La huida a Pella
Los datos de que disponemos en relación con la comunidad judeo- cristiana de Jerusalén durante este período, que va desde la muerte de Santiago en el 62 d. J.C. hasta la destrucción de Jerusalén y la toma del Templo en el año 70 d. J.C., son muy fragmentarios, aunque de notable interés. Sabemos que como sucesor de Santiago la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén optó por elegir a otro miembro de la familia de Jesús. Se trataba de Simeón o Simón, el hijo de Cleofás, muy posiblemente un tío de Jesús. La noticia nos ha sido transmitida por Eusebio que, a su vez, se inspira seguramente en Hegesipo.
De todos modos, el hecho más importante de este período en relación con los judeo-cristianos de Jerusalén fue, sin lugar a dudas, el que pudieran sobrevivir como colectivo en virtud de su huida hacia Pella, en la Decápolis.[ii] La veracidad o no de esta noticia permite saber si existió alguna vinculación histórica entre la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén de Hch. 24, 5 y los judeo- cristianos posteriores que nos son conocidos por las fuentes patrísticas y a los que no nos referiremos específicamente en estas entregas.
Según Eusebio (HE III, 5, 3), en algún momento situado entre la muerte de Santiago en el 62 d. J.C. y el estallido de la rebelión judía en el 66 d. J.C., la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén recibió un oráculo en el que se le indicaba que debía abandonar la ciudad y establecerse en Pella, una de las urbes de la Decápolis, al este del Jordán. Parece fuera de duda que hubo cristianos que se establecieron en Pella como fue el caso de Aristón, un apologista contra los judíos del siglo II, al que Eusebio (HE IV, 6, 3) reconoce haber utilizado como fuente para su Historia y, de hecho, el relato de la mencionada huida fue aceptado prácticamente sin excepción por todos los historiadores hasta la mitad del siglo XX. No obstante, a partir de la publicación deThe Fall of Jerusalem and the Christian Church de S. G. F. Brandon, en 1951, tal visión de los hechos se enfrentó con un serio cuestionamiento. Para S. G. F. Brandon, la Iglesia de Jerusalén había desaparecido en el curso de la guerra contra Roma y sus componentes se habían visto sumidos en un destino fatal de muerte, esclavitud o dispersión. Había desaparecido así la comunidad judeo-cristiana primitiva y con ella nuestra posibilidad de conocer de primera mano lo que había sido ésta. En apoyo de su relativamente novedosa teoría, S. G. F. Brandon alegaba tres objeciones en contra de la historicidad de la huida hacia Pella. La primera era la pérdida de autoridad de la comunidad jerosilimitana . Si antes del 70 d. J.C., parece que su autoridad era suprema, pero la misma habría desaparecido con posterioridad. En primer lugar, si sus dirigentes habían sobrevivido gracias a la huida a Pella —y quizá incluso habían regresado a Jerusalén— ¿cómo podía explicarse su pérdida de autoridad? En segundo lugar, S. G. F. Brandon encontraba poco verosímil la idea de un refugio en Pella. Si este enclave había sido atacado por los rebeldes en el año 66 d. J.C. —tal como señala Josefo en Guerra II, 457-460— los judeo-cristianos o bien fueron exterminados durante el ataque por traidores o, caso de haber llegado después del ataque, los griegos de Pella habrían sido hostiles a los mismos. Finalmente, S. G. F. Brandon insistía en la enorme dificultad de abandonar Jerusalén —custodiada por los zelotes— y atravesar las líneas romanas.
Los argumentos de S. G. F. Brandon resultaron convincentes para algunos autores que los adoptaron calificando la noticia eusebiana de ficción.[iii] Por el contrario, otros ignoraron a Brandon[iv] —lo que quizá no es tan extraño dado el carácter de sus obras relacionadas con el cristianismo primitivo y el manejo de las fuentes que se contempla en las mismas— o se opusieron a su punto de vista defendiendo la tesis clásica.[v]En 1967, S. G. F. Brandon volvió a repetir sus teorías en Jesus and the Zealots, insistiendo en que, hasta entonces, nadie había refutado sus tres argumentos en contra de la historicidad de la huida a Pella.
A continuación los examinaremos detalladamente y expondremos finalmente nuestro punto de vista al respecto.
1. La pérdida de autoridad de la comunidad de Jerusalén
Resulta indiscutible que Jerusalén no recuperó la autoridad que tenía entre los cristianos tras la guerra del 66-73 d. J.C. Negar este hecho equivale a enfrentarse a un testimonio unánime de las fuentes. No obstante, según Eusebio (HE IV, 5, 1-3), siguieron existiendo obispos judíos tras la huida a Pella, algo que, lejos de ser contradictorio como pretende Brandon,[vi] muestra que un número relativamente importante de judeo-cristianos sobrevivió al desastre que para la nación judía en bloque implicó la guerra con Roma.
