Pese a lo que hemos señalado en la última entrega, no parece, sin embargo, que el retorno de Jesús pueda ser interpretado sólo desde una óptica amable como parte de la ideología del judeo-cristianismo. Sin duda, constituía un poderosísimo aliciente, determinante además de comportamientos éticos concretos, en el seno del movimiento. Era el punto focal de referencia de una esperanza proyectada hacia un mañana que se adivinaba de liberación, justicia y recompensa. Pero tal perspectiva excluía sin paliativos a los que no formaban parte del grupo de los creyentes. Para éstos, la segunda venida del Mesías implicaría el desencadenamiento de un juicio terrible, fruto de no haberse adherido a Jesús.
Indirectamente, o quizá no de forma tan indirecta, ésta es la idea que subyace bajo el discurso petrino en Hch. 2, 33 y ss. y que provoca el interrogante de los oyentes acerca de lo que deben hacer para evitar su condena[1] (un tema que analizaremos en el apartado siguiente). El Jesús, al que Dios reivindicaba como Señor y Mesías, volvería, pero, y esto era lógico, ese regreso no implicaría lo mismo para sus discípulos que para los que no lo habían aceptado. Éstos, como mínimo, debían esperar ser colocados como escabel de sus pies (Hch. 2, 34-5, véase Sal. 110, 1). No hay nada en esta interpretación de original, ya que el Sal. 110 es corrientemente interpretado en la literatura rabínica como mesiánico (Midrash sobre el Sal. 18, 36; Gn. Rab. 85, etc.), pero sí deja de manifiesto lo que se daba por implícito en el retorno de Jesús.
Lo mismo puede decirse del discurso petrino de Hch. 3, 12 y ss. Jesús regresará (v. 19-21), pero, en su calidad de profeta anunciado por Moisés y tal y como enseña la Torah (v. 22-23, Dt. 18, 15-6), todo aquel que no lo haya escuchado será desarraigado del pueblo de Israel y de las bendiciones anejas a tal condición.
El anuncio de juicio, sin duda, podía ser interpretado con un contenido eminentemente político —o torcido en ese sentido— y quizá ésa es la causa de que no aparezca mencionado en los interrogatorios de Pedro y Juan ante el Sanedrín (Hch. 4, 1-12; 5, 28-32), aunque el mensaje de que Jesús había resucitado y de la necesidad de conversión no resultaran omitidos. Jesús iba a volver, pero ese retorno —que sólo podía ser contemplado como una bendición por los que creían en él— tenía todos los visos de resultar terrible para los que no lo hubieran aceptado. Como señala Hch. 10, 42, desde luego formaba una parte esencial del mensaje y extendía tal juicio tanto a los vivos como a los ya fallecidos.[1]
Que tal expectativa no causó especial agrado en muchos de los que la escucharon se desprende de pasajes como el del linchamiento de Esteban (Hch. 7, 56 y ss.), pero contribuyó considerablemente a alentar la paciencia y la buena conducta de la minoría judeo- cristiana en Palestina, tal como queda de manifiesto Santiago 5, 17 y ss. La venida de Jesús implicaba liberación para los que habían creído en él (5, 8), pero juicio condenatorio para los que no lo habían aceptado o no eran consecuentes con su fe en Jesús (5, 9).
En Apocalipsis, la idea de juicio ligada a la segunda venida de Jesús es aún más clara, aunque el libro va referido en su mayoría al anuncio de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. J.C. La esperanza de los mártires —por no decir su reivindicación principal— es que Jesús ejecute su juicio sobre la humanidad (Ap. 6, 10). Sin embargo, el texto indica que ya habrá un juicio condenatorio de Dios sobre la apóstata Jerusalén antes de que Jesús vuelva, y que además tendrá lugar pronto. De la misma manera que la generación actual verá la aniquilación del Templo de Jerusalén, otra venidera contemplará el retomo de Jesús, que se llevará con él, primero, a sus fieles (Ap. 19, 1-10, especialmente v. 2 y 11) y vencerá después a los seguidores de la Bestia (Ap. 19, 11 y ss.). Llegará entonces un milenio —una circunstancia ausente del resto del Nuevo Testamento— durante el cual el Diablo estará atado. A su conclusión, se producirá la resurrección de toda la humanidad y tendrá lugar el juicio ante el gran trono blanco y serían arrojados aquellos que no creyeron en Jesús al lago de fuego y azufre (Ap. 20, 11-15).
