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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Fuentes patrísticas (I): la Didajé

Domingo, 21 de Agosto de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LAS FUENTES ESCRITAS (XI): FUENTES CRISTIANAS (IX): Fuentes patrísticas (I): la Didajé[1]

La Didajé es el documento más importante de la época postapostólica, así como la más antigua fuente de normativa eclesiástica, quizá con la única excepción de las epístolas paulinas denominadas «Pastorales». Hasta 1883 era totalmente desconocida, siendo publicada en esa fecha por el metropolita griego de Nicomedia, Filoteo Bryennios, a partir de un códice griego en pergamino (1057) del patriarcado de Jerusalén. Aunque su título (Enseñanza) haría esperar un compendio de la predicación de Jesús, lo cierto es que se trata de una recopilación de normas éticas y de instrucciones relativas a la vida comunitaria y a la liturgia. La obra está dividida en 16 capítulos que giran en torno a dos divisiones ideales: del capítulo 1 al 10 aparecen las normas relacionadas con las celebraciones y del 11 al 15, las disciplinares. El último capítulo trata sobre la Parusía y la actitud cristiana que debe mantenerse ante la misma.

La primera sección parece ser una instrucción para el catecumenado en la que su presentación de las reglas de moral parte de la imagen de los dos caminos. Por primera vez se hace una referencia al bautismo por infusión (7: 1-3), y aparece un precepto explícito sobre el ayuno previo a recibirlo. También en esta obra se conservan las primeras oraciones eucarísticas de que tenemos noticia (c. 9 y 10), así como una descripción de la celebración eucarística dominical (c. 14).

La eclesiología de la Didajé es notablemente arcaica. Los episkopoi y diakonoi parecen ser semejantes a los del Nuevo Testamento y el concepto del episcopado monárquico es desconocido. El presbítero no es mencionado, por lo que lo más probable es que no sea contemplado como una figura distinta a la del obispo también como vemos en el Nuevo Testamento.[1] Asimismo siguen teniendo un papel especial en la comunidad los maestros y profetas, otro signo más de arcaísmo (15, 1-2), pudiendo estos últimos celebrar la eucaristía (10, 7). El concepto de Iglesia, igual que en el Nuevo Testamento, tiene un tinte claramente universal (9, 4; 10, 5).

En cuanto a la escatología de la Didajé, ésta tiene enormes parecidos con la recogida en algunos de los escritos del Nuevo Testamento, pero no es fácil establecer con exactitud su grado de dependencia por cuanto presenta elementos también comunes a la apocalíptica judía.

La discusión sobre la fecha de composición de la Didajé (un escrito que, por otra parte, parece más una compilación que una obra de nuevo cuño) ha sido ininterrumpida desde finales del siglo XIX. Creemos, sin embargo, que los trabajos de Audet,[1] Glover y Adam han contribuido a despejar en buena medida la cuestión. Audet distingue entre D1 (1-11, 2), D2 (11, 3 al final) y J (l,3b-2,l; 6, 2 y ss.; 7, 2-4; 13, 3, 5-7). En su opinión, D1 representaría la Didajé original, D2 una continuación y J diversas interpolaciones. 1, 4a y 13, 4 serían además glosas más tardías aunque correspondientes a los primeros siglos. Su origen podría estar en una fuente judía (la Doctrina XII Apostolorum), de la que también dependería la epístola de Bernabé.[1] Por lo demás, la Didajé no citaría todavía de los Sinópticos, una tesis que también sostiene Glover. Finalmente, Audet considera que la obra fue compuesta entre los años cincuenta y setenta en Siria o Palestina, frente a la tesis de Adam que sostiene que la Didajé fue compuesta entre los años setenta y noventa en Siria oriental, quizá en Pella.

Desde nuestro punto de vista, se puede admitir la posibilidad de que, efectivamente, la Didajé provenga de un trasfondo semítico (Audet ha señalado incluso los paralelos con la «Regla de las sectas» de Qumrán), judeo-cristiano por más señas, y que su fecha de redacción deba situarse a mediados del siglo I sobre todo teniendo en cuenta el desconocimiento de los Sinópticos, el carácter claramente arcaico de la organización eclesial, la ausencia de referencias a la caída de Jerusalén en el año 70 y, sobre todo, el papel preponderante de los profetas, que ya empezó a ser cuestionado por Pablo en los años cincuenta (cf.: 1 Cor. 14, 29 y ss.) aunque lo prefiriera al extatismo litúrgico (1 Cor. 14, 1-25). En este sentido, una fecha entre el 50 y el 60 nos parece posible.

En cuanto al lugar de redacción pudiera ser o bien la tierra de Israel o bien (preferiblemente) las comunidades judeo-cristianas fundadas en Antioquía[1]o Siria, pero con enorme vinculación con Jerusalén, De ser cierto este último extremo la obra podría haber servido de «manual» (en un sentido amplio) de catecumenado y liturgia. La extrañeza —manifestada por algún autor que, no obstante, acepta la idea de situar la redacción de la obra en el primer siglo—[1]ante la falta de uso de la obra por Pablo o Ignacio de Antioquía no está, a nuestro juicio, justificada. En el primer caso, resulta obvio que Pablo, que pasó una cierta etapa en Antioquía, acabó siendo un tanto crítico en relación con el papel de los profetas en el seno de la comunidad cristiana, como hemos señalado arriba. En cuanto a Ignacio, la Didajé poca importancia podía tener en la medida que contradecía frontalmente su visión de la organización eclesial.

Aun así, la obra gozó de una notable influencia, a nuestro juicio fácil de explicar, hasta el punto de que fue considerada por algunos como parte del canon neotestamentario. La evolución del modelo eclesial, sin embargo, fue muy diferente a la descrita en esta obra y la ausencia de un cuño apostólico que la legitimara facilitó su exclusión del canon. Con todo, todavía Eusebio (HE. III, 25, 4), Atanasio (Ep. fest. XXXIX) y Rufino (Comm. in symb. XXXVIII) tuvieron que insistir en este hecho e incluso el segundo nos ha transmitido la noticia de su uso continuado como material para la instrucción de los catecúmenos.

A nuestro juicio, el valor de esta obra es muy considerable. Posiblemente, es el primer catecismo cristiano que poseemos y, sin duda, su origen es judeo-cristiano. Permite por ello acceder a lo que el judeo-cristianismo situado en Israel (que la redactó o del que, más seguramente, depende en forma ideológica) consideraba indispensable para la instrucción del catecúmeno: una vivencia espiritual sencilla, centrada en Jesús y en celebraciones comunitarias,[1] con un fuerte peso de los ministerios carismáticos en el seno de la comunidad, animada por una esperanza de la Parusía y centrada en la ayuda fraterna y la práctica de la beneficencia hacia los demás.[1]

 

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