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Lunes, 25 de Noviembre de 2024

Las fuentes clásicas

Domingo, 12 de Junio de 2016

LAS FUENTES HISTÓRICAS (I): LAS FUENTES ESCRITAS (I): FUENTES CLÁSICAS Y JUDÍAS: Las fuentes clásicas

El papel de las fuentes clásicas en relación con el judeo-cristianismo en Israel del siglo I es, sin lugar a dudas, muy limitado. Realmente no se nos suministra en ellas datos de importancia acerca de este fenómeno histórico, aunque sí se nos permite —siquiera indirectamente— acercarnos a la visión que, todavía en el siglo II, tenían los autores romanos sobre el cristianismo primitivo.

Tácito

Nacido hacia el 56-57 d. J.C., desempeñó los cargos de pretor (88 d. J.C.) y cónsul (97 d. J.C.). No conocemos con exactitud la fecha de su muerte pero es posible que se produjera durante el reinado de Adriano (117-138 d. J.C.). De sus dos obras, las Historias —de las que sólo nos han llegado los libros I-IV y parte del V— recogen una breve historia del pueblo judío hasta la guerra con Tito, pero es en los Anales, escritos hacia el 115-117, donde aparece una mención explícita del cristianismo.

El texto, situado en Anales XV, 44, no aporta realmente mucha información acerca del judeo-cristianismo, pero permite ver que, primero, se consideraba tal movimiento como originario de Judea; segundo, se pensaba que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre propio— y tercero, se afirmaba que para el reinado de Nerón el colectivo había llegado a Roma, donde no era precisamente popular.

Suetonio

Aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d. J.C.), ejerció la función de tribuno durante el de Trajano (98-117 d. J.C.) y secretario ab epistulis en el de Adriano (117-138), cargo del que fue privado por su mala conducta. Tampoco este autor nos habla directamente del judeo-cristianismo en Israel, pero sí parece hacer referencia en su Vida de los doce Césares (Claudio XXV) a una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal «Cresto».[1]

El pasaje parece concordar con lo relatado en Hch. 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d. J.C.). En cualquier caso no pudo ser posterior al año 52. Se discute si «Chrestus» es una lectura asimilable a Christus. En ese sentido se definió Schürer[1] junto con otros autores.[1] Graetz, por el contrario,[1] ha mantenido que «Chrestus» no era Cristo sino un maestro cristiano contemporáneo del alejandrino Apolos, al que se mencionaría en 1 Cor. 1, 12, donde debería leerse «Jréstou» en lugar de «Jristou». La idea de que Cresto fuera un mesías judío que hubiera acudido a Roma a sembrar la revuelta resulta un tanto inverosímil. Sea Cresto una deformación de Cristo o el nombre de un maestro cristiano, lo cierto es que el pasaje parece indicar que apenas unos años después de la muerte de Jesús, el nuevo fenómeno religioso había llegado a Roma y que sus componentes eran fundamentalmente —si es que no únicamente— judíos.

Las fuentes judías (I): Flavio Josefo

Contamos con un número considerable de datos acerca de Flavio Josefo dado que fue autor de una Autobiografía (Vida) en la que nos suministra cuantiosa información acerca de sí mismo. Nacido en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. J.C.), pertenecía a una distinguida familia sacerdotal cuyos antepasados —según la información que nos suministra el propio Josefo— se remontaban hasta el período de Juan Hircano. Insatisfecho con la educación religiosa que había recibido en su infancia, a la edad de dieciséis años comenzó a estudiar las sectas de los fariseos, saduceos y esenios, e incluso llegó a vivir tres años en el desierto con un ermitaño llamado Banno. A los diecinueve años, regresó finalmente a Jerusalén y entró a formar parte de la secta de los fariseos (Vida 2). Hacia el 64 d. J.C. viajó a Roma con el fin de obtener la libertad de algunos sacerdotes judíos que habían sido conducidos allí cautivos por razones de poco peso.

A través de un actor judío llamado Alitiro, conoció a Popea, lo que le permitió lograr su objetivo y regresar a Judea colmado de regalos (Vida 3). En el 66 d. J.C. estalló la guerra contra Roma. Josefo sostiene que él había desaconsejado la ruptura de hostilidades (Vida 4) —cabe la posibilidad de que así fuera dado que la aristocracia judía se beneficiaba del statu quo existente en la zona—[1] y que sólo intervino en la contienda obligado por presiones muy fuertes. No obstante lo anterior, Josefo acabó uniéndose al levantamiento e incluso llegó a ser general en jefe de las tropas judías en Galilea (Vida 7; Guerra XX, 4). Sus actividades militares concluyeron en el año 67 d. J.C. con la captura de la plaza de Jotapata o Yotapata por los romanos (Guerra III, 8, 7-8). Llevado ante Vespasiano, le predijo su futuro entronizamiento (Guerra III, 8, 9), lo que tuvo como resultado inmediato que el romano lo tratara con notable consideración (Vida 75; Guerra III, 8-9) y que, en el año 69, al ser proclamado emperador por las legiones de Egipto y Judea, otorgara la libertad a Josefo (Guerra IV 10, 7), acompañando a su benefactor a Alejandría (Bello IV 11, 5). Regresó de nuevo al escenario bélico con Tito y colaboró en la tarea de incitar a sus compatriotas, cercados en Jerusalén, a la rendición (Guerra V 3, 3; 6, 2; 7, 4; 9, 2-4; 13, 3; VI 2, 1-3; 2, 5; 7, 2; Vida 75). Invitado a tomar parte del botín, a sugerencia del vencedor romano, cuando tuvo lugar la toma de la ciudad, afirma haberse contentado con lograr la libertad de algunos amigos y de un hermano, así como con hacerse con algunos libros sagrados. Parece incluso que consiguió la conmutación de la pena capital de tres hombres ya crucificados, de los que uno se salvó finalmente (Vida 75).

