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Lunes, 25 de Noviembre de 2024

El martirio de Santiago

Domingo, 16 de Agosto de 2015
EL GOBIERNO DE SANTIAGO SOBRE LA COMUNIDAD JEROSILIMITANA TRAS EL CONCILIO DE JERUSALÉN (c. 50 A 62 d. J.C.) (III):

Prácticamente nada sabemos de lo acontecido con los judeo-cristianos de Israel desde el incidente relacionado con Pablo (primavera del 57) hasta el año 62 d. J.C. Esta última fecha resultaría sombría en la historia del movimiento. Aquel año, el procurador Festo falleció de manera repentina estando todavía en el ejercicio de su función. Aquel vacío de poder fue aprovechado por el sumo sacerdote Anano (Annás) para atacar de manera directa a los judeo-cristianos. Las razones no son difíciles de imaginar. En buena medida, el judeo-cristianismo constituía una oposición difícil de abatir por medios indirectos. Por un lado, abominaba de las soluciones violentas, lo que dificultaba la posibilidad de calificarlos como «bandoleros» —la conducta que se estaba siguiendo con los zelotes— y encomendar su exterminio físico al ocupante romano. Por otro, y basta leer la carta de Santiago para percatarse de ello, sus ataques directos a una clase que, no en todo pero sí en parte, podía identificarse con el alto clero, contribuían a ver al movimiento como un claro enemigo al que debía eliminarse de la misma manera que se había hecho con su fundador e inspirador.

Anano convocó un concilio de jueces y ordenó comparecer ante el mismo a Santiago, el hermano de Jesús, llamado «Mesías», y a algunos otros. En lo que podemos suponer que fue un simulacro de proceso, se les condenó a ser apedreados por haber quebrantado la ley (Ant. XX, 200). Podemos suponer asimismo que el veredicto estaba dado de antemano. ¿Cuál fue la acusación concreta que se formuló contra Santiago y los demás judeo-cristianos que fueron ejecutados con él? A juzgar por los datos que nos proporciona Josefo en relación con el pesar que tales muertes ocasionaron en muchos judíos, resulta difícil creer que haya existido realmente un quebrantamiento de la Torah por parte de Santiago y sus compañeros. Por otra parte, resulta inadmisible especular con la posibilidad de que Santiago y los demás fueran culpables —incluso acusados— de zelotismo. De haber sido ése el caso, Josefo nos hubiera transmitido una noticia menos favorable de los ejecutados y, por otra parte, los autores del simulacro de proceso no hubieran temido la llegada del procurador Albino como, efectivamente, sucedió. De hecho, Agripa II destituyó a Anano de su cargo (Ant. XX, 201-3) (por haber aplicado una pena de muerte cuando no tenía tal derecho legal) y buscó de nuevo colocar a los judíos en una posición que no resultara opuesta a la de Roma.

El relato de la muerte de Santiago, consignado en Josefo, no aparece en la fuente lucana, el libro de los Hechos, lo que es, a nuestro juicio, una de las pruebas de que la misma fue redactada en su forma final antes del 62 d. J.C. Sin embargo, nos ha llegado a través de otras fuentes que lo confirman, aunque añadiendo datos cuya veracidad no puede ser establecida de manera indubitable. Clemente de Alejandría (Hypotyposes VII. Véase también HE, II, 1, 5) señala que Santiago fue arrojado desde el pináculo del Templo y rematado, tras la caída, por el mazazo de un batanero. Tal relato puede ser un resumen del proporcionado por Hegesipo (HE, II, 23, 8-18) en el que se menciona una confrontación teológica entre Santiago y los «escribas y fariseos» de la que emergió vencedor el primero. Según Hegesipo, la respuesta favorable a Santiago por parte de la multitud habría provocado que sus adversarios comenzaran a apedrearlo, dándole el golpe de gracia un batanero con su maza. Lo cierto, sin embargo, es que las coincidencias entre el relato de Hegesipo y el de la muerte de Esteban son notables y podrían implicar que el fondo del primero es más hagiográfico que histórico.[1] Desde luego, la finalidad teológica de la fuente es clara porque Hegesipo hace depender la destrucción de Jerusalén de la muerte de Santiago.[2]

En cualquier caso, la desaparición de Santiago debió de ser un duro golpe para la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén. El personaje no sólo había sabido manejar con brillantez y resolución problemas como el relacionado con la cuestión de la admisión de los gentiles en la comunión de la fe, sino que además había sabido proporcionar una inspiración al movimiento que se apartaba de la solución violenta de los zelotes sin caer tampoco en el colaboracionismo explotador del alto clero. En momentos de especial crispación, había sabido mantener una visión de la realidad, pacífica y compasiva, que, de haber sido seguida en pleno por todo el pueblo judío (y muchos dentro del mismo abogaban por una similar), hubiera evitado el final de éste como nación y la destrucción de la Ciudad Santa y del Templo. Por ello, puede decirse que su desaparición se produjo quizá en el momento en que su presencia resultaba más necesaria tanto para el pueblo judío, en general, como para el judeo-cristianismo, en particular.

[1] Con todo, no deberían obviarse los juegos de palabras del relato de Hegesipo, que son incomprensibles sin proceder de una fuente semítica que, necesariamente, sería antigua.

[2] Véase Eusebio, HE II, 23, 18. Según Orígenes, Contra Celso I, 47, y Eusebio, HE II, 23. 30, Josefo habría sido de la misma opinión, pero no nos ha llegado tal afirmación en ninguno de los manuscritos que se conservan del historiador judío, y cómo llegaron a esa conclusión los dos Padres mencionados continúa siendo un enigma.

[iii] Eleazar es descrito en Guerra II, 409 como un joven que contribuyó al estallido del conflicto con Roma al convencer a los sacerdotes para que no realizaran los sacrificios en nombre del emperador y de la nación romana. Es dudoso que pueda identificársele con el Eleazar que fue sumo sacerdote con Grato; véase Ant. XVIII, 34.

[iv] Tácito atribuye el motivo de la demora a la espera de que hubiera vientos veraniegos que garantizaran la bonanza del viaje; véase Hist. IV, 81.

[v] Josefo, Guerra V, 1, 1-5; Tácito, Hist. V, 12. La noticia ha sido transmitida también en la literatura rabínica, véase bGit. 56a; Eccl. R. 7, 11.

[vi] Taa. 4, 6, presenta el cese del sacrificio perpetuo como uno de los cinco desastres acontecidos el 17 de Tammuz.

[vii] Las fuentes rabínicas difieren de Josefo en la datación de la toma del Templo. Taa. 4, 6 fija el día de la destrucción el 9 de Ab; bTaa. 29a, la retrocede incluso al 8 de Ab, quizá por hacerla coincidir con el momento en que Tito quemó las puertas.

[viii] Crónicas II, 30, 6-7. Sobre el mismo, véase H. W. Montefiore, «Sulpicius Severus and Titus’ Council of War», en Historia, 11, 1962, pp. 156 y ss.

[ix] Josefo, Guerra VI, 6, 1 y ss.; Suetonio, Tito V; Dión LXVI, 7, 2; Orosio , VII, 9, 6.

 

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