I. El Evangelio de los hebreos
Esta obra,[1] hoy perdida, era utilizada por los nazarenos y los ebionitas. Jerónimo obtuvo un ejemplar de manos de los mismos para elaborar sus traducciones griega y latina. Parece igualmente que su texto original se hallaba en la biblioteca de Cesarea, en Palestina. Nuestros datos sobre él son muy limitados y no dejan tampoco de resultar controvertidos. A juzgar por el fragmento que aparece en el De viris illustribus hacia el siglo II, parece ser que otorgaba una preponderancia especial a Santiago, el hermano de Jesús. Algunos autores antiguos[1] lo consideraron como el original hebreo de Mateo mencionado por Papías. Es cierto que parece haber tenido más conexiones con Mateo que con ninguno de los Evangelios canónicos, pero los fragmentos que nos han llegado, como el anteriormente citado, parecen apuntar más a una expansión de Mateo que a una reproducción fiel. No obstante, la cuestión dista mucho de ser aceptada de manera incontrovertida. Así, A. F. Klijn ha señalado recientemente la posibilidad de que no tuviera ninguna relación con los Evangelios canónicos. Desde luego, en él se incluían palabras de Jesús que no nos han llegado por otra vía, como ya señaló Eusebio (Teofanía XXII).
La fecha de composición de la obra podría situarse entre finales del siglo I y mediados del siglo II. De hecho, Clemente de Alejandría ya lo utilizó en los Stromata II, 9, 45, de finales de este último siglo.
Realmente, poco podemos deducir de una obra que nos ha llegado a través de testimonios indirectos. No obstante, sí pueden desprenderse algunos datos de cierto interés. En primer lugar, está el hecho de un fraccionamiento del judeo-cristianismo, fraccionamiento que, no obstante, sigue otorgando un papel muy relevante a la persona de Santiago, el hermano de Jesús. En segundo lugar, nos encontramos con la existencia de una serie de tradiciones —aunque no podemos determinar con exactitud cuál era su valor ni si se trataba de invenciones para sostener herejías posteriores o si eran restos de una información temprana sobre la vida y la enseñanza de Jesús— que no nos han sido transmitidas por los evangelios.[1] Finalmente, podemos ver que, al menos en la tierra de Israel, el judeo-cristianismo gozaba de un cierto vigor incluso después del concilio rabínico de Jamnia. Su valor, sin embargo, dadas sus coordenadas temporales es muy limitado para el objeto de nuestro estudio.
II. Ascensión de Santiago
Sólo conocemos esta obra por el testimonio de Epifanio (Adv. Haer. XXX, 16). Contamos por lo tanto con un terminus ad quem en la primera mitad del siglo III. Precisamente esta circunstancia hace que el valor que podemos concederle sea muy relativo. La Ascensión de Santiago recogía predicaciones del hermano de Jesús contra el Templo, los sacrificios y el altar (algo que cuenta con paralelos en la descripción que del judeo-cristianismo nos da el Nuevo Testamento), y puede que esta parte de la obra estuviera conectada con alguna tradición antigua.
Problema mayor nos ofrece la sección que contenía alegatos contra Pablo, al que se calificaba de griego e hijo de padre y madre griegos, acusándolo de haberse hecho prosélito para poder contraer matrimonio con la hija del sumo sacerdote y de, al fracasar en su propósito, haber atacado el sábado, la circuncisión y la Ley. Quizá nos hallemos aquí ante ecos de una controversia antipaulina de origen judío aprovechada por judeo-cristianos, aunque también puede tratarse de una reacción judeo-cristiana tardía contra el desplazamiento del centro de gravedad del cristianismo hacia el mundo gentil. En cualquier caso, es imposible decirlo con un mínimo de certeza por cuanto no poseemos la obra original y tampoco podemos saber la fecha de su redacción, aunque tendemos a encuadrarla en una época posterior cercana a la de la apócrifa carta de Pedro a Santiago (c. 200).[1] Aun así, hay alguna posibilidad de que la tradición sobre Santiago pueda resultar muy antigua.
III. El Evangelio de los Nazarenos
Posiblemente se trató de una traducción libre (targúmica) del Mateo canónico al arameo o al siríaco. De hecho, el punto de vista de Jerónimo de que se trataba del original semítico de Mateo es muy difícil de aceptar.[1] Sobrevivía en el siglo IV, pero no parece que sea anterior al siglo II. Su interés para nosotros resulta muy limitado dado su encuadre cronológico, si bien nos permite comprobar la existencia de un judeo-cristianismo cristológicamente ortodoxo posterior a Jamnia y aún existente en el siglo IV.
IV. El Evangelio de los Ebionitas
Probablemente deba ser identificado con el Evangelio de los Doce Apóstoles citado por Orígenes (Hom. in Luc. 1). Jerónimo lo identificó con el Evangelio según los Hebreos, pero en ello, casi con toda seguridad, se equivocó. Sólo nos han llegado fragmentos del mismo a través de siete citas de Epifanio (Adv. Haer. 30, 13-16, 22). Su base, al parecer, era el texto de Mateo, pero intentándolo armonizar con Lucas y Marcos. No parece anterior al siglo II —algunos autores lo datan a inicios del siglo III—[1] y en él queda de manifiesto una cristología distinta de la nazarena al negarse, por ejemplo, la concepción virginal de Jesús y contener resabios adopcionistas. Su teología incluye asimismo una clara enemistad con el Templo así como una prohibición de comer carne. Aunque sale fuera del ámbito cronológico de nuestro estudio, la obra resulta de interés en la medida en que permite contemplar cómo se había operado ya una escisión de tipo cristológico en el judeo-cristianismo en el Israel posterior a Jamnia.
CONTINUARÁ