Terminada definitivamente la contienda, Josefo se trasladó a Roma, donde Vespasiano le regaló una mansión, le otorgó la ciudadanía romana y le asignó una pensión anual (Vida 76), así como una finca en Judea. Ni siquiera las denuncias de algunos compatriotas como Jonatán de Cirene (Vida 76; Guerra VII 11, 1-3) hicieron tambalearse tan favorable situación. Tanto Tito como Domiciano continuaron prodigándole su favor, habiéndole concedido este último emperador la exención de impuestos de su finca judía (Vida 76). Focio (Biblioteca 33) fecha la muerte de Agripa en el 100 d. J.C. De ser esta noticia correcta, Josefo habría vivido hasta el siglo II puesto que la Vida se escribió con posterioridad a ese hecho (Vida 65). No obstante, el dato de Focio dista de ser seguro.

De entre las obras de este autor nos interesan especialmente, en relación con la historia del judeo-cristianismo palestino del siglo I, la Guerra de los judíos y las Antigüedades, la primera en la medida que recoge datos contemporáneos al desarrollo del conflicto y la segunda por cuanto contiene referencias explícitas al mismo.

 

La Guerra de los judíos o Guerra judía se halla dividida en siete libros de acuerdo con un plan original de Josefo. Del prefacio 1, se deduce que la obra fue escrita originalmente en arameo y más tarde reelaborada por el mismo autor en griego con la ayuda de secretarios (C. Ap. I, 9).[1] No cabe duda de que para su elaboración partió fundamentalmente de su propia experiencia (C. Ap. I, 9, [49]), aunque algunos autores han apuntado a una obra flaviana[1] o a los Commentarii de Vespasiano.[1] La obra es considerablemente tendenciosa y no puede dudarse de que constituye un intento —afortunado por otra parte— de congraciarse con el vencedor deformando los hechos históricos en justificación de la política de éste. Que satisfizo a los romanos es indudable.

Tito en persona recomendó la publicación de la obra (Vida 65) y Agripa —a fin de cuentas un paniaguado de Roma— escribió sesenta y dos cartas alabando su veracidad (Vida 65). Con todo, la presentación divergente del conflicto —en cuanto a sus causas y al verdadero papel de Roma en la zona— que se aprecia en las Antigüedades deja de manifiesto que el mismo Josefo no estuvo nunca convencido de la versión dada en la Guerra de los judíos y que, al final de sus días, intentó dejar a la posteridad una más cercana a la verdad histórica. Este factor resulta de especial interés para nosotros por cuanto permite advertir los condicionantes ideológicos del autor a la hora de redactar sus escritos históricos.

Las Antigüedades abarcan en veinte libros toda la Historia de Israel desde el Génesis hasta el año 66 d. J.C. Algunos autores han visto en ello un intento paralelo de la historia romana de Dionisio de Halicarnaso pero no es seguro que efectivamente ése fuera el origen del plan y de la división de la obra. No vamos a analizar aquí las fuentes relativas a la información josefina no relacionada con el judeo-cristianismo. En cuanto a éste, exponemos más adelante el valor que asignamos a los datos proporcionados en sus obras. Será entonces cuando hagamos referencia al que, a nuestro juicio, puede ser su origen. No obstante, adelantamos que consideramos el mismo oral y, quizá menos probable, emanado de fuentes sacerdotales (Véanse paralelos en Contra Apión I, 7; Vida I, 1).

Es muy posible que las Antigüedades se escribieran a lo largo de un período bastante dilatado. Parece ser que el proceso de redacción experimentó diversas interrupciones (Pról. 2) y que, finalmente, se concluyó en el año trece de Domiciano (93-94 d. J.C.), contando el autor unos cincuenta y seis años (Ant. XX 12, 1). La obra, de contenido claramente apologético según propia confesión del autor (Ant. XVI 6, 8), no iba dirigida a los judíos sino a un público compuesto por griegos y romanos.

 

En las obras de Flavio Josefo nos encontramos con dos referencias claras al judeo-cristianismo en Israel. La primera se halla en Ant. XVIII 63, 64 y la segunda en XX, 200-203. Su texto en la versión griega es como sigue:

 

Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas éstas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos.

