Bajo Albino (62-64 d. J.C.) y Floro (64-66 d. J.C.)
El período en funciones de Albino comenzó con gestos —recordemos la forma cómo influyó sobre Herodes para que destituyera como sumo sacerdote a Anano que había ejecutado a Santiago y a otros judeo-cristianos (Ant. XX, 197-203)— que hubieran hecho esperar una actitud tendente a restablecer la ley, el orden y la justicia en el territorio judío. Decidido a apoyarse en el sumo sacerdote, se dejó convencer por éste para poner en libertad a algunos sicarios a cambio de que los compañeros de éstos liberaran al secretario del general (o capitán del Templo) Eleazar.[iii] Tal acción, ciertamente benévola, se tradujo inmediatamente en un incremento de la violencia en una zona que padecía, a la vez, la pérdida de popularidad de Agripa II con ocasión de sus derroches en Berito (Beirut) (Ant. XX, 211 y ss.) y la constitución de bandas de matones al servicio del sumo sacerdote (Ant. XX, 213 y ss.). Supuestas medidas de magnanimidad como la de Albino de decretar la puesta en libertad de multitud de presos comunes en vísperas de la llegada de Floro sólo sirvieron para agravar la situación (Ant. XX, 215). Ésta aún se deterioró más al finalizar los trabajos de construcción del Templo que proporcionaban ocupación a más de dieciocho mil personas (Ant. XX, 219 y ss.).
Sin duda, es imposible saber si la tensión hubiera podido ceder de no haberse hecho cargo Floro del gobierno en aquellos momentos, pero el mismo Tácito reconoce que la paciencia de los judíos duró hasta que Gesio Floro fue procurador (Hist. V, 10). Venal y codicioso, permitió a los bandidos realizar sus correrías sin ningún tipo de obstáculos siempre que aceptaran dividir el producto de sus rapiñas con él (Guerra II, 14, 2; Ant. XX, 11, 1). Poco podía dudarse que, inmerso en un clima de desafuero semejante, Israel se deslizaba hacia el desastre.
La guerra con Roma (66 a 73-74 d. J.C.)
La rebelión contra Roma dio comienzo con un acto no más grave que otros anteriores (como, por ejemplo, el intento de Calígula de colocar su estatua en el Templo), pero que tuvo lugar en un contexto religioso, social y económico especialmente tenso. Floro se había apoderado de diecisiete talentos procedentes del tesoro del Templo. Semejante expolio no sólo añadió crispación al momento, sino que, paradójicamente, provocó las burlas de algunos judíos contra Roma. En respuesta, Floro marchó a Jerusalén con la intención de entregar al saqueo una parte de la ciudad. El 16 de Artemisión (Iyyar, abril-mayo) del 66 d. J.C. (Guerra II, 15, 2), muchos de los habitantes de Jerusalén —incluyendo algunos caballeros romanos de estirpe judía— fueron capturados, azotados y crucificados. Se iniciaba así una espiral que llevó a las pocas horas a los judíos a apoderarse del monte del Templo y cortar las comunicaciones entre éste y la fortaleza Antonia. Mientras fracasaban los intentos de Agripa —que regresó apresuradamente de Alejandría— por restaurar la paz (Guerra II, 16, 1-5), los sublevados tomaban Masada y procedieron a la interrupción del sacrificio diario por el emperador, a la vez que decidían no aceptar ninguna ofrenda procedente de los gentiles. La decisión implicaba, en la práctica, una declaración formal de guerra contra Roma (Guerra II, 17, 2-4).