Las fuentes arqueológicas[vii] indican igualmente que el peso de la comunidad judeo-cristiana en la ciudad era suficientemente grande como para que Adriano ordenara la profanación de algunos de sus lugares sagrados a inicios del siglo II, lugares que sólo habrían contado con una continuidad de identificación sobre la base de la existencia ininterrumpida de una comunidad judeo- cristiana en Jerusalén y de la supervivencia de algunos de los judeo-cristianos contemporáneos a la guerra del 66 d. J.C. Entre esos lugares, por cierto, estuvo la tumba real – y no la de invenciones posteriores y legendarias - de María, la madre de Jesús. Tales hechos encajan, aunque indirectamente, con el relato de la huida a Pella y la preservación de la comunidad judeo-cristiana jerosilimitana . De hecho, como intuyeron, entre otros, E. Gibbon[viii] y P. Carrington,[ix] todo apunta a que en Pella existió un episcopado de Jerusalén en el exilio no diferente al de los obispos de Roma en Aviñón durante la Edad Media o al de los patriarcas de Alejandría en El Cairo en la actualidad.
Por otro lado, no debería sorprendemos tampoco que, pese a la supervivencia de judeo-cristianos, Jerusalén no recuperara nunca su importancia primigenia. Pese a que la ciudad tenía una relevancia propia, su importancia no radicaba para los judeo-cristianos tanto en sí misma como en la gente que desempeñaba funciones directivas en ella. Santiago no era tan importante por ser el obispo de Jerusalén, como por ser el hermano del Señor Jesús y lo mismo puede decirse de los otros apóstoles y de su sucesor, Simón. Cuando los apóstoles comenzaron a desaparecer de la tierra de Israel —por muerte o marcha a otros lugares— ésta perdió también su relevancia. Este fenómeno experimentó paralelismos también en el judaísmo posterior a la guerra con Roma. Su peso espiritual comenzó a bascular hacia los sabios de Jamnia, pese a que Jerusalén aún estuvo habitada sesenta y cinco años más.[x] La pérdida de importancia no indica pues necesariamente que la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén pereciera durante la guerra contra Roma porque tal hecho puede explicarse convincentemente desde diversos ángulos que además presentan semejanzas con el judaísmo de la época.
Además, S. G. E Brandon da a entender con su argumento que cree en una especie de sucesión apostólica ligada además de manera exclusiva a la ciudad de Jerusalén. Tal visión es, desde nuestro punto de vista, totalmente anacrónica. El mismo Eusebio, escribiendo ya en el siglo IV, no acepta todavía la idea de una sucesión apostólica restringida a un solo lugar y señala diversas sucesiones, entre las que la de Jerusalén o Roma, por citar dos de las más relevantes, habrían sido una más. De todo lo anterior parece, pues, desprenderse que la fuerza de la objeción de Brandon descansa en una presuposición que carece realmente de base.
No menos inconsistente que la objeción anterior es la relativa a la supuesta inseguridad de Pella. Para empezar, Brandon es contradictorio en relación con ésta. Dado que las razones para creer en la persistencia de una comunidad judeo-cristiana en Jerusalén tras la guerra son considerablemente sólidas y que el relato en relación con la huida a Pella es antiguo y presenta visos de verosimilitud, Brandon recurre a la pirueta de atribuir el origen del mismo a judeo-cristianos de Galilea y Samaria que se refugiaron… ¡en Pella! y que, posteriormente, dijeron proceder de Jerusalén. Lo que no hace el autor británico es explicamos por qué Pella resultaba un lugar seguro para los judeo-cristianos de Galilea y Samaria y no lo era para los procedentes de Jerusalén.
Por si esto fuera poco, el problema de la inseguridad de Pella parece proceder de una sola referencia de Josefo (Guerra II, 457-460), en la que se nos relata cómo, tras el asesinato de más de veinte mil judíos a manos de los habitantes de Cesarea, aquéllos, en represalia, saquearon las ciudades sirias y las ciudades vecinas de Filadelfia, Heshbon y su distrito, Gerasa, Pella y Escitópolis, y algunas fueron quemadas y destruidas. El principal problema para aceptar la tesis de Brandon —aparte de la contradicción ya señalada— consiste en que Josefo no llega a describir lo que sucedió con los judíos de Pella. Que la misma no fue quemada ni destruida se desprende del trabajo arqueológico de Smith, McNicoll y Hennessey,[xi] pero no sabemos más de su suerte concreta. En Escitópolis, los judíos ayudaron a los gentiles a repeler a sus compatriotas, siendo posteriormente asesinados a traición por aquéllos (Guerra II, 466-8). En Gerasa, los gentiles ayudaron y protegieron a los judíos (Guerra II, 480). En ninguno de los casos parece que la destrucción señalada por Josefo implicara el arrasamiento total de la ciudad y tampoco implicó necesariamente el deterioro de las relaciones entre judíos y gentiles.
