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Lunes, 25 de Noviembre de 2024

De la muerte de Santiago a la guerra con Roma y la destrucción del templo (IV)

Domingo, 6 de Septiembre de 2015

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: DE LA MUERTE DE SANTIAGO A LA GUERRA CON ROMA Y LA DESTRUCCIÓN DEL TEMPLO (62 A 70 D. J.C.) (IV)

La Diáspora judeo-cristiana

La guerra con Roma no sólo tuvo como consecuencia el exilio de los judeo-cristianos de Jerusalén que huyeron a Pella. Otros núcleos judeo-cristianos afincados en la tierra de Israel parecen haber optado por esta salida. Aparte de las consideraciones de seguridad personal, hay que ver en ello un intento por parte de sus miembros de no encontrarse involucrados en un conflicto armado contrario a sus principios morales. El judeo-cristianismo estaba poseído de una vena pacifista incompatible con la guerra y, seguramente, prefirió la emigración y el exilio a la idea de luchar y matar. Tal conducta sería seguida décadas después durante la guerra contra Adriano y fue la misma que llevó a muchos cristianos gentiles en los siglos posteriores a preferir el martirio antes que servir en el ejército. Se trataba de una clara manifestación de una negativa a toda forma de violencia que resultó connatural al cristianismo durante sus tres primeros siglos, y que tendría paralelismos en movimientos posteriores como, por ejemplo, los valdenses, los hermanos checos —que tanto influyeron en la valoración positiva del cristianismo que tuvo el erudito judío David Flusser—, los mennonitas (estos últimos emigraron desde Alemania a Rusia durante el siglo XVIII también para evitar el servir en el ejército)[1] o los cuáqueros.

Uno de los lugares de destino de los judeo-cristianos fue indiscutiblemente Asia Menor, donde se establecieron algunos de los más brillantes supervivientes del movimiento (HE III, 31, 2 y ss.). La mayoría de ellos parecen haber sido helenistas. Tal sería el caso de Felipe y sus hijas, cuyas tumbas presumiblemente se hallan en Hiérapolis de Frigia. Si este Felipe es el mencionado en Hch. 21, 8,[2] podría ser indicio de que también los judeo-cristianos de Cesarea habían emigrado a Asia. La posibilidad se nos antoja real porque Cesarea no debió de ser un lugar agradable para los judeo-cristianos en el período posterior al estallido de la guerra en el 66 d. J.C.

Después de todo, la Diáspora hacia Asia no se limitó a los helenistas. Entre los judeo-cristianos del territorio de Israel que no pueden clasificarse bajo esa etiqueta y que se dirigieron hacia Asia Menor buscando refugio, se encontraba también el autor del Apocalipsis. Éste, llamado «Juan, el discípulo del Señor», cuya tumba sería venerada en Éfeso (HE III, 1, 1; 31, 3; V, 24, 3), parece haberse sentido contrariado por la forma en que las iglesias gentiles cíe Asia Menor interpretaban de una manera laxa el cristianismo, pasando incluso por alto las disposiciones contenidas en el «decreto jacobeo» del concilio de Jerusalén (Ap. 2, 6, 14 y ss., 20 y ss.). El estudio del libro de Apocalipsis trasciende, por lo menos geográficamente, del ámbito de nuestro estudio. Aun así, debe hacerse referencia al hecho de que la obra deja traslucir la confianza del judeo-cristianismo en que ningún suceso desastroso —como la guerra con Roma y el exilio— podría frenar los planes históricos de Dios. La Bestia podría dar la impresión de ser vencedora (Ap. 13, 7 y ss.), pero su fin estaba decretado y se produciría indefectiblemente. Al final de los tiempos, Jesús el Mesías regresaría (Ap. 19, 11 y ss.) y, tras vencer a sus adversarios (Ap. 19, 20-21), establecería su reino milenario (Ap. 20, 1-6). Ciertamente, Satanás sería liberado por un período corto de tiempo y congregaría a los gentiles en contra del campamento de los santos y la ciudad amada (Ap. 20, 7-10), pero ese episodio sólo sería el preludio de su derrota final y del juicio ante el gran trono blanco (Ap. 20, 10 y ss.). Los que fueran fieles compartirían el reino con Jesús (Ap. 21, 1 y ss., especialmente v. 7), los nuevos cielos y la nueva tierra (Ap. 21, 1 y ss.) y el establecimiento de la Nueva Jerusalén (Ap. 21, 9 y ss.). En resumen, Jesús, como Rey de Reyes, sin lugar a dudas, volvería y había que estar preparados para su retomo como Alfa y Omega, principio y fin, primero y último.[3]

Reducido al exilio, a la huida, a la dispersión, el judeo-cristianismo, al igual que el tronco judío del que procedía, hubiera dado la impresión de estar abocado a un final rápido bajo el dominio gentil. No sería así. Sus mayores problemas surgirían precisamente del judaísmo posterior a la destrucción del Templo de Jerusalén y de sus propias filas. Pero ése es un tema que abordaremos en las próximas entregas.

CONTINUARÁ

[1] Sobre el tema de una primitiva «objeción de conciencia» cristiana véanse J. Lasserre, War and the Gospel, Londres, 1962; J. M. Hornus, It Is Not Lawful for Me to Fight, Scottdale, 1980.

[2] Otra identificación es la de Polícrates, obispo de Éfeso en torno al 190 d. J.C., que lo identificaba con uno de los apóstoles. La noticia nos ha llegado a través de Eusebio, HE III, 31, 3; V, 24, 2, pero este Padre parece compartir el punto de vista que señalamos supra.

[3] Apocalipsis 22, 6 y ss. En cuanto a los títulos aplicados a Jesús (w. 13 y 16), éstos implican una clara confesión de su Divinidad, como veremos más detalladamente en entregas sucesivas.

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