Ant. XVIII, 63-64

 

El joven Anano… pertenecía a la escuela de los saduceos, que son, como ya he explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús, el llamado «Mesías», y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por aquello. Por lo tanto enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento. Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo.

Ant. XX, 200-203

 

No vamos a referimos aquí a los problemas de fiabilidad histórica que presentan las Antigüedades en su conjunto, sino a los testimonios concretos acerca de Santiago, el hermano de Jesús, y del mismo Jesús. Aclaremos además que el segundo pasaje nos interesa no por lo que señala en sí sobre este último, sino por refle jar la existencia de un grupo de seguidores suyos, así como por referirse a su origen.

Ninguno de los dos pasajes de las Antigüedades relativos al objeto de nuestro estudio es aceptado de manera unánime como auténtico.[1] No obstante, podemos señalar que, por regla general, el referente a Santiago es prácticamente aceptado como tal por la inmensa mayoría de los estudiosos, resultando además muy común aceptar la autenticidad del segundo texto y rechazar la del primero en todo o en parte.[1]

El pasaje relativo a Santiago implica, desde luego, menos dificultad que el relacionado con Jesús, como ya hemos señalado antes. El personaje en concreto fue uno de los dirigentes principales de la comunidad de Jerusalén antes y después de la marcha de Pedro (Hch. 15, 1 y ss.; 21, 18 y ss.). De él se nos dice que era hermano de Jesús, el llamado «Mesías» (Cristo). El término «legomenos» no implica en sí juicio de valor afirmativo o negativo sino solamente una manera de identificar al tal Jesús. Que esto proceda de Josefo parece lo más natural si tenemos en cuenta que aparecen varios con este nombre en su obra y que éste intenta distinguirlos siempre de alguna manera.[1] En el caso del hermano de Santiago parece lo más lógico que optara por la identificación más sencilla: «le llamaban Mesías». Cuestión aparte, en la que Josefo no entra, es que lo fuera o no.

 

De aceptarse la tesis de que las palabras «Jesús, llamado Mesías» fueran una interpolación nos encontraríamos con varios problemas de nada fácil resolución. El primero es el hecho de que resulta muy difícil aceptar que un interpolador cristiano se hubiera conformado con una referencia tan modesta. Más probable es que hubiera optado por añadir elementos edificantes y hagiográficos a la historia, aspectos ambos que están ausentes de la misma.[1] En segundo lugar, aquí «Mesías» aparece como título —lo que era efectivamente— y no como un nombre, deformación lingüística que se aprecia en los cristianos actuales y que surgió pronto en el ámbito helenístico. Un interpolador cristiano, sobre todo si hubiera sido de origen gentil, jamás hubiera añadido una coletilla de tan rancio sabor judío. En tercer lugar, señalemos que Orígenes conoció este pasaje y lo cita tal cual no disminuido en su contenido que —como hemos señalado— encajaría a la perfección con Josefo.[1] A nuestro juicio, pues, el pasaje de Ant. XX tiene todos los visos de ser auténtico. Debemos señalar además que el hecho de que Josefo hablara en Ant. XX de Santiago como «hermano de Jesús, llamado Mesías» sin dar más explicaciones al respecto acerca del mencionado Jesús da pie a suponer que había hecho referencia a este personaje concreto con anterioridad.[1] Lo cierto es que, efectivamente, tenemos una referencia anterior acerca de Jesús en Josefo, la que se halla en Ant. XVIII 3, 3.

Ciertamente la autenticidad del mencionado texto no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo XIX[1] y el hecho resulta comprensible si tenemos en cuenta que todos los manuscritos que han llegado hasta nosotros lo incluyen sin excepción. Cabe decir, por lo tanto, que la evidencia textual de los manuscritos se manifiesta unánimemente en favor de su autenticidad. Con todo, ciertas presuntas inconsistencias de tipo interno aconsejan examinar a fondo el texto y discernir lo que puede haber de josefino en el mismo. Comenzaremos por aquellas partes que, en nuestra opinión, deben ser atribuidas sin dudar a Josefo.

Parece bastante posible que la afirmación de que Jesús era un «hombre sabio» sea josefina. Ciertamente esa modestia de atributos en relación con Jesús encaja difícilmente con un interpolador cristiano.[1] Tanto la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos hace prácticamente imposible que su origen sea cristiano. Añadamos a esto que la expresión, por el contrario, tiene paralelos en el mismo Josefo (Ant. XVIII 2, 7; X 11, 2) y, por lo tanto, es muy posible que proceda de este autor.

También es muy probable que resulte auténtico el relato de la muerte de Jesús. Se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma —un argumento exculpatorio común en autores judíos hasta el siglo XXI— y se descarga la culpa inherente a la orden de ejecución sobre Pilato, algo que ningún evangelista[1] (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano. Por último, otros aspectos del texto apuntan asimismo a un origen josefino. En primer lugar, está la referencia a los saduceos como «los primeros entre nosotros». Esta expresión encaja perfectamente con el estilo del Josefo de las Antigüedades en discrepancