Si, como Lucas, los Evangelios Sinópticos plantean problemas relacionados con su datación, fuentes y autoría, estas cuestiones tampoco están ausentes del estudio del Evangelio de Juan. Modernamente se tiende (Barret, Beasley-Murray, Brown, Snackenburg, etc.) a negar que el autor haya sido Juan, el hijo de Zebedeo. Sin embargo, la primera identificación en este sentido es relativamente temprana (Ireneo, Adv. Haer., 3, 1, 1, citado por Eusebio en HE, 5, 8, 4), y pretende sustentarse en el testimonio del mismo Policarpo. Pese a todo, la noticia es menos segura de lo que podría parecer a primera vista. Así, ninguna otra literatura relacionada con Éfeso (v. g.: la Epístola de Ignacio a los Efesios) cita la supuesta relación entre el apóstol Juan y esta ciudad. Además es posible que Ireneo haya experimentado una confusión relacionada con la noticia que, supuestamente, recibió de Policarpo. Así Ireneo señala que Papías fue oyente de Juan y compañero de Policarpo (Adv. Haer., 5, 33, 4) pero, de acuerdo con el testimonio de Eusebio (HE 3, 93, 33), Papías fue, en realidad, oyente de Juan el presbítero —que aún vivía en los días de Papías (HE 3, 39, 4)— y no del apóstol. Pudiera ser, por tanto, que a ese Juan, se refiriera Policarpo. Por último, otras referencias a una autoría de Juan, el apóstol (Clemente de Alejandría, citado en HE 6, 14, 17 o el Canon de Muratori), revisten un carácter demasiado tardío o legendario como para resultar plenamente convincentes.
A pesar de lo ya señalado, el análisis de la evidencia interna permite acceder a noticias relacionadas con la redacción y con el personaje conocido como el «Discípulo Amado». Las referencias recogidas en 21, 24 y 21, 20 podrían identificar al redactor inicial con el Discípulo Amado,[1] o, tal vez, como la fuente principal de las tradiciones recogidas en el mismo. Pese a todo, esto no nos permite aclarar sin asomo de duda si el mismo es Juan, el apóstol. En cuanto al Discípulo Amado, se le menciona explícitamente en 13, 23; 19, 26-27; 20, 1-10 y 21, 7 y 20-4; y, quizá, en 18, 15-16; 19, 34- 7 e incluso 1, 35-6. De la lectura de este material se desprende que el Evangelio nunca identifica por nombre al Discípulo Amado (aunque tampoco a Juan, el apóstol). Ciertamente, si en la Última Cena sólo hubieran estado presentes los Doce, obviamente el Discípulo Amado tendría que haber sido uno de ellos, pero tal dato dista de ser totalmente seguro.
Pese a todo lo anterior pensamos que no existen razones de peso que lleven a negar de manera dogmática la posibilidad de que el Discípulo fuera Juan, el apóstol. Aún más. Creemos que incluso existen algunos datos que apuntan en tal dirección. En primer lugar, se hallan los aspectos que podríamos denominar «geográficos». Así, en el Evangelio de Juan, el ministerio de Jesús en Galilea tiene una enorme importancia, hasta el punto de que la región aparece mencionada más veces en este Evangelio que en ningún otro (véase, especialmente: 7, 1-9). Dentro de esa región, Cafarnaum, una zona vinculada estrechamente con Juan, el de Zebedeo, (1, 19; 5, 20), recibe un énfasis muy especial (2, 12; 4, 12; 6, 15) en contraste con lo que otros evangelios denominan el lugar de origen de Jesús (Mt. 13, 54; Lc. 4, 16). La misma sinagoga de Cafarnaum es mencionada más veces que en ningún otro Evangelio. De igual forma, este Evangelio hace referencia al ministerio de Jesús en Samaria (c. 4), algo explicable si recordamos la relación de Juan, el de Zebedeo, con la evangelización judeo-cristiana de Samaria (Hch. 8, 14-17). Este nexo ha sido advertido por diversos autores con anterioridad[1] y reviste, en nuestra opinión, una importancia fundamental. Añadamos también dentro de este apartado que las descripciones del Jerusalén anterior al 70 d. J.C. que aparecen en este Evangelio encajan con lo que sabemos de la estancia de Juan en esta ciudad después de Pentecostés. De hecho, los datos suministrados por Hch. 1, 13-8, 25, y por Pablo (Gál. 2, 1-10) señalan que Juan se encontraba todavía en la ciudad antes del año 50 d. J.C.
A estos aspectos que hemos denominado «geográficos» habría que añadir otros de carácter «personal» que encajan asimismo con lo que sabemos de Juan, el de Zebedeo. Para empezar, éste formaba parte del grupo de tres (Pedro, Santiago y Juan) más próximo a Jesús. Resulta un tanto extraño que un discípulo supuestamente tan cercano a Jesús como el «Discípulo Amado», de no tratarse de Juan, no aparezca siquiera mencionado en otras fuentes. Asimismo Juan fue uno de los dirigentes judeo-cristianos que tuvo contacto con la Diáspora, al igual que Pedro y Santiago (Sant. 1, 1; 1 Pe. 1, 1; Jn. 7, 35; 1 Cor. 9, 5), lo que encajaría con algunas de las noticias contenidas en fuentes cristianas posteriores en relación con el autor del Cuarto Evangelio. Esta obra procede además de un testigo que se presenta como ocular, circunstancia que, una vez más, se cumple en Juan, el de Zebedeo.
