la década de los 50. En dos casos muy significativos por su influencia posterior, los de Pablo y Santiago, el hermano de Jesús, tal experiencia provocó incluso una conversión a la fe en Jesús (1 Cor. 15, 7-8), aunque existía con anterioridad una clara animadversión, cuando menos profunda incredulidad, en relación con él (Jn. 7, 5; Hch. 8).
Del examen de este tipo de experiencias —que en no poca medida debieron de marcar también la articulación de una concepción determinada sobre el Espíritu Santo en cuanto tal— se desprende que la creencia en el mismo revistió una importancia que muy difícilmente puede exagerarse en el seno del judeo- cristianismo. Factor indiscutible en el afianzamiento de esta fe lo constituyó la manifestación de una serie de fenómenos que se relacionaron con ella y entre los que se pueden señalar la glosolalia, las profecías, las curaciones y las visiones. Que los mismos se consideraron como parte integrante de la dinámica del colectivo puede desprenderse de la forma en que se extendieron por áreas como las del judeo-cristianismo de la Diáspora y el paulinismo . Que disfrutaron de una enorme importancia puede deducirse de la manera en que influyeron en la toma de decisiones trascendentes para el futuro del colectivo, así como en la articulación de una especie de corpus especial al que se conoce como «profetas». Se mire como se mire, no cabe duda de que la experiencia espiritual de aquellos primeros cristianos se parecía poco o nada a la de ciertas confesiones que se presentan como cristianas y cuyas señas de identidad son radicalmente distintas a las que vemos en aquellos seguidores de Jesús. Pero antes de seguir con este análisis, vamos a examinar la visión que la comunidad judeo-cristiana tenía sobre la forma de recibir el Espíritu Santo.
CONTINUARÁ