En apenas unos días, los rebeldes sumaron a la sublevación nacionalista la revolución. Así, incendiaron los palacios del sumo sacerdote, y de Agripa y Berenice (Guerra II, 17, 4-6), se apoderaron de la fortaleza Antonia y sitiaron el palacio superior (el de Herodes). El 7 de Gorpieo (Elul: agosto-septiembre) el sumo sacerdote Ananías fue capturado y asesinado (Guerra II, 17, 9). El gobernador de Siria, Cestio Galo, decidió marchar contra Jerusalén, pero el resultado fue muy diferente de lo esperado. La ciudad, en contra de lo previsto, resistió frente al ataque de las legiones y el romano optó por una retirada que se revelaría calamitosa para su ejército (Guerra II, 19, 5 y ss.). Mientras tanto una asamblea popular procedía a elegir los mandos provinciales.
Roma no estaba dispuesta a dejar sin castigo aquel revés humillante y pronto el mando de la guerra fue encomendado a Vespasiano , que no perdió tiempo a la hora de entrar en acción. La rendición a petición propia de Séforis permitió a los romanos controlar un enclave esencial (Guerra II, 2, 4). Cuando tuvo lugar una victoria romana cerca de Garis (Vida LXXI), Galilea cayó ante las legiones como una fruta madura. Tiberiades, Tariquea, Gamala (Guerra IV, 1, 8) y Giscala fueron ocupadas una tras otra por los romanos de forma tal que, a finales del año 67 d. J.C., todo el norte del territorio de Israel se había perdido para los rebeldes.
Mientras tanto Jerusalén era el escenario de una «guerra dentro de la guerra», esta vez entre los revolucionarios zelotes y sus enemigos. El triunfo de los primeros capitaneados por Juan de Giscala tuvo, entre otras consecuencias, el asesinato de buen número de notables (Guerra IV, 3, 4-5) y la elección por sorteo de un nuevo sacerdote de origen popular (un tal Fanías, o Fani, Fanaso o Pinjás) (Guerra IV, 3, 6-8). La llegada de los idumeos a Jerusalén, a instancias del partido zelote, desató —aún más, si cabe— el terror revolucionario (Guerra IV, 5, 1 y ss.). Se dio muerte a los no afectos a los zelotes aunque se tratara de sumos sacerdotes (como fue él caso de Anano y Jesús) o hubieran sido absueltos en un proceso previo (como aconteció con Zacarías ben Baruc).
Los generales de Vespasiano pensaban que aquél era el momento adecuado para atacar la ciudad, pero él prefirió hacerse antes (mediados del 68 d. J.C.) con el control de enclaves como Perea (Guerra IV, 7, 4-6), Antipatris, Lidia, Jamnia, Siquem y Jericó. Cuando finalmente iba a lanzarse sobre Jerusalén sucedió algo que no sólo cambió sus planes, sino también la Historia de Roma.
El 9 de junio del 68 d. J. C, tuvo lugar el suicidio de Nerón, pero cuando llegó la noticia hasta Vespasiano, que se encontraba dispuesto para asaltar Jerusalén, optó el general por detener el curso de las operaciones. Finalmente, cuando supo, en el invierno del 68-69, que Galba era el nuevo emperador, envió a su hijo Tito a Roma para rendirle homenaje y recibir órdenes.
Al llegar Tito a Corinto, supo del asesinato de Galba (15 de enero del 69 d. J.C.) y decidió regresar junto a su padre. Para entonces, Vespasiano se había visto obligado a reiniciar las operaciones, esta vez contra una banda de zelotes que, capitaneada por Simón Bar Giora, combatía en Galilea (Guerra IV, 9, 3-8). En una notable sucesión de acciones militares, Vespasiano sometió Gofna, Acra- bata, Betel y Efraim, marchando a continuación contra Jerusalén. Con la excepción de esta ciudad —el tribuno Cereal había conquistado en el ínterin la rebelde Hebrón— sólo Herodio, Masada y Maqueronte escapaban todavía del dominio romano.
