Este conjunto de escritos pertenece ya obviamente a un medio ubicado fuera de Israel, casi con toda seguridad relacionado con Asia Menor, en el que comenzaba a leerse el Evangelio de Juan en clave gnóstica.[1] La finalidad de estas epístolas fue precisamente evitar tal eventualidad. Sin embargo, como fuente trascienden del objeto del presente estudio que es estudiar el judeo-cristianismo palestino durante el siglo I.
Las obras de la escuela joánica (III): el Apocalipsis[1]
El libro del Apocalipsis tiene unas características únicas dentro del conjunto del Nuevo Testamento. Su relación con el tema de nuestro estudio es relativamente indirecta puesto que se referiría fundamentalmente a las tensiones que experimentaron ciertos sectores judeo-cristianos al entrar en contacto con el mundo gentil de Asia Menor.
La fecha de su redacción es objeto de controversia hoy en día, pues si bien existe un número considerable de autores que la sitúa a finales del siglo I, relacionándola con una supuesta persecución de Domiciano contra los cristianos, no es menos cierto que existe una tendencia creciente a datarla a finales de los años sesenta conectándola con la persecución de Nerón. La primera tesis se ha sustentado fundamentalmente en el hecho de que Ireneo, que escribió hacia el 180 d. J.C., se refirió a la Bestia de Ap. 13, 18 y la identificó con Domiciano (Adv. Haer. V, 30, 3). El pasaje es mencionado por Eusebio en dos ocasiones (HE III, 18, 2 y ss. y V, 8, 6) si bien no parece desprenderse ineludiblemente que éste situara la redacción del Apocalipsis en la época de Domiciano, aunque fija durante ese reinado el destierro de Juan a Patmos, identificando a éste con el apóstol, al igual que Victorino (In. Ap. X, 11). Todo esto implicaría que Juan, el autor del Apocalipsis, y Juan, el del Cuarto Evangelio, son la misma persona; que ambos coinciden con el apóstol Juan; y que el Apocalipsis fue «visto» durante el reinado de Domiciano. Ya hemos examinado la discusión actual relacionada con las dos primeras suposiciones. En cuanto a la tercera, tendremos ocasión de ver que no resulta tan obvia.
Clemente de Alejandría (Quis. div. salv? XLII, 1-15) ciertamente nos habla de que Juan, el autor del Apocalipsis, fue liberado de Patmos a la muerte del «tirano», pero en ningún momento identifica a qué personaje se refiere con este calificativo. Algo similar sucede con Orígenes (In. Matt. XX, 22), que nos habla de la condena de Juan a Patmos pero no la sitúa durante el reinado de ningún monarca en concreto. Por el contrario, Tertuliano, al igual que Hipólito (De Chr. et Antichr. XXXVI), señala que Juan estaba en Roma cuando fue desterrado y de ello parece desprenderse que el hecho tuvo lugar durante el principado de Nerón (Paersecr, XXXVI, 3). Al menos, así lo interpretó Jerónimo (De vir. ill. IX).
Epifanio (Adv. Haer. XLI, 12 y 33) sitúa el destierro de Juan en el reinado de Claudio César, si bien —cabe al menos la posibilidad— de que haya confundido a Nerón con Claudio como consecuencia de que el primero también tenía ese nombre. En cuanto a la versión siríaca del Apocalipsis[1] y la Historia de Juan, el hijo de Zebedeo, en siríaco, señalan que fue Nerón el que ordenó el destierro de Juan. Aparentemente, pues, las noticias patrísticas acerca del período de datación de la obra están divididas en cuanto a relacionarlo con la época de Nerón o la de Domiciano.
Hay que señalar, en primer lugar, y pese a los parecidos evidentes que este escrito presenta en su trasfondo histórico y teológico con I Pedro (claramente datable antes de la persecución neroniana), que en el Apocalipsis nos hallamos con una situación posterior. La actitud hacia el Imperio es negativa puesto que se ha iniciado la persecución neroniana del 65 d. J.C.[1] En repetidas ocasiones se hace referencia a la necesidad de un juicio divino contra la «Bestia» (Ap. 6, 9 y ss.; 16, 6; 17, 6; 18, 20, 24; 19, 2; 20, 4) y se trasluce que el autor había vivido una situación de persecución en la que el poder imperial había derramado la sangre de sus correligionarios sin ningún tipo de contemplaciones. Este cuadro encaja con la persecución neroniana y con la tradición de la muerte de algunos apóstoles como Pedro y Pablo, mientras que no se corresponde con lo que sabemos acerca de Domiciano.
