Como vimos en el apartado anterior, la acción del Espíritu Santo era considerada de enorme relevancia en el seno del judeo-cristianismo. El hecho de que además se asociara con fenómenos como los descritos, sin duda, acentuaba esos aspectos. Pero no parece que fueran concebidos como exclusivos de una élite (salvo, quizá, el caso de los profetas), sino más bien como una posibilidad abierta a todos los que se volvieran hacia Jesús. Si en el pasado, el Espíritu Santo había quedado reservado a personajes de relevancia, el judeo-cristianismo proclamaba la posibilidad de acceder a ese estado especial a todo ser humano prescindiendo de su edad, sexo o estado social. Pero, abierto en su llamado, el judeo-cristianismo se manifestó totalmente exclusivista en su visión acerca de quién podría recibir las bendiciones del Espíritu.
De hecho, el discurso petrino de Hch. 2 señala que la recepción del Espíritu Santo se otorgaba a todos aquellos que reconocían su pecado y se volvían («convertían») a Jesús en busca de perdón (Hch. 2, 38-9). En otras palabras, el Espíritu Santo sólo se manifestaría en el futuro en aquellos que estuvieran dispuestos a reconocer en Jesús al «único Nombre bajo el cielo», en virtud del cual se podía obtener la salvación (Hch. 4, 11-2).
Ocasionalmente, tal recepción aparece vinculada con la imposición de manos (Hch. 8, 14 y ss.), pero lo cierto es que no existe base para pensar que aquélla implicaba una ceremonia especial o algún tipo de rito iniciático. De hecho, la sustentación de una creencia similar fue rechazada específicamente por Pedro (Hch. 8, 18 y ss.). Por otro lado, hay testimonios de que en algunas ocasiones las manifestaciones pneumatológicas resultaron totalmente inesperadas y que incluso parecen haber sorprendido a alguno de los apóstoles por lo inesperadas (Hch. 10, 44 y ss.; 11, 15 y ss.) y lo desconectadas de aspectos como podrían ser la recepción del bautismo. Lo que abría a la persona común el camino para llenarse de aquella experiencia que no era algo diferente de la fe en Jesús y en su misión salvífíca reivindicada por su resurrección.
Por supuesto, esa adhesión primera exigía una perseverancia posterior (Sant. 4, 5 y ss.), hasta el punto de que vivir como Jesús era la marca clara de estar en posesión del Espíritu (Ap. 19, 10), pero salvo esa voluntad —simbolizada por el bautismo— de entrar en la nueva era escatológica unido a Jesús y de adoptar una forma de vida acorde no parece que se creyera necesario nada más. Al contrario de lo sostenido en otros marcos religiosos —incluyendo algunos desarrollos posteriores del cristianismo—, el verse inmerso en la divinidad sólo requería entregarse a la misma con la voluntad de tener una vida nueva en la Nueva era ya comenzada.
El paulinismo conectaba la recepción del Espíritu Santo no con la práctica de ciertos ritos o con la realización de determinados actos sino con haber depositado la fe en Jesús (Gál. 3, 2 y ss.). En todos los casos, la experiencia pneumática —cuyo origen se hallaba obviamente en el judeo-cristianismo asentado en Israel— se consideraba ligada indisolublemente a la vivencia de fe y era uno de sus motores principales.
La pneumatología del judeo-cristianismo ha llamado hasta la fecha escasamente la atención de los historiadores. Sin embargo, constituye, a nuestro juicio, uno de los elementos decisivos de análisis a la hora de comprender cabalmente el armazón ideológico del movimiento y, precisamente por ello, su actitud ante circunstancias históricas concretas. El judeo-cristianismo había surgido, en buena medida, de la absoluta convicción de que Jesús, el vergonzosa e injustamente ejecutado, había resucitado y de que tal hecho, respaldado por diversas apariciones, marcaba un punto de inflexión en la historia.
La experiencia de masas de Pentecostés, a la que se asoció con la profecía de Joel 3 donde se hablaba de un derramamiento universal del Espíritu Santo, significó el punto de partida de una perspectiva vital que consideraba iniciados los últimos tiempos y que esperaba, como consecuencia lógica de ello, una actividad pneumática sin precedentes. La profecía, silenciada en Israel prácticamente desde Malaquías a Juan el Bautista, comenzó a desempeñar un papel de clara importancia en la comunidad, hasta el punto de que pronto tenemos noticia de una «clase» de profetas y sabemos que sus revelaciones pesaron considerablemente en los destinos de la comunidad.
Pero las manifestaciones pneumáticas resultaron mucho más amplias. Se produjeron fenómenos como la glosolalia, las visiones y las curaciones. Estos últimos incluso eran lo suficientemente claras todavía en el siglo III como para impulsar a los rabinos a prohibir tajantemente —porque no negaban su veracidad— las curaciones realizadas en el nombre de Jesús y como para que los cristianos gentiles las siguieran utilizando como argumento apologético. En el siglo I, Santiago consideraba que lo normal era que se produjeran de forma habitual y en tal sentido había instruido a sus hermanos en la fe.
Aquella visión no quedó limitada al judeo-cristianismo afincado en Israel. Por el contrario, se consideraba que formaba parte tan esencial del mensaje que las fuentes contienen referencias a manifestaciones similares en el judeo-cristianismo de la Diáspora y el cristianismo paulino. En este último, los escritos del apóstol se refieren a este tipo de fenómenos generalmente de forma autobiográfica y se hace frecuente referencia incluso a la forma en que fueron presenciados por los destinatarios de las epístolas.
Los efectos de tal visión resultaron de enorme relevancia. En primer lugar, se produjo un rechazo ante la idea de identificarse con ciertos sectores del pueblo judío, precisamente los que habían empujado a Pilato a ordenar la ejecución de Jesús (circunstancia esta, no obstante, que, posiblemente, se hubiera dado igualmente sin este tipo de manifestaciones). Por otra parte, sin embargo, también se contempló como inaceptable la asunción de la tesis de un cambio violento de la sociedad injusta que los rodeaba. Santiago, inmerso en una situación que se deterioraba de manera creciente, contemplaba el panorama social, ordenaba a sus correligionarios que esperasen en Dios, que tomasen como ejemplo al Jesús no resistente y que se centrasen en una vida que girase en tomo a manifestaciones espirituales entre las que destacaban las curaciones milagrosas (Sant. 5, 7-20). Esta actitud la hallamos tanto en el judeo-cristianismo de la Diáspora (1 Pe. 2, 13-14 y 4, 1-11) como en Pablo (Rom. 13, 1 y ss.).
Como veremos en el capítulo siguiente, ni siquiera el autor de Apocalipsis —que veía las fuerzas demoníacas que actuaban tras la Roma imperial o la Jerusalén apóstata en la que había sido crucificado el Señor— se atrevió a poner su confianza en otra cosa que en la venida de Jesús como Rey de Reyes y Señor de Señores. Desde su punto de vista, los que creían en Jesús poseían la clave para comprender la Historia y sabían que en ella se manifestaba poderosamente el Espíritu Santo para todos aquellos que se volvían hacia Jesús. No sólo eso. Eran testigos de que aquél actuaba de manera continuada en medio de personas que, antes de su unión al colectivo, nunca hubieran podido pensar en tal posibilidad. Visto el entorno con esta perspectiva, todo lo que se saliera de esta vivencia concreta carecía de importancia.
Como ya vimos, los judeo-cristianos no fueron los únicos en verse impulsados hacia una visión predominantemente religiosa que excluía la violencia en el seno del judaísmo. Pero sí parece que lo fueron en cuanto a sustentar tal actitud no sobre razones de tipo práctico o realista, sino sobre una experiencia pneumática. Centrados en ella, fortalecidos por ella, en busca de ella y esperanzados a causa de ella, vivían en un estado espiritual que los situaba en otra dimensión. Puede que para muchos investigadores —cristianos incluidos— tales perspectivas tengan que ser calificadas de alienantes. Pero eso implica emitir un juicio de valor «metahistórico» que no llega a entender la situación histórica en su contexto real y que, al mismo tiempo, impide calibrar correctamente una vivencia histórica concreta en sus justos parámetros.[1]
Lo que resulta indiscutible históricamente no es el carácter positivo o negativo de la vivencia, sino el hecho de que muchas personas, al enfrentarse con ella, debieron escoger entre las diferentes sectas judías —y éstas incluyeron en el momento de la guerra con Roma también a los zelotes— o una forma de judaísmo que confesaba que el Mesías ya había llegado y que buena prueba de ello eran las manifestaciones del Espíritu Santo que se daban en su seno. Aquellos hijos de Israel, en un momento histórico decisivo para la Historia de su pueblo, convencidos de la presencia del mismo Dios en medio de ellos y de la veracidad de su manifestación, optaron por la segunda alternativa.
CONTINUARÁ