De todo lo anterior se desprende que la objeción de Brandon carece realmente del peso que aparenta tener. Por otro lado, como ha sugerido R. A. Pritz[xii], aunque unos refugiados judíos no hubieran podido esperar una buena acogida por parte de gentiles, tal consideración pierde su fuerza cuando contemplamos la posibilidad de que fueran cristianos gentiles, similares a los que recogieron una ofrenda para ellos en el pasado, los que pudieran haber brindado su ayuda a los judeo-cristianos de Jerusalén. De hecho, esto contribuiría a explicar la elección de Pella, que habría sido escogida por los judeo-cristianos precisamente porque en ella habitaban correligionarios suyos, presumiblemente gentiles, de los que podrían esperar refugio y apoyo.
No mayor solidez que las anteriores objeciones de Brandon a la historicidad de la huida a Pella presenta la relacionada con la supuesta dificultad para abandonar la ciudad de Jerusalén por parte de los sitiados. Una lectura cuidadosa de Josefo muestra en realidad que las fugas de judíos que se hallaban en el interior de la ciudad de Jerusalén fueron continuas hasta casi el mismo final del asedio. Hubo fugas en noviembre del 66 (Guerra II, 538 y 556), en el invierno del 67-68 (Guerra IV, 353, 377 y ss., 397 y 410), en junio del 70 (Guerra V, 420 y ss., 446-450 y 551 y ss.) e incluso en agosto del 70 (Guerra VI, 113-115). El número de huidos fue asimismo importante en algunas ocasiones. En un caso sabemos que llegaron a escaparse unas dos mil personas (Guerra IV, 353) y en otro que lo hicieron los miembros del alto clero José y Jesús, algunos hijos de miembros del alto clero y muchos miembros de la aristocracia (Guerra VI, 113-115), todos ellos personas que ni los zelotes ni los romanos hubieran dejado huir de buen grado, aunque poco pudieron hacer para evitarlo. Los resultados obtenidos por los primeros, que tuvieron incluso que propalar informes falsos sobre la muerte de los huidos (Guerra VI, 116-117), fueron, desde luego, peores de lo deseado por ellos. Pero, por si fuera poco, incluso tras la destrucción del Templo, al menos cuarenta mil judíos consiguieron escapar de un destino aciago a manos de los romanos (Guerra VI, 383-386).
Resumiendo, pues, todo lo anterior podemos decir que no existen objeciones definitivas que invaliden la noticia de la huida hacia Pella por parte de los judeo-cristianos de Jerusalén. Por el contrario, aceptar su veracidad no sólo encaja con lo referido en las fuentes, sino que además explicaría la supervivencia de una comunidad judeo-cristiana en Jerusalén tras la destrucción de la ciudad, la conservación de sus lugares sagrados atestiguados arqueológicamente y el origen de la noticia al respecto conservada desde muy antiguo.
El hecho en sí vendría además a poner de manifiesto una prudencia política que, en términos generales, caracterizó al judeo- cristianismo. Ante la disyuntiva de ser eliminados por los zelotes, cuyos postulados violentos no compartían, o de ser presa más que posible de los ejércitos romanos, los judeo-cristianos de Jerusalén marcharon a un lugar relativamente aislado desde el que esperar el desenlace de un conflicto cuyo fin, muy posiblemente, intuyeron.
A todo lo anterior hay que unir, en nuestra opinión, la consideración sobre el momento en que tuvo lugar la huida. Emil Schürer[xiii] señaló que la misma debió producirse en el momento posterior a la marcha de los idumeos aliados con los zelotes, cuando Juan de Giscala era el amo absoluto de la ciudad o quizá poco antes. Dado el silencio de las fuentes, la interpretación resulta absolutamente posible. No obstante, desde nuestro punto de vista, un momento más verosímil hubiera sido tras la inmediata retirada de Cestio Galo. Haber actuado entonces hubiera encontrado escasas dificultades, puesto que todavía las diferentes posiciones no habían llegado a su grado máximo de radicalismo y la salida de la ciudad se presentaba expedita en el clima de victoria que sucedió al desastre romano. Por otro lado, un análisis medianamente realista del momento —cosa relativamente fácil para los judeo-cristianos ya que no se hallaban implicados en el conflicto— habría dejado de manifiesto que Roma volvería a enviar tropas que ya no se retirarían de la tierra de Israel hasta haber obtenido la victoria.
Finalmente, hay un argumento que, sin ser definitivo, parece respaldar nuestro punto de vista. Nos estamos refiriendo a la profecía sobre la destrucción del Templo que aparece contenida en los Apocalipsis sinópticos de Mc. 13, Mt. 24 y Lc. 21. Su lectura parece indicar que la huida de los cristianos que estuvieran en Jerusalén tendría que aprovechar un momento de calma entre la llegada de las tropas atacantes y el desencadenamiento del embate final de las mismas,[xiv]algo que encaja con el momento puntual que indicamos nosotros mejor que con cualquier otro período del asedio.