Aquí nos encontramos con una escatología más detallada que la presente en los discursos petrinos de Hechos o en la carta de Santiago, aunque quizá habría que atribuir tal hecho a la circunstancia de que esta obra va dirigida a la comunidad y no a los ajenos a la misma. Se prevé el regreso del Cordero para vencer a sus enemigos e inaugurar un reino milenario y, finalmente, la resurrección de toda la humanidad, siendo condenados los que no creyeron en Jesús al lago de fuego y azufre. De hecho, en buena medida, el Apocalipsis posee un mensaje especialmente sugestivo en cuanto anuncia que el regreso de Jesús implicará recompensa para sus fieles (Ap. 22, 12 y ss.) y exclusión para los que no lo son, aquellos a los que se denomina «perros» y que pertenecen a la categoría de los «hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todo aquel que ama y hace mentira» (Ap. 22, 15, véase también 21, 8).
El resto de las obras relacionadas tradicionalmente con Juan presenta un punto de vista similar, aunque menos cargado de imágenes simbólicas. También en ellas está presente la idea del juicio condenatorio sobre aquellos que no recibieron a Jesús y la conexión de aquél con su retomo, aunque ya se haga presente ahora (Jn. 3, 16-8; 5, 22-30; 1 Jn. 4, 17, etc.).
Una idea similar se contempla, aunque con diversos matices, en el judeo-cristianismo de la Diáspora. La carta a los Hebreos conoce, por ejemplo, un juicio particular después de la muerte (9, 27), pero, a la vez, cree en un juicio terrible para los apóstatas y los incrédulos. Éste es relacionado con la venida de Jesús (10, 26- 39), que será de salvación para los que creen en él (9, 28).
También la 1 Carta de Pedro contiene referencias a Jesús como juez. Como se le atribuye en Hch. 10, Pedro vuelve a conectar el juicio de Jesús no sólo con los que estén vivos cuando él regrese, sino también con los muertos (4, 5). Para aquellos que no creen en Jesús, el juicio sólo puede constituir una expectativa terrible y más por cuanto tendrán que dar cuenta de sus actos ante el Mesías (4, 4 y ss.). Sin embargo, para los discípulos la creencia en el juicio sólo debe llevarles a vivir más de acuerdo con las enseñanzas recibidas (4, 1-19), viviendo correctamente entre los gentiles (2, 12), sometiéndose a las instituciones políticas del tipo que sean (2, 13-17), soportando la violencia ajena sin desencadenar la propia, sabedores de que ése fue el ejemplo que siguió el Mesías al encomendar el juicio al que «juzga rectamente» (2, 19-25). En otras palabras, sólo Cristo aparece dotado de la legitimidad para ejecutar juicio y justicia sobre los que hacen el mal, más específicamente, sobre los que no creen en él y maltratan a los cristianos, y así será, ciertamente, en su momento.
La misma tesis es recogida en 2 Pe. (2, 9; 3, 7 y ss.) —donde además encontramos referencia a otros juicios divinos como precedente (2, 4 y ss.)— y en Judas (14-5), donde además se toma como punto de partida una interpretación particular de Enoc 1, 9.
En cuanto a los escritos paulinos, existen también pasajes que relacionan la idea del juicio con Jesús y con su venida (Rom. 2, 16; 2 Tes. 2, 1-12; 2 Tim. 4, 1, etc.).
Una vez más, el judeo-cristianismo asentado en Israel aparece en las fuentes como el origen de una visión concreta de Jesús que resulta de especial trascendencia para su óptica de presente y de futuro. El Jesús que resucitó no sólo volverá a recompensar a sus fieles, sino que además es retratado como el juez que condena a los incrédulos. La historia tendrá un fin y una consumación, y la visión que se tenga de éstos ya determina el presente. Si los discípulos recibían presiones o eran víctimas del desprecio —posiblemente, incluso de la persecución— y de la injusticia, su respuesta no había de ser la violencia o la canalización de la esperanza hacia soluciones inmediatas y alternativas. Lo que se esperaba de ellos era que se sometieran a las autoridades establecidas, que soportaran con paciencia el mal —al estilo del Jesús injustamente condenado— y que proyectaran su esperanza hacia el juicio futuro ligado al retomo de Jesús. Cuando él volviera, los que creyeran serían liberados, mientras que los incrédulos recibirían el castigo, una venganza de Dios absolutamente merecida, que se descargaría sobre ellos a causa de sus pecados. Entre éstos, el definitivo, por supuesto, era el de no haber creído en Jesús.
Ante una perspectiva de ese tipo, cabía preguntarse cómo responder ante esa visión del futuro, ya desde el presente. Es más, la misma predicación de los discípulos pretendía —y en esto tomaba pie de Jesús— que los oyentes adoptaran una postura acorde con lo que ahora se anunciaba. Jesús volvería, pero no podía ser indiferente para cada sujeto individual el que lo hiciera como libertador o como juez condenador. A la respuesta que, según el judeo- cristianismo, había que dar frente a esta disyuntiva dedicaremos nuestra próxima entrega.[1]
CONTINUARÁ