Pocas dudas pueden cabemos tras examinar las fuentes judeo- cristianas de que la visión que el colectivo tenía de sí mismo era acentuadamente exclusivista. Ellos eran Israel, pero además, el denominado resto de Israel anunciado por los profetas. De hecho, los que no aceptaban a Jesús quedaban excluidos de Israel (3, 22 y ss.), aunque, racial y nacionalmente, pudieran pertenecer al mismo. Por ello, precisamente, sólo podían esperar un juicio claramente condenatorio procedente del Jesús que regresaría como Señor y juez. Como veremos, sólo la fe en Jesús podía revertir la situación desfavorable en la que, de partida y por principio, se hallaba cualquier persona.
La forma en que la disyuntiva vital se planteaba giraba en el seno del judeo-cristianismo en tomo a un axioma que nos ha sido conservado en Hch. 4, 12: «en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos».
A diferencia de los sectarios de Qumrán o de los fariseos, los judeo-cristianos no vincularon su idea de la salvación escatológica con la práctica de un conjunto de obras y ritos concretos y definidos. Lo que en el judeo-cristianismo determinaba el que una persona se encontrara o no en el grupo de los salvos era su actitud hacia Jesús. Creer, cambiar de vida y aceptar la predicación apostólica sobre Jesús —algo que se simbolizaba externamente mediante el bautismo— es todo lo que, según las fuentes, consideró Pedro indispensable para entrar en la nueva era y recibir el Espíritu Santo (Hch. 2, 38 y ss.) y para asegurarse de que el retomo de Jesús sería acompañado de «tiempos de refrigerio» y no de condena (Hch. 3, 19 y ss.). De hecho, eran los que creían en Jesús los que resultaban perdonados de sus pecados (Hch. 10, 43), y ni siquiera la limosna, la oración y la piedad unidas podían sustituir este requisito, según se desprende de la misma fuente (Hch. 10, 1-42; 11, 14 y 18). Recibir el mensaje relacionado con Jesús era lo único que podía realmente proporcionar la salvación (Sant. 1, 21).
Esta visión peculiar — a nuestro juicio, con antecedentes en el mismo Jesús—[1] es la que contribuyó, en buena medida, a generar la flexibilidad que demostró el concilio de Jerusalén al tratar el tema de los gentiles convertidos. Estos, como los judeo-cristianos, tenían los corazones purificados por la fe (Hch. 15, 9) y eran salvos, como los judeo-cristianos, no por someterse al yugo de la ley sino «por la gracia del Señor Jesús» (Hch. 15, 11). Dios se había manifestado en Jesús, por pura gracia, y sólo era necesario el arrepentimiento y la fe en éste, para asegurarse la salvación y las promesas de los profetas. De hecho, la salvación era un don de Dios y no algo que se obtuviera por el propio esfuerzo. Por lo tanto, imponer a los gentiles el yugo de la Torah no sólo no tenía sentido —la Torah era exclusiva de Israel—, sino que además podía contribuir a que aquellos concibieran su salvación en términos de obediencia a determinados rituales en lugar de en virtud de la fe en la persona de Jesús. Tal visión de la salvación era común en las otras corrientes del cristianismo primitivo. Aparece en el judeo-cristiano de la Diáspora (Heb. 7, 25; 1 Pe. 1, 5 y 9; etc.) y, por supuesto, en el paulino (Rom. 5, 9-10; 10, 9-13; Gál. 2, 16-21; Ef. 2, 9; etc.).
Parece que la mencionada postura —y se produjo así un fenómeno que tiene paralelos en la historia del cristianismo posterior— no estuvo exenta de crear determinadas tensiones entre aquellos discípulos que identificaban inmaduramente la fe con la mera aceptación mental de ciertas doctrinas. De hecho, sabemos que visiones así provocaron en algún momento corrientes antinomianas. Las mismas resultan evidentes en el cristianismo paulino —compuesto, recordémoslo, no sólo por gentiles, sino también por judíos de la Diáspora—, en cuyo seno el apóstol tuvo que intentar conciliar la idea de la gratuidad de la salvación por la fe con la de la fidelidad al discipulado (Rom. 6, 1-14; Gál. 5, 1-14; Ef. 4, 17 y ss., etc.).
Sin embargo, también aparecieron en el judeo-cristianismo asentado en Israel, como se trasluce en el conocido pasaje de Sant. 2, 14-26. Éste sería utilizado, siglos después, por escritores católicos en las controversias con los autores reformados para negar el principio no exclusivamente paulino de la justificación por la fe, pero tal empleo, hijo de una época de tensiones, está, a nuestro juicio, absolutamente fuera de lugar y desatiende su marco histórico concreto. Santiago no está negando la tesis de la salvación por la gracia ni, mucho menos, atribuyendo aquélla al cumplimiento de la ley.[1] Pero sí se opone enérgicamente a la conducta de aquel que «dice tener fe» (2, 14), pero desatiende, a la vez, las necesidades perentorias de otros hermanos (2, 15-6). Tal persona carece en realidad de fe, ya que la forma en que ésta queda externamente de manifiesto y se puede “ver” es mediante las obras (2, 18). Lo contrario es equiparar la fe a un mero reconocimiento de realidades espirituales, algo que también hacen los demonios, que no pueden negar la existencia de Dios (2, 19). Como muestra de ello, Santiago aduce varios ejemplos (el de Abraham, el de Rahab) que ponen de manifiesto que si no se produjo tras la justificación por fe una actuación coherente en obras, debe dudarse de que la primera tuviera siquiera lugar. La justificación para Santiago – en contra de lo que se afirma ocasionalmente de manera absolutamente errónea – no es por la fe más las obras, pero es verdad que la realidad de la justificación SE VE externamente no sólo por la afirmación de la fe sino también por las obras que nacen de ella (2: 24).
El principio, empero, seguía siendo el mismo. El ser humano estaba perdido si no se convertía y recibía a Jesús. Que esto debía tener consecuencias éticas resulta evidente, pero antes de analizar tal aspecto vamos a detenemos a examinar la idea de salvación abierta a los gentiles.
La tesis de que la llegada del Mesías implicaría una apertura de la fe a los no judíos contaba ya con precedentes en la literatura judía. Ciertamente, en no escasa medida ésta se presentaba como beligerantemente antigentil y, al mismo tiempo, si bien existía un movimiento misionero entre los gentiles, éste buscaba que los mismos se convirtieran en judíos mediante la circuncisión y la práctica de la Torah o, al menos, que entraran en cierto grado de dependencia con el Dios de Israel sin los requisitos anteriores, pero limitando la posición del prosélito a una situación espiritual secundaria, la de los denominados «temerosos de Dios».
Esta visión universalista —quizá, mejor, semiuniversalista— resulta evidente en algunos de los escritos judíos. Existen antecedentes de la misma en el Antiguo Testamento (Is. 2, 4; 49, 6; 42, 1; etc.), de manera bien significativa, en pasajes que, tradicionalmente, fueron interpretados en conexión con los tiempos del Mesías.
También aparece en la literatura extrabíblica en conexión con pasajes no tan claramente mesiánicos. Así el Tg. Pseudo-Jonatán sobre Gn. 8, 11 señala, en una posible referencia a los tiempos mesiánicos, que los descendientes de Jafet se convertirían en prosélitos y residirían en las escuelas de Sem. De la misma manera, el Midrash sobre el Sal. 21, 1 (dos en hebreo) identifica este pasaje con Is. 11, 10 dándole un contenido mesiánico, a lo que se añade que la finalidad del Mesías es dar ciertos mandamientos a los gentiles (no a Israel, que ha de aprender de Dios mismo). El propio pasaje de Am. 9, 11, que tanta importancia parece haber tenido en el dictamen de Santiago, cuyo escenario fue el concilio de Jerusalén (Hch. 15, 15 y ss.), aparece en el mismo Talmud relacionado con los tiempos mesiánicos (Sanh. 96b) y en Gn. Rab. 88 no sólo con los mismos, sino también con la reunión de toda la humanidad en «una sola gavilla».
Pese a lo anterior, el hecho de que originalmente el judeo-cristianismo parecía creer en una limitación de su misión sólo a los judíos resulta evidente a partir de los mismos discursos petrinos recogidos en Hch. donde se establece que «la promesa es para vosotros (judíos presentes en Pentecostés) y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos (judíos de la Diáspora)» (Hch. 2, 39). Los textos de Hch. 3 y 4 vuelven a incidir en esa visión limitada a los judíos (3, 19-26; 4, 10 y ss.) y, sea cual sea el sustrato histórico que se cierne bajo la referencia contenida en Hch. 1, 7-8, el mismo no fue entendido inicialmente como una apertura de la misión a los gentiles.
Es posible que tal posibilidad empezara a ser contemplada por primera vez cuando comenzó la predicación en Samaria (8, 4 y ss.). Aquél fue un paso de gran envergadura que, quizá, no resultó del todo traumático por las similitudes —que en nada obvian la enemistad— entre judíos y samaritanos. Con todo, Pedro y Juan fueron enviados por los apóstoles a la zona para evitar consecuencias no deseadas (8, 14 y ss.). Ya hemos indicado antes que, quizá, desde entonces comenzó a plantearse la manera de solucionar los conflictos que surgían a la hora de la comida en común entre los judíos y los no judíos.
De hecho, la visión que llevó a Pedro a optar por una postura de apertura no debió de estar cronológicamente muy lejos de la evangelización en Samaria (Hch. 10, 9 y ss.). Aquélla, ligada a la experiencia pneumática de Cornelio y su familia, decidió a los judeo-cristianos a abrir el camino de salvación a los no judíos (Hch. 10, 44-11, 18) no sin un sentimiento claro de sorpresa ante algo inesperado (Hch. 11, 18). Tal sentimiento no fue, sin embargo, generalizado. Los judeo-cristianos exiliados que fueron a Fenicia, Chipre y Antioquía (Hch. 13, 19) seguían todavía limitando su predicación sólo a los judíos.
La conversión de algunos judíos de origen chipriota y antioqueno alteró sustancialmente tal visión. Estando en Antioquía comenzaron a predicar a los no judíos y, como resultado, se produjo un número importante de conversiones (11, 20-1). De nuevo, la comunidad de Jerusalén se interesó por mantener el control sobre lo sucedido y envió a Bernabé, que dio un informe positivo de la situación (11, 22 y ss.). Se optó entonces por una política de tolerancia hacia los no judíos, a los que no se obligó a ser circuncidados ni a guardar la Torah, provocando el retroceso en tal postura el altercado en Antioquía de Pablo con Pedro (Gál. 2, 1-21). Como ya sabemos, la cuestión quedó zanjada en el denominado concilio de Jerusalén (Hch. 15), aunque es muy posible que nadie llegara a pensar entonces que el cristianismo ya iba camino, irreversiblemente, de ser una fe predominantemente gentil.
Por lo tanto, y contra lo que se suele sostener de manera tópica, no fue el cristianismo paulino el que abrió la llamada de evangelización a los no judíos. Su papel fue muy relevante en la expansión de la nueva fe en territorio gentil y también cabe la posibilidad de que su ausencia hubiera facilitado a los gentiles conversos el caer en una especie de movimiento judaizante en el que la idea de la salvación por la gracia hubiera sido sustituida por la creencia en una salvación «por el judaismo». De igual manera, fue la suya una postura correctora frente a la tentación a prestarse a componendas como aquellas en que, sospechosamente, cayeron primero Pedro y después Bernabé, en Antioquía. Aun así, la visión de abrir el mensaje a los no judíos nació en el seno del judeo-cristianismo asentado en Israel. Fue allí donde se aceptó que la salvación también se extendería a los gentiles y donde se empezó a predicar a los no judíos y a integrarlos en la comunidad. Sobre todo, fueron sus dirigentes, y en especial Pedro y aún más Santiago, los que sancionaron como correcta tal visión y la conectaron con una corriente de pensamiento ya existente en el judaismo, y es que en esto, como en muchos otros extremos, el judeo-cristianismo de Israel no sólo no se enfrentó con el judaismo de su tiempo, sino que actuó armónicamente con el mismo.
Fue específicamente su tesis de que la salvación se debía a la gracia, que era un don de Dios, lo que le permitió evolucionar hasta el punto de integrar en igualdad de condiciones en su seno —y en esto fue mucho más allá que sus contemporáneos— a aquellos que no habían sido circuncidados ni guardaban la Torah. Puesto que era la fe en Jesús lo que abría las puertas del movimiento a una persona, los gentiles, si se era consecuente con esa visión, deberían entrar más tarde o más temprano en el mismo. Así fue, efectivamente. Pero si la base de salvación se hubiera concebido en torno a la circuncisión y a la obediencia a la Torah, el movimiento habría contado con menos eco entre los no judíos y quizá nunca habrá alcanzado la categoría de fe universal. Ésta, insistimos, no derivó de Pablo sino de una visión de la salvación contemplada como regalo de Dios para aquellos que se arrepentían y creían en Jesús, y legitimada por los dirigentes judeo-cristianos de Jerusalén.
La vida de los discípulos quedó marcada de forma muy relevante por la visión que hemos indicado en las páginas anteriores. Es muy posible que esa creencia no sólo en Jesús resucitado, sino también en que regresaría con juicio y recompensa, así como la fe en la gratuidad de la salvación, impulsara a la comunidad de Jerusalén a optar por un régimen de comunidad de bienes (Hch. 2, 43-7; 4, 32-7). Como ya hemos visto en una entrega anterior, el mismo no perduró por mucho tiempo, pero su voluntariedad, su falta de previsión y las formas anejas al mismo parecen indicar que brotó de un entusiasmo religioso del que la historia conoce algunos paralelismos.
Otro factor, al menos inicial, fue la práctica de reuniones cultuales diarias en las que la oración y las manifestaciones pneumáticas parecen haber tenido un papel esencial (Hch. 1, 14 y ss.; 2, 46-7) y que, desde el principio, se simultanearon con la asistencia propia de judíos piadosos al Templo de Jerusalén (Hch. 2, 46; 3, 1). Esto, ligado a un impulso intenso de testimonio (Hch. 2, 14 y ss.; 3, 11 y ss.; 4, 33, etc.), debió de encauzar aún más la existencia de la comunidad en tomo a patrones de pensamiento claramente religiosos.
De los discípulos se esperaba, sin duda, que cumplieran con la Torah, pero no según la halajáh típica de algún otro grupo judío. Los textos evangélicos acerca del shabat o de la kashrut («alimentos puros») traslucen la visión de la comunidad primitiva acerca del tema y su enfrentamiento con otras interpretaciones judías, pero no un rechazo de la Torah en relación consigo mismos. Ésta seguía vigente para el conjunto de los judeo-cristianos[1] y en ello debió de residir buena parte de su atractivo con respecto a otros judíos (Hch. 21, 20 y ss.). No se consideraba, sin embargo, de aplicación para los gentiles (Hch. 15).
Las normas de vida del judeo-cristianismo parecen haberse centrado en el cumplimiento de la Torah, de acuerdo a una halajáh específica, ciertamente, de la que nos quedan muy escasos vestigios aparte de Hch. 15 y ciertos pasajes evangélicos. Tal halajáh no permite pensar que, en ningún caso, el movimiento pudiera ser tachado de antinomiano. El Talmud y el Midrash los acusan de no guardar el shabat debidamente y preferir el domingo (Av. Zar. 6a y 7b; Taan. 27b), de no respetar las normas de kashrut (Av. Zar. 26a y b; Tos., Jul. 2, 20-1), de anteponer el Evangelio a la Torah (Shab. 116 a y b)[1] y, consecuentemente, de resultar peor que los paganos (Tos., Jul. 2, 20-1). Posiblemente, las tres primeras afirmaciones no eran sino fruto de una interpretación distinta de la Torah que descalificaba a los judeo-cristianos, si se partía de una perspectiva específica, y la última constituía sólo un ataque injurioso.
Ya hemos indicado que conocemos poco de la halajáh judeo- cristiana pero pasajes como el recogido en el Talmud que citan elogiosamente una interpretación de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; Tos., Hul. 2, 24) podrían indicar que pudo ser relativamente extensa y que, desde luego, resultaba mucho más flexible que la farisea en cuestiones como la kashrut o el shabat.
Al mismo tiempo, estuvieron presentes en el judeo-cristianismo constantes éticas que no necesariamente se acentuaban de la misma manera en el resto del judaismo de su época. Una de ellas, como ya hemos señalado, fue la exclusión absoluta del uso de la violencia, lo que, posteriormente, caracterizaría al cristianismo, de manera prácticamente generalizada, hasta inicios del siglo IV.[1] Pero además nos encontramos con otras referencias muy claras. Posiblemente sea la carta de Santiago la que ha conservado mejor esa visión ética del judeo-cristianismo afincado en Israel. En ella, aparte de insistir en la necesidad de guardar sin excepción toda la Torah (Sant. 2, 8-13), cuyo máximo precepto es el de amar al prójimo como a uno mismo (Sant. 2, 8), hallamos menciones a una ética cuyas manifestaciones son tan concretas como la caridad con los necesitados (Sant. 1, 27; 2, 14-6; 5, 1-6); el emplear la palabra con sabiduría, evitando cualquier tipo de juramento o murmuración (Sant. 3, 1-17; 4, 11-2; 5, 9 y 12); el no caer en favoritismos (Sant. 2, 1 y ss.); el rechazar los valores mundanos y, especialmente, la codicia (Sant. 4, 1-10; 5, 1-6); el soportar de manera paciente las adversidades (Sant. 1, 12-18, 5, 10 y ss.) y el poner toda esperanza en la venida de Jesús (Sant. 5, 7 y ss.) y en la actuación pneumática actual en la comunidad (Sant. 5, 14 y ss.). Se trataba, pues, de una lectura de la Torah —muy probablemente emanada de la realizada por el mismo Jesús— más preocupada de los aspectos éticos que de los rituales y ceremoniales, aunque éstos no quedaran excluidos.
CONTINUARÁ