En cuanto al vocabulario y el estilo del Cuarto Evangelio señalan a una persona cuya lengua primera era el arameo y que escribía en un griego correcto, pero lleno de aramismos, algo que de nuevo tiene paralelos en Juan, el hijo de Zebedeo. Finalmente, el trasfondo social de este personaje armoniza perfectamente con lo que cabría esperar de un «conocido del sumo sacerdote» (Jn. 18, 15). De hecho, la madre de Juan era una de las mujeres que servía a Jesús «con sus posesiones» (Mt. 27, 55-56; Lc. 8, 3), al igual que la esposa de Juza, administrador de las finanzas de Herodes. De igual forma sabemos que contaba con asalariados a su cargo (Mc. 1, 20). Quizá algunos miembros de la aristocracia sacerdotal lo podrían mirar con desprecio por ser un laico (Hch. 4, 13), pero el personaje debió de distar mucho de ser mediocre a juzgar por la manera tan rápida en que se convirtió en uno de los primeros dirigentes de la comunidad jerosilimitana, situado sólo detrás de Pedro (Gál. 2, 9; Hch. 1, 13; 3, 1; 8, 14; etc.).
En el caso de que Juan, el de Zebedeo, no fuera el autor del Evangelio —y como se puede ver las razones a favor son de peso y numerosas—, éste tendría que ser algún discípulo muy cercano a Jesús (por ejemplo, como los mencionados en Hch. 1, 21 y ss.) que contara con un peso considerable dentro de las comunidades judeo-cristianas de Israel, pero del que, inexplicablemente, no se ha conservado el nombre. La posibilidad de que tuviera cierta relación posterior con Asia Menor es algo que será examinado más adelante.
Con respecto a la datación de esta obra, no puede dudarse de que el consenso ha sido casi unánime en las últimas décadas. Generalmente, los críticos conservadores la han situado a finales del siglo I o inicios del II, mientras que los radicales, como Baur, la han ubicado hacia el 170 d. J.C. Uno de los argumentos utilizados como justificación de esta postura era leer en Jn. 5, 43 una referencia a la rebelión de Bar Kojba. El factor determinante para refutar esta datación tan tardía fue el descubrimiento en Egipto del p 52, perteneciente a la última década del siglo I o primera del II, donde aparece recogido un fragmento de Juan. Esto marca la fecha de redacción en torno al 90-100 d. J.C. como máximo. Pese a todo, creemos que existen razones poderosas para situar la redacción del Evangelio en una fecha anterior.
Ya C. H. Dodd,[1] pese a seguir la corriente de datar la obra entre el 90 y el 100, atribuyéndola a un autor situado en Éfeso, reconoció que el contexto del Evangelio se halla relacionado con circunstancias «presentes en Judea antes del año 70 d. J.C., y no más tarde, ni en otro lugar».[1] Precisamente por ello, no dudó en afirmar que la obra resulta «difícilmente inteligible»[1] fuera de un contexto puramente judío anterior a la destrucción del Templo e incluso a la rebelión del 66 d. J.C. A pesar de estas conclusiones, C. H. Dodd se aferró a la tesis de que Jn. 4, 53 era una referencia a la misión gentil y de que el testimonio de Juan recordaba la situación en Éfeso en Hch. 18, 24-19, 7. Ambos extremos, aun en el supuesto bastante dudoso de ser correctos no obligan, sin embargo, a fechar el Evangelio de Juan con posterioridad al 70 d. J.C. De hecho, la misión entre los gentiles fue asimismo previa al 66 d. J.C., y, en cuanto a la noticia de Hch. 18 y 19, también va referida a sucesos acontecidos antes del 66 d. J.C.
Por añadidura, existen, en nuestra opinión, circunstancias que obligan a pensar en una redacción final del Evangelio antes del 70 d. J.C. Entre ellas habría que destacar especialmente:
1. La cristología muy primitiva: Jesús es descrito como «profeta y rey» (6, 14 y ss.); «profeta y mesías» (7, 40-2); «profeta» (4, 19 y 9, 17); «mesías» (4, 25); «Hijo del hombre» (5, 27) y «maestro de Dios» (3, 2). Aunque, ciertamente, Juan hace referencia a la preexistencia del Verbo, tal concepto está presente asimismo en Q —que identifica a Jesús con la Sabiduría eterna.