A esas alturas, un nuevo cambio se había producido en lo referente a la persona que regía los destinos de Roma. Vitelio era ahora el nuevo emperador, pero no iba a ser el suyo un gobierno prolongado. De hecho, el encargado hasta ese momento de sofocar la rebelión judía estaba llamado a sucederlo. Aunque no hay coincidencia en las fuentes sobre qué legiones proclamaron primero emperador a Vespasiano —según Tácito (Hist. II, 79-91) y Suetonio (Vespasiano VI) fueron las egipcias; según Josefo sus propias legiones (Guerra IV, 10, 2-6)— ni tampoco acerca de cuándo tuvo lugar tal hecho —Tácito indica quintum Nonas Iulias y Suetonio Idus Iul— lo cierto es que el general romano se vio convertido, merced al apoyo del ejército, en nuevo emperador de Roma, ciudad a la que llegó en la segunda mitad del 70 d. J.C.[iv] Sobre su hijo Tito iba a recaer ahora la responsabilidad de proceder a la toma de Jerusalén (Guerra IV, 11, 5).
La ciudad se encontraba en aquellos momentos dividida en tres zonas controladas por otros tantos partidos enfrentados sañudamente entre sí. En su irresponsable odio, habían llegado incluso a destruir los almacenes de grano de la ciudad para impedir que cayeran en manos de fuerzas rivales.[v]Tito llegó ante Jerusalén unos días antes de la Pascua del 70 d. J.C. y pudo comprobar enseguida que el enclave ofrecería una encarnizada resistencia. De hecho, la llegada del enemigo produjo como reacción inmediata la unión de las fuerzas zelotes.
Dos semanas les costó a los romanos conseguir penetrar en la ciudad. El 7 de Artemisión (Iyyar, abril-mayo) controlaban todo el primer recinto amurallado y nueve días después el segundo (Guerra V, 7 y ss.). En esos momentos, Tito, valiéndose de Josefo, ofreció a los zelotes la posibilidad de capitular (Guerra V, 9, 3 y ss.). Sin embargo, cuando los judíos rechazaron la oferta de rendición, Tito radicalizó la severidad del asedio. En adelante, todo el que cayera en manos romanas sería o crucificado a la vista de los habitantes de Jerusalén o devuelto a la ciudad con los miembros mutilados (Guerra V, 10, 2-5). A tan horrenda perspectiva, se unió el espectro terrible del hambre. Tito rodeó Jerusalén con un muro de piedra —¡en tan sólo tres días!— y apostó guardianes destinados a impedir las fugas (Guerra V, 12, 1-32).
El 17 de Panemo, los judíos tuvieron que suspender los sacrificios de la mañana y de la tarde, que se habían venido celebrando hasta entonces. Aquello debió de significar un severo mazazo sobre la moral de los asediados[vi] y Tito quiso aprovecharlo volviendo a ofrecer la capitulación de la ciudad nuevamente a través de Josefo. El nuevo fracaso de la oferta llevó definitivamente al romano a plantearse la necesidad de llevar a cabo el asalto final. Con tal finalidad, Tito hizo construir cuatro plataformas ascendentes (Guerra VI, 2, 1 y ss.) que, terminadas el 8 de Lous (Ab, julio-agosto), permitieron pasar a una fase de asedio formal.
Ante la imposibilidad de derribar las murallas, se procedió a incendiar las puertas para así lograr el acceso al atrio exterior del Templo (Guerra VI, 4, 1-2). Llegados a ese punto, resultaba obligado decidir cómo se desarrollarían las operaciones en tomo al Templo. El 9 de Ab, un consejo del estado mayor romano decidió salvar el santuario (Guerra VI, 4, 3), pero, al día siguiente,[vii] los judíos lanzaron dos ataques desde el atrio interior. Según Josefo, cuando las fuerzas de Tito rechazaban el segundo ataque, un soldado romano lanzó un tizón en el interior del recinto del Templo. Ésa y no otra habría sido la causa del incendio. Con todo, existe asimismo la posibilidad de que el fuego fuera causado inicialmente por los judíos para impedir el avance romano (Dión LXVI, 6, 1). Sea como fuere, lo cierto es que, a partir de ese momento, los soldados romanos siguieron lanzando antorchas sobre el lugar, que, convertido en pasto de las llamas, acabó viniéndose abajo (Guerra VI, 4, 4-7).