De hecho, el análisis de las fuentes antiguas resulta descorazonador a la hora de encontrar signos de una persecución imperial contra los cristianos durante el reinado de Domiciano. Suetonio, que residió en Roma durante la mayor parte de este reinado, no menciona nada al respecto y Plinio, que a la circunstancia anterior une la de haber formado parte del senado, señalaría después su ignorancia acerca de los cristianos y de cómo tratarlos de acuerdo con el derecho del Imperio (Ep. X, 96). Tertuliano —en un testimonio reflejado por Eusebio (HE IV, 20, 7)— parece admitir que se tomaron algunas medidas aisladas contra algunos cristianos, pero las mismas se limitaron al destierro y concluyeron en breve tiempo con el perdón de los condenados (Apol. V). Eusebio (HE III, 17-20) hace referencia a una persecución contra los cristianos en la época de Domiciano, pero es incapaz de mencionar el nombre de uno solo de los mártires e incluso la referencia a Domitila y a Flavio Clemente está plagada de errores. Así, señala que este último fue desterrado en lugar de ejecutado como dice Suetonio [Domiciano XVI] y afirma que Domitila era sobrina de Flavio Clemente cuando de hecho era esposa de Clemente y sobrina de Domiciano. Por otro lado, parece que el caso de Domitila estuvo más relacionado con razones políticas que religiosas[1] y además Eusebio partía de Melitón de Sardis, que, muy posiblemente, inventó la existencia de una persecución bajo Domiciano con la finalidad de mostrar que sólo los «malos emperadores» habían perseguido a los cristianos.[1] Añadamos a lo anterior que la calificación de Domiciano como el emperador bajo el cual tuvo lugar «la más cruel persecución en todo el mundo» no se produjo hasta el siglo V con Orosio (Hist. adv. p. VII, 10, 1). Ciertamente, no es poca distancia.
Este conjunto de aspectos, que hemos reseñado someramente, hacen que, a nuestro juicio, resulte muy difícil de aceptar la idea de situar una persecución —y más, generalizada— contra los cristianos en la época de Domiciano.[1] Por lo tanto, difícilmente podría situarse en su reinado el ambiente del que surgió el Apocalipsis.
Por el contrario, el contexto que deja traslucir el libro sí parece que encajaría en el clima de la persecución neroniana. Para empezar, la persecución se limita a la ciudad de Roma (Ap. 13, 14-17), pero no se menciona en las provincias (Ap. 1-2), circunstancias ambas que, como en su día señaló Sherwin-White,[1] armonizan con lo que sabemos de este evento. El mismo libro (13, 8) indica además cuál es el nombre de la Bestia mediante un ingenioso recurso a la gematría. El mismo aparece como 666, es decir, la suma de las letras en hebreo (o arameo) para Nerón César. Tal identificación ha sido confirmada por los hallazgos de Qumrán[1] y tiene paralelos en Suetonio (Nerón XXXIX) —quien nos dice que se practicaba un curioso juego gemátrico con Nerón cuyo nombre en griego sumaba 1005, es decir, lo mismo que «mató a su madre», una referencia a un crimen del emperador— y en Filostrato (VI. Apol. IV, 38), donde a Nerón se le denomina, muy elocuentemente, la «Bestia».
Por otro lado, la descripción de la Bestia encaja con Nerón en otros aspectos. En primer lugar, está la referencia a la herida de espada sufrida por la Bestia posiblemente vinculada con el suicidio del emperador. Tenemos además las noticias relacionadas con la estatua o imagen de la misma (Ap. 13, 4, 12-15; 14, 9-11; 15, 2; 16, 2; 19, 20; 20, 4) que, fácilmente, podría identificarse con el episodio acerca de Nerón descrito por Tácito en Ann. XIII, 8.[1]
Ap. 17, 9-11 contribuye por añadidura a confirmar este punto de vista. Según este pasaje, Roma ha tenido ya cinco reyes, otro está reinando, y otro tiene que venir por un período muy breve. Una vez más, los datos encajan con el período al que hacemos referencia. Los reyes ya pasados serían 1. Augusto, 2. Tiberio, 3. Calígula, 4. Claudio y 5. Nerón. Galba correspondería al sexto (reinó de junio del 68 a enero del 69) y Otón al séptimo y duró poco (de hecho, de enero a abril del 69).
