Viernes, 26 de Abril de 2024

Las Epístolas universales (I): Santiago

Domingo, 31 de Julio de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS LAS FUENTES ESCRITAS (VIII): FUENTES CRISTIANAS (VI): Las Epístolas universales (I): Santiago[1]

La carta de Santiago es uno de los escritos del Nuevo Testamento que ha sido objeto de más controversia en cuanto a su datación, la determinación del autor y el juicio sobre su contenido. Ciertamente la afirmación de K. y S. Lake[1] en el sentido de que podía ser fechada en cualquier período desde el siglo II d. J.C. hasta el siglo XVII a. J.C. constituye una abierta exageración, pero permite aproximamos a la dificultad inherente a esta obra. T. Zahn y A. Harnack,[1] escribiendo en el mismo año, la dataron respectivamente en el 50 d. J.C. y entre el 120 y el 140 d. J.C. Por impresionante que pueda parecer la diferencia, estamos obligados a señalar que, en apariencia, el análisis interno del documento no es de gran ayuda para dilucidar las cuestiones señaladas. No hay referencias a personajes concretos (salvo el autor y otros bíblicos como Abraham, Isaac o Rahab) ni a lugares ni tampoco a eventos de cierta significación. Literariamente, la obra aparece inmersa en una tradición que va desde los Proverbios hasta el Pastor de Hermas o la Didajé pasando por la Sabiduría de Salomón o el Eclesiástico. El único punto de referencia es el hecho de que se confiesa como un escrito cristiano, pero las referencias a Jesús son escasas (1, 1; 2, 1) y algunos han especulado incluso con la idea de adscribir la obra al judaismo.[1] Con todo, hoy por hoy, parece claro que su carácter cristiano resulta indudable y más intenso de lo que se podría creer a primera vista.[1]

A nuestro juicio, sin embargo, la dificultad para determinar la adscripción a un ambiente cristiano o judío constituye uno de los primeros elementos que facilitan el encuadramiento de la carta en un entorno concreto. En la misma se percibe una ausencia prácticamente total de oposición (si se nos apura, de distinción incluso) entre el cristianismo y el judaismo. No se ataca al judaismo como tal, ni se le diferencia del entorno teológico o moral del autor. De hecho, la diatriba contra el opresor tiene claros paralelos con el profetismo veterotestamentario. A diferencia de otros escritos del Nuevo Testamento (la carta a los Hebreos) o externos al mismo (Didajé, Carta de Bernabé, etc.) está ausente la sensación de ruptura entre el cristianismo y su origen teológico en el judaismo.
Ciertas circunstancias adicionales nos revelan más datos en relación con la obra. Por un lado, y, como hemos visto, como algo esencial para la datación de nuestras fuentes, no hay la menor referencia a la destrucción del Templo en el año 70 d. J.C., algo inconcebible en un escrito cristiano posterior a esa fecha. Por otro, la descripción de las relaciones laborales en el campo (5, 1-6) parecen señalar a un encuadre cronológico que concluyó —en el sentido que aparece expresado en nuestra fuente— con la guerra del 66-73 d. J.C., y que encaja con la situación anterior al estallido de la guerra de los judíos. A lo anterior hay que añadir que las referencias climáticas (1, 11; 3, 11 y ss.; 5, 7, 17 y ss.) y en especial la relativa a las «lluvias primeras y las tardías» (5, 7), que tiene claras resonancias veterotestamentarias (Dt. 11, 4; Je. 5, 24; Jl 2, 23; Zac. 10, 1) apuntan a la situación concreta de la tierra de Israel y sur de Siria.[1]
En cuanto al contenido del mensaje de la carta da la absoluta impresión de provenir de un judeo-cristiano que se dirige a sus compatriotas hablándoles en su propio idioma. Así, por citar algunos aspectos concretos, la comunidad judeo-cristiana es una colectividad de judíos aún no escindida del judaismo y que acude a la sinagoga (2, 2; cf.: Hch. 6, 9); la base de los argumentos de la obra es la relación con el Dios único (2, 19), al que se invoca como Señor de los Ejércitos (5, 4), es decir, YHVH Tsebaot, un título de claras resonancias veterotestamentarias; Abraham es el padre común (2, 21); se apela a la Torah (2, 9-11; 4, 11 y ss.); las buenas obras son concebidas en los términos veterotestamentarios de dar limosnas y asistir a las viudas y a los huérfanos; el infierno es denominado con la expresión «Gehenna» (algo que en el Nuevo Testamento sólo aparece conectado con la persona de Jesús), etc.[1]
Los mismos adversarios de Santiago no resultan ser el judaismo organizado (como sucedió con Pablo en alguna ocasión), ni las autoridades civiles (como se percibe en 1 Pedro) ni la maquinaria imperial (el Apocalipsis). Los personajes a los que se refiere la carta en 2, 6 y ss. son judíos, pero se les ataca no por serlo (como, por ejemplo, podría pensarse en 1 Tes. 2, 14 - escrita tras las amargas experiencias de Pablo con sus paisanos en Tesalónica - sino por pertenecer a un estrato concreto de la población, el de los ricos exentos de arrepentimiento. De hecho, a nuestro juicio, resulta evidente que no hay nada en este escrito que trascienda del cuadro histórico que se describe en la primera parte del libro de los Hechos. Allí también es la clase alta judía la que se opone a la comunidad cristiana (Hch. 4-5; 13, 50), incluso en alguna ocasión con la mayor aspereza (Hch. 8, 1, 3; 9, 2; 11, 19). Por otro lado, la presencia gentil es totalmente inexistente. De más está decir que esto es susceptible de ser enlazado con la ausencia de señales de la evangelización a los gentiles así como de las tensiones producidas por la misma (leyes rituales, alimentos sacrificados a los ídolos, matrimonios consanguíneos, circuncisión, etc.). Como ha señalado acertadamente R. J. Knowling, Santiago se enfrenta con problemas judíos, los mismos que resaltó Jesús en su predicación.[1] Por otro lado, factores como el hecho de que ni siquiera haya referencias a la apostasía o a la pérdida del primer amor (algo relativamente común en los escritos neotestamentarios de los años sesenta y finales de los años cincuenta) parece abundar en el encuadramiento de la obra en los primeros tiempos del judeo-cristianismo en Israel.
Teológicamente, la carta también parece tener asimismo un contenido muy primitivo. No hay señales de herejía o cisma (como puede verse en las cartas de Pablo y de Juan) y también están ausentes los signos de un gnosticismo incipiente como se producirá en otros círculos judeo-cristianos según se pone de manifiesto en los documentos de la última parte del Nuevo Testamento. Por otro lado, la cristología es muy sencilla y tampoco presenta rasgos de controversia, hasta el punto de que se ha podido comentar que Santiago da la impresión de escribir antes de la crucifixión de Jesús.[1] El mismo pasaje de 5, 7-11 no puede estar más desprovisto de colorido escatológico y es bastante dudoso incluso que se refiera a la Parusía en sentido estricto. Finalmente, la idea de la ortodoxia no parece preocupar al autor (2, 19) y no existe el menor rastro de una defensa apologética de la fe.[1]
Desde el punto de vista eclesiológico, aparte de la ya mencionada vivencia en el seno del judaismo, no deja de ser curioso que las referencias cúlticas de Santiago (5, 12-20) sean específicamente judeo-cristianas sin paralelos en el judaismo helenista. Por añadidura, se hallan ausentes las referencias a un ministerio eclesial salvo la mención de los ancianos (5, 14) que procedían del judaismo (Hch. 4, 5, 8, 23; 6, 12) y de los maestros que tienen el mismo origen (3, 1). No existe, pues, ninguna jerarquía ministerial (comp. 1 Cor. 12, 28; Ef. 4, 11; Did. 13, 2; 15, 1 y ss.; Hermas 3.5.1) y la advertencia de Santiago contra querer ser maestros parece estar en la línea de diversos dichos de Jesús (Mt. 23, 6-11). Todos estos factores nos inclinan a datar esta fuente en fecha muy temprana, tema sobre el que volveremos una vez que analicemos las posibilidades de identificación de su autor.
La única referencia al mismo se halla en 1, 1 y aparece ligada a la mención de «Santiago siervo de Dios y del Señor Jesucristo». Parece claro que, sea o no genuina la referencia[1] - y no hay razones de peso para negarlo - se refiere a Santiago, el hermano del Señor.[1] De hecho, ese Santiago es el único de los cinco personajes neotestamentarios con ese nombre que es presentado de forma tan escueta. Dada la importancia del personaje, el argumento relativo a la pseudonimia queda precisamente debilitado por la ausencia de referencias continuas a episodios de la vida de Jesús o a la grandeza del supuesto autor.[1] Por otro lado, existen paralelos notables en el estilo de la carta y el utilizado por el Santiago descrito en Hch. 15.[1]
Las objeciones contra la identificación de Santiago con el autor no resultan, en nuestra opinión, nada convincentes. Por un lado, la actitud de la carta hacia la Torah (que no debería identificarse con la de algunos judaizantes cercanos; v. g.: Gál. 2, 12) se corresponde con la que conocemos de Santiago por los Hechos (15, 13-21, 24), en el sentido de que el énfasis se sitúa más en el aspecto moral que en el ritual. Armoniza además con el testimonio del mismo Pablo que distingue entre Santiago (con el que no se encuentra en situación de enfrentamiento) y algunos de sus seguidores (Gál. 2, 9-12).
La lengua griega en que está escrita la carta tampoco nos parece un argumento fundamentado sólido como para negar la autoría de Santiago. T. Zahn ha señalado las deficiencias lingüísticas del escrito[1] y J. N. Sevenster, quizá en el estudio más extenso hasta la fecha sobre la utilización del griego por los judeo-cristianos , dejó demostrada hace tiempo la absoluta posibilidad de que la obra pudiera haber salido de la pluma de un judío afincado en Israel.[1] A decir verdad, el hecho de que éstos podían emplear el griego koiné de manera habitual es hoy aceptado de forma prácticamente universal.[1] Como ha señalado A. W. Argyle, «sugerir que un muchacho judío crecido en Galilea no sabría griego es peor que sugerir que un muchacho galés criado en Cardiff no sabría inglés».[1] Por el contrario, es más que posible que el primer período del judeo-cristianismo viniera caracterizado por un buen número de miembros helenoparlantes.[1]
Sobre la base de todo lo anterior creemos que las circunstancias que confluyen en la carta apuntan a un encuadre que muy difícilmente podría encajar con otra persona que no fuera Santiago, el hermano de Jesús, y esto en época muy temprana del judeo-cristianismo. Recordemos que en esta fuente se reúnen la situación de ausencia de polémica con los gentiles, de inexistencia de la misión entre los paganos, de indiferenciación entre judaismo y cristianismo, de tolerancia por parte de las autoridades judías, de falta de controversia con Pablo —un tema sobre el que volveremos en la segunda parte—, de desconocimiento de la destrucción del Templo en el 70 d. J.C. o de incluso la revuelta judía anterior. Dado que el conflicto entre los gentiles se produjo a finales de los años cuarenta del siglo I y que Santiago parece haber ocupado un lugar de importancia en Jerusalén, si no desde hacia el año 35 (Gál. 1, 19) si al menos desde el 42-44 (cf.: las órdenes de Pedro en Hch. 12, 17), la carta no pudo ser escrita antes de esa fecha. Aun suponiendo que la obra reflejara en parte una controversia antipaulina sobre la fe y las obras (cosa más que improbable), tal hecho debería conectarse con la predicación del «Evangelio paulino» proclamado durante el primer viaje misionero de finales de los años cuarenta y acerca del cual el apóstol de los gentiles consultó con Santiago y otros (Gál. 2, 2), lo que nos proporcionaría un terminus ad quem por esas fechas para la redacción del libro y en cualquier caso, el mismo tendría que ser anterior a la decisión del concilio de Jerusalén.
Este conjunto de circunstancias —creemos que con base muy sólida— sitúan a nuestro juicio la redacción de la carta entre el 47-48 y finales de los cincuenta, y permite dar una explicación coherente a los paralelos indudables que existen entre la expresión lingüística de Santiago en la carta y la que se le atribuye en relación con el concilio de Jerusalén, tal y como se recoge en el libro de los Hechos. Posiblemente esta coherencia es lo que la ha llevado, con muy ligeros matices, a abrirse paso de manera muy notable en la consideración de algunos estudiosos como una obra no pseudonímica.[1]
Partiendo de estas bases de autenticidad e inmediatez geográfica y cronológica, el valor como fuente de la carta de Santiago es considerable en cuanto a información relativa al judeo-cristianismo en Israel anterior al 62 d. J.C., quizá incluso previo al año 50 d. J.C. Las relaciones con el judaismo (del que no se consideraba desprendida la comunidad jerosilimitana), las prácticas que podríamos denominar presacramentales, la teología y la visión social muestran, por otro lado, unos indicios de arcaísmo y de resonancias de la enseñanza de Jesús de enorme relevancia.

CONTINUARÁ

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