Los autores posteriores han manifestado diversas opiniones a la hora de señalar al responsable del desastre. Josefo exculpó claramente a Tito y a sus colaboradores más cercanos. Por el contrario, Sulpicio Severo[viii] sostuvo que Tito había arrasado voluntariamente el Templo, aunque las razones que adujo, y que incluyen el odio a los cristianos, son dudosamente verosímiles. Con él coincidieron, no obstante, Orosio (VII, 9, 5-6) e indirectamente Dión (LXVI, 6, 1-3), al menos en cuanto a la responsabilidad de haber decidido la destrucción del Templo.
La entrada de las tropas romanas en la ciudad estuvo caracterizada por un uso indiscriminado de la violencia. A manos de los hombres de Tito cayeron ancianos, mujeres, niños y, en general, toda clase de población civil. Mientras las legiones alzaban sus estandartes en el atrio exterior del Templo y proclamaban a Tito como Imperator,Juan de Giscala y sus seguidores consiguieron escapar hasta la ciudad alta.[ix] Era ya la suya una resistencia inútil.
El día 8 de Gipieo, toda Jerusalén se encontraba bajo el control de los romanos (Guerra VI, 8, 5). Los judíos supervivientes fueron ejecutados, enviados a trabajar en las minas o destinados a los combates de gladiadores. Aunque todavía quedaban por tomar algunos enclaves zelotes como el de Masada, Roma había deshecho a Israel como nación siquiera formalmente independiente y le había privado de todo el valor espiritual y simbólico que representaba el Templo de Jerusalén. Daba así comienzo un período de tiempo que sólo concluiría – y no del todo - en 1948 con la fundación del moderno estado de Israel.
CONTINUARÁ
[1] Con todo, no deberían obviarse los juegos de palabras del relato de Hegesipo, que son incomprensibles sin proceder de una fuente semítica que, necesariamente, sería antigua.
[2] Véase Eusebio, HE II, 23, 18. Según Orígenes, Contra Celso I, 47, y Eusebio, HE II, 23. 30, Josefo habría sido de la misma opinión, pero no nos ha llegado tal afirmación en ninguno de los manuscritos que se conservan del historiador judío, y cómo llegaron a esa conclusión los dos Padres mencionados continúa siendo un enigma.
[iii] Eleazar es descrito en Guerra II, 409 como un joven que contribuyó al estallido del conflicto con Roma al convencer a los sacerdotes para que no realizaran los sacrificios en nombre del emperador y de la nación romana. Es dudoso que pueda identificársele con el Eleazar que fue sumo sacerdote con Grato; véase Ant. XVIII, 34.
[iv] Tácito atribuye el motivo de la demora a la espera de que hubiera vientos veraniegos que garantizaran la bonanza del viaje; véase Hist. IV, 81.
[v] Josefo, Guerra V, 1, 1-5; Tácito, Hist. V, 12. La noticia ha sido transmitida también en la literatura rabínica, véase bGit. 56a; Eccl. R. 7, 11.
[vi] Taa. 4, 6, presenta el cese del sacrificio perpetuo como uno de los cinco desastres acontecidos el 17 de Tammuz.
[vii] Las fuentes rabínicas difieren de Josefo en la datación de la toma del Templo. Taa. 4, 6 fija el día de la destrucción el 9 de Ab; bTaa. 29a, la retrocede incluso al 8 de Ab, quizá por hacerla coincidir con el momento en que Tito quemó las puertas.
[viii] Crónicas II, 30, 6-7. Sobre el mismo, véase H. W. Montefiore, «Sulpicius Severus and Titus’ Council of War», en Historia, 11, 1962, pp. 156 y ss.
[ix] Josefo, Guerra VI, 6, 1 y ss.; Suetonio, Tito V; Dión LXVI, 7, 2; Orosio , VII, 9, 6.