En relación con el contexto judío de la obra, resulta asimismo evidente que no se ha producido una ruptura absoluta entre cristianismo y judaismo (aunque ya se producen indicios de la misma, v. g.: Ap. 2, 9 y 3, 9) y que la esperanza de la Parusía es patente (Ap. 2, 25). Sin duda, ha comenzado la guerra judía, pero el Templo no ha caído aún del todo en poder de los romanos (Ap. 11, 1 SS.) ni tampoco la gran ciudad en que se crucificó a Jesús, el Señor (11, 8 y 18, 10) que, obviamente, sólo puede ser Jerusalén y no Roma. Los miembros del pueblo de Dios (¡al que se identifica con Israel y no con una nueva entidad espiritual!) han experimentado la persecución en Jerusalén (Ap. 11, 7 y ss.) y han huido de la ciudad en un intento de ponerse a salvo (Ap. 12, 1 y ss.), aspecto éste que recuerda las advertencias de Jesús en los denominados Apocalipsis sinópticos y que excluye, siquiera indirectamente, que los judeo-cristianos se identificaran con los zelotes que la defendían. Con todo, desde el punto de vista del autor, la suerte del Templo ya está echada. Había sido medido —un símbolo veterotestamentario para indicar lo irreversible del juicio divino (2 Re. 21, 13; Is. 34, 11; Lam. 2, 8; Am. 7, 7-9 y especialmente Ez. 40-45; v. g.: 44, 23 y 43, 7-10)— y será arrasado.
Este conjunto de circunstancias, principalmente el hecho de que las fuentes más primitivas no identificaran al emperador que desterró a Juan con Domiciano o incluso lo hicieran con Nerón, llevó a diversos autores a situar la redacción de Apocalipsis entre la muerte de Nerón en el 68 y la caída de Jerusalén en el 70. Ésa fue la postura de T. Zahn,[1] A. S. Peake,[1] E. B. Allo,[1] J. B. Lightfoot,[1] B. F. Westcott,[1] e incluso F. Engels.[1] Tal punto de vista se vio sometido a un cambio de posición radical en el siglo XX por parte de algunos teólogos,[1] aunque no sucedió lo mismo en el terreno de la ciencia histórica. B. W. Henderson situó el Apocalipsis en la época de Nerón[1] y volvió a sustentar años después idéntico punto de vista.[1] En el mismo sentido, se expresaron G. Edmundson,[1] A. D. Momigliano,[1] A. Weigall[1] y K. A. Eckhardt.[1] Más recientemente, aunque con ciertas matizaciones, ha defendido esta misma posición Ch. Rowland.[1] Aunque no se puede adoptar una respuesta dogmática sobre esta cuestión, creemos que efectivamente el punto de vista expresado por estos autores es el más razonable y que los datos anteriores obligan a fijar la fecha de redacción de la obra a finales del año 68. Desde esa perspectiva, sería incluso posible identificar las diversas cabezas de la «Bestia». Galba —como indicaría 17, 10— estaría en el trono, Nerón habría muerto hacía poco, y podría creerse no sólo que Roma se vería entregada a la anarquía interna, sino que además la misma Jerusalén —simbolizada con el nombre de Babilonia, la gran ciudad donde habían sido asesinados Jesús y algunos de sus seguidores— acabaría pereciendo frente a las hordas romanas y su Templo arrasado. Al respecto, el autor del Apocalipsis no puede ser más claro. La gran ciudad es la ciudad del Templo (Ap. 11, 1 y ss.) y la misma en la que fue crucificado Jesús (Ap. 11, 8). Esa gran ciudad, también llamada Babilonia por su apostasía, será destruida por la Bestia romana (Ap. 18, 10 y ss.). Con ello, se cumpliría el juicio de Dios contra los perseguidores judíos de los discípulos de Jesús.[1]
Henderson[1] vio en Apocalipsis 9, 14-16 y 16, 12 referencias a la creencia de que Nerón sería apoyado en su regreso a Roma por el rey de los partos; y en 11, 2 y 20, 9, a la situación de la guerra contra Roma en Judea, un conflicto aún inconcluso mientras se escribía Apocalipsis; 17, 16 y ss. relacionado con la crisis del Imperio a finales del 68 d. J.C.; y 18, 17 y ss. como una descripción del incendio de Roma que había tenido lugar cuatro años antes.[1] De nuevo, estos argumentos abogarían por una datación en los años sesenta para el libro.
La conciliación de todo esto con las fuentes que relacionan el encarcelamiento de Juan con el gobierno de Domiciano resulta, por otra parte, sencilla. A mediados del año 70 d. J.C. Vespasiano se hallaba en Alejandría, mientras su hijo mayor, Tito, sitiaba Jerusalén. Su hijo menor, Domiciano, fue nombrado César y utilizó la residencia imperial (Tácito, Hist. IV, 2 y Suetonio, Domiciano, I); se le invistió del «imperium consulare» y se escribió su nombre en el encabezamiento de edictos y despachos (Tácito, Hist. IV, 3 y Dión Casio, Hist., LXV, 2, 1 y ss.). En ese período —tal como indica Tertuliano— un profeta judeo-cristiano llamado Juan habría sido condenado por Domiciano al destierro en Patmos. En junio, Domiciano abandonó Roma y en el 71 Vespasiano tomó como colega a Nerva y, quizá, en este período Juan fue liberado. De ser cierta esta hipótesis,[1] Juan habría sido condenado por Domiciano y liberado por Nerva (como afirma la tradición) pero en el 70-71 y no durante el período de reinado de aquél. Para entonces, su obra ya estaría escrita desde hacía tiempo e incluso se ha formulado la hipótesis de que en parte lo hubiera sido antes del destierro y de que mensajes similares a los contenidos en ella fueran la causa de su condena.[1] Esta solución que proponemos es, a nuestro juicio, la única que permite hacer justicia a los diferentes datos que nos proporcionan tanto el análisis interno como externo del libro en torno a su fecha de redacción. La misma se habría producido entre el 68 y el 70 d. J.C., si bien antes de la caída de la ciudad de Jerusalén.
Pasemos ahora a la cuestión del autor del libro. Que éste presenta puntos de contacto con el del Cuarto Evangelio resulta difícil de negar. En ambos casos, el Hijo es llamado el Verbo; se le identifica con el Cordero de Dios; y se habla de su victoria ligada a la de los que le siguen (un factor en común con las Epístolas; v. g.: Jn. 16, 33 y I Jn. 5, 4). En el Apocalipsis se presenta como un profeta de nombre Juan (1, 4 y 9; 22, 8), preso en Patmos por una circunstancia relacionada con el hecho de ser cristiano. Añadamos a esto que Juan, el profeta, parece gozar de un cierto predicamento entre las iglesias de Asia Menor que, históricamente, se relacionan con un ministerio de Juan en la Diáspora. Este conjunto de circunstancias conecta estrechamente a ambos autores, pero, pese a todo lo anterior, la diferencia de estilo literario entre ambas obras dificulta la identificación sin más del autor del Cuarto Evangelio con el del Apocalipsis. Se ha alegado que tales diferencias se deben al género literario o a la imposibilidad de pulir el estilo de la obra en Patmos, pero tales opciones distan de ser plenamente convincentes. No obstante, es difícil negar que ambos autores poseen rasgos que hacen pensar que pertenecieron a una misma «escuela teológica» (por denominarla de alguna manera) que estaba dotada de una cierta especificidad. Como ya vimos al tratar el Cuarto Evangelio, éste era judeo-cristiano y originario de Israel. Desde luego, el autor del Apocalipsis era asimismo un judeo-cristiano de Israel muy bien informado de los avatares bélicos posteriores al 66 d. J.C. y anteriores al 68 d. J.C. Como judeo-cristiano, precisamente chocaba con el cristianismo gentil de algunas iglesias de Asia Menor (2, 14; 2, 20 y ss.) y cabe la posibilidad de que pudieraser identificado con Juan, el anciano que había sido discípulo de Juan el apóstol, al que se refieren algunos Padres. Con todo, tal supuesto no pasa de ser una hipótesis razonable y no puede descartarse que sea el mismo apóstol.
¿Esperaba este Juan un enfrentamiento escatológico inmediato entre Cristo y un gobernante que sería Nerón? Así lo ha pensado algún autor,[1] pero, desde nuestro punto de vista, tal visión dista mucho de resultar convincente. Ciertamente, Juan profetizó una serie de juicios contra diversas naciones (Roma e Israel, especialmente) y, a la vez, proyectó a sus lectores hacia la esperanza escatológica ligada a un juicio cercano y a la Parusía, pero no parece que tal proceso pueda seguirse de manera exactamente lineal. De hecho, más bien se tiene la impresión de que en el Apocalipsis[1] se entrelazan al menos dos hilos conductores, uno presente y otro futuro. El presente (descripciones relativamente fáciles de reconocer acerca de Roma e Israel) nos permite encuadrar la obra en un contexto histórico exacto y descubrir el juicio que del mismo tenían los primeros cristianos. El futuro sirve al autor para mostrar a sus lectores cómo la Historia actual tendrá similitudes con la del futuro, pero, entonces, ligada a la victoria final del Mesías. Empero, no nos hallamos una visión cíclica de la historia.