En el mismo sentido cabría interpretar, suponiendo que el pasaje reflejara un hecho pasado, Ap. 12, 14, donde la comunidad huye a refugiarse al desierto justo después del primer embate enemigo (¿Cestio Galo?). Esta última posibilidad nos parece más especulativa aunque no puede rechazarse del todo. En cualquier caso, nos lleva a entrar en el siguiente apartado de esta parte de nuestro estudio.
CONTINUARÁ
Eusebio, HE III, 11. Eusebio cita a Hegesipo para afirmar que Cleofás era hermano de José, el esposo de María. El peso que la familia de Jesús tenía en el movimiento es mencionado asimismo por Julio Africano, al que también cita Eusebio, HE I, 7, 14.
[ii] Estudios al respecto en B. C. Gray, Journal of Ecclesiastical History, 24, 1973, pp. 1-7; J. J. Gunther, en TZ, 29, 1973, pp. 81-94; M. Simon, Revue de Science Religieuse, 60, 1972, pp. 37-54; S. Sowers, en TZ, 26, 1970, pp. 305- 320; B. Bagatti, Revista de Cultura Bíblica, 9, 1972, pp. 170-179; G. Lüdemann, en ed. E. R Sanders (ed.), Jewish and Christian Self-definition, Filadelfia , 1980, pp. 161-173; y, muy especialmente, R. A. Pritz, Nazarene…, ob. cit., Jerusalén y Leiden, 1988; del mismo autor, The Flight of the Jerusalem Church to Pella of the Decapolis (tesis doctoral sin publicar, defendida en 1977 ante la universidad hebrea de Jerusalén) y F. Manns, «L’Histoire du judéo-christianisme », en Tantur Papers on Christianity in the Holy Land, Jerusalén, 1981, pp. 131-146.
[iii] En este sentido, véase G. Strecker, Das Juden christentum in den Pseudoklementinen, Berlín, 1958, pp. 229 y ss.; L. Gaston, «No Stone on Another», en Supplement to NovTest, 23, p 142, n. 3; W. R. Farmer, Maccabees, Zealots and Josephus, Nueva York, 1957, p. 125, n. 2; R. Fumeaux, The Roman Siege of Jerusalem, Londres, 1973, pp. 121 y ss., y G. Lüdemann , Jewish and Christian…, ob. cit., pp. 161-173.
[iv] Se refiere a algunos de los que optaron por esa postura, en S. G. F. Brandon, Jesus and the Zealots…, ob. cit.
[v] En ese sentido, véase: L. E. Elliot-Binns, Galilean Christianity, Londres, 1956, 1956, pp. 67 y ss.
[vi] S. G. F. Brandon, Jesus and the Zealots…, ob. cit., p. 213, n. 2.
[vii] En este mismo sentido, véanse E. Testa, «Le grotte dei misten giudeo-cristiane», en LA, 14, 1963-1964, pp. 65-114; C. Katsimbinis, «The Uncovering of the Eastern Side of the Hill of the Calvary and its New Layout of the Area of the Canon s Refectory by the Greek Orthodox Patriarchate», en LA, 27, 1977, pp. 197-208; C. Vidal Manzanares, «María en la arqueología…», art. cit., pp. 353-364.
[viii] E. Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, II, Londres, 1909, p. 9, n. 1.
[ix] P. Carrington, The Early Christian Church, I, Cambridge, 1957, p. 250. Este autor llega a denominar a Simón «el obispo de la Iglesia en el exilio de Jerusalén en Pella».
[x] Véase K. W. Clark, «Worship in the Jerusalem Templé after A. D. 70», en NTS, 6, 1960-1961, pp. 269-280.
[xi] Véase BASOR, 240, 1980, pp. 63-84; ibídem, 243, 1981, pp. 1-30; ibídem, 249, 1983, pp. 45-78. La tesis de L. E. Elliot-Binns, Galilean…, ob. cit., p. 67, que sostenía que quizá todos los gentiles de Pella murieron y, por lo tanto, no hubo obstáculo para el establecimiento de los judeo- cristianos de Jerusalén resulta, por consiguiente, difícil de sostener.
[xii] R. A. Pritz, Nazarene…, ob. cit., p. 125.
[xiii] Ibídem, pp. 147-148.
[xiv] Mateo 22, 15 y ss.; Marcos 13, 14 y ss., y Lucas 21, 20 y ss. La aceptación de esta tesis no determina, ni a favor ni en contra, a nuestro juicio, la consideración o no de la profecía sobre la destrucción del Templo como vaticinio ex eventu.