2. El trasfondo: que —como ya se percató Dodd— sólo encaja en el mundo judío palestino anterior al 70 d. J.C.
3. La ausencia de referencias a circunstancias posteriores al 70 d. J.C.: la única sería, aparentemente, la noticia en relación con la expulsión de las sinagogas de algunos cristianos (Jn. 9, 34 y ss.; 16, 2). Para algunos autores[1], tal circunstancia está conectada con la birkat ha-minim, al que nos referiremos en la segunda parte de nuestro estudio, e indicaría una redacción posterior al 80 d. J.C. Lo cierto, sin embargo, es que utilizar el argumento de la persecución para dar una fecha tardía de redacción de los Evangelios no parece de recibo desde el estudio realizado al respecto por D. R. A. Hare[1]. De hecho, tal medida fue utilizada ya contra Jesús (Lc. 4, 29), Esteban (Hch. 7, 58) y Pablo (Hch. 13, 50) con anterioridad al 66 d. J.C. Por otra parte, cuenta con numerosos paralelos en la historia judía posterior, desde Rabi Eliezer hasta los primeros jaisidim pasando por Spinoza.
4. La ausencia de referencias a los gentiles en el Evangelio: lo que obliga a datarlo en una fecha muy temprana, cuando tal posibilidad tenía poca relevancia, lo que hace imposible que armonice con un contexto efesino.
5. La importancia dada a los saduceos: se sigue reconociendo el papel profético del sumo sacerdote (Jn. 11, 47 y ss.), lo que carecería de sentido tras el 70 d. J.C. —no digamos ya tras Jamnia— dada la forma en que este segmento de la vida religiosa judía se eclipsó con la destrucción del Templo.
6. La ausencia de referencias a la destrucción del Templo: la profecía sobre la destrucción del Templo atribuida a Jesús (2, 19) no sólo no se conecta con los sucesos del año 70, sino con los del 30 d. J.C. En un Evangelio donde la animosidad de los dirigentes de la vida cúltica está tan presente —algo con paralelos en los datos suministrados por el libro de los Hechos en relación con Juan— tal ausencia resulta inexplicable si es que, efectivamente, el Evangelio se escribió después del 70 d. J.C.
7. La descripción topográfica: la misma resulta rigurosamente exacta,[1] hasta el punto de que no sólo revela un conocimiento extraordinario de la Jerusalén anterior al 70 d. J.C., sino que además considera que la misma no «fue» así, sino que «es» así (4, 6; 11, 18; 18, 1; 19, 41).
8. El hecho de que no se haya producido la muerte del Discípulo Amado aunque eso sería lo normal: esta circunstancia, indicada en el c. 21, ha sido utilizada para justificar una fecha tardía de la fuente, y más teniendo en cuenta que presupone la muerte de Pedro (21, 18-23) en la cruz (comp. con 12, 33 y 18, 32). Con todo, tal aspecto nos indicaría como mucho una fecha posterior al 65 d. J.C. En efecto, en ese contexto cronológico, preguntarse si el Discípulo Amado (y más si se trataba de Juan) iba a sobrevivir hasta la venida de Jesús resultaba lógico puesto que Santiago había muerto en el 62 d. J.C.; Pedro en el 65 y Pablo algo después. Es asimismo lógico que muchos pensaran que la Parusía podía estar cercana y que, quizá, el Discípulo Amado viviría hasta que tuviera lugar. Él no era de la misma opinión. No era lo que Jesús les había dicho a él y a Pedro, sino que Pedro debía seguirlo sin importar lo que le sucediera al primero (Jn. 21, 21 y ss.). Ahora Pedro había muerto (65 d. J.C.) pero nada indicaba que, por ello, la Parusía estuviera cerca. Una vez más, la destrucción del Templo en el 70 d. J.C. no es mencionada.
Sin ánimo dogmático, resulta, en nuestra opinión, como lo más plausible suponer que la conclusión del Cuarto Evangelio se escribió en una fecha situada, como mucho, entre el 65 y el 66 d. J.C., siendo esta última o bien obra de él —que hablaría entonces en tercera persona— o bien de algún discípulo suyo. El contexto resulta, igualmente a nuestro juicio, claramente judeo-cristiano y asentado en Israel. En cuanto al resto del Evangelio, sin duda, es anterior al 65 d. J.C., pero, con seguridad, posterior a la misión samaritana de los años treinta y quizá anterior a las grandes misiones entre los gentiles de los años cincuenta.
La acumulación de todo este tipo de circunstancias explica el que un buen número de especialistas haya situado la redacción del Evangelio con anterioridad al 70 d. J.C.,[1] así como los intentos, poco convincentes en nuestra opinión, de algunos autores encaminados a pasar por alto la solidez de estos argumentos y, a la vez, conjugarlos con una datación tardía del Evangelio. Estas interpretaciones chocan, a nuestro juicio, con el inconveniente principal de no responder a los argumentos antes señalados, fundamentalmente, en relación con el trasfondo histórico.[1]
Como fuente histórica relacionada con nuestro estudio, el Cuarto Evangelio reviste una considerable importancia en la medida en que muestra el pensamiento teológico del judeo-cristianismo asentado en Israel, posteriormente, se proyectaría sobre la Diáspora.
CONTINUARÁ