El continuo avance hacia el futuro a partir de las condiciones presentes ha permitido a ciertos autores elaborar interpretaciones coherentes y sólidas del libro sin referirlas necesariamente a personajes históricos concretos y limitándose a ver sus descripciones paradigmas de todas las épocas.[1] En otros casos, se ha tendido a contemplar la obra como una serie de repeticiones continuadas en torno al mismo marco de hechos,[1] algo que la estructura septenaria del libro favorece de manera singular.[1] Posiblemente, esta especial estructura explique que ya hacia el año 180 Ireneo no supiera el significado del 666, o que la Oda 22 de las Odas de Salomón hubiera ya identificado al monstruo de siete cabezas con el mismo Satanás. Esta última posibilidad no es tan rara si tenemos en cuenta que las operaciones con 666 pueden reducirse a 8 (7 más 1), lo que, para algunos, constituía un símbolo del Diablo.[1] Por si fuera poco, no olvidemos que el número 666 aparece en algunos manuscritos como 616 (¿Kyrios Kaisar? ¿Nerón César?), lo que hace más difícil su interpretación[1] en términos de Historia específica y facilita su exégesis simbólica. Así, la Bestia vendría a ser una imagen del poder civil absoluto que persigue a los seguidores de Jesús, una conducta que Nerón tipificó magníficamente. En cualquiera de los casos, el final de los enemigos de Dios siempre será la ruina terrenal y eterna.
Si aceptamos tal perspectiva, el Apocalipsis nos aparece como una lectura del presente (los capítulos 1-3 son buena muestra de ello) —un presente que podía volverse terriblemente cruel para los judeo-cristianos como lo había demostrado la persecución de Nerón—, pero que permitía interpretar el futuro. Sucediera lo que sucediese en el mismo, la última palabra estaría en manos de Dios y de su Mesías.
La visión de Juan en relación con el futuro cercano se mostró sorprendentemente lúcida y exacta. Jerusalén, descrita como la Gran Ciudad Babilonia, fue arrasada y también pasó lo mismo con el Templo. La destruyó Roma, en la que se había apoyado durante décadas para mantener el statu quo. Con referencia al futuro, el mensaje de que algún día, tras una persecución generalizada de los discípulos de Jesús peor que la neroniana y llevada a cabo por alguien del que Nerón era una muestra, tendría lugar la Parusía y con ella la conclusión adecuada de la historia, no ha dejado de resultar estimulante, generación tras generación, para cristianos en conflicto con el poder civil.
Presumiblemente, el autor del Apocalipsis, tras recuperar su libertad, marchó a Asia Menor, donde se estableció y ocupó un papel de importancia en las iglesias de la zona, pero esa andadura es algo que ya sobrepasa nuestro ámbito de estudio. No obstante, debemos dedicar algún espacio a señalar el valor que esta fuente tiene para nosotros. Para empezar, resulta indiscutible su origen judeo-cristiano, ligado a una preocupación muy clara por el destino de Israel y por las comunidades enclavadas en ese territorio. Los destinatarios de la obra son, principalmente, iglesias de Asia Menor (c. 1-3), pero el origen de la misma es judeo-cristiano y originario de Israel, a juzgar no sólo por el conocimiento de ese trasfondo sino también por el tipo de griego utilizado.
El Apocalipsis nos permite así acceder, siquiera indirectamente, no sólo a datos históricos concretos sino también a una visión ideológica específica cuyo origen se hallaba en la tierra de Israel y que, como hemos señalado, presenta puntos de contacto específicos con el Cuarto Evangelio, sintiéndose además enfrentada con algunas manifestaciones del cristianismo gentil. Como tendremos ocasión de ver, cuestiones como el tratamiento posterior de los decretos del concilio de Jerusalén, el destino de los judeo-cristianos en el territorio de Israel o su especial cristología aparecen en esta fuente arrojando no poca luz acerca de su significado y trascendencia.
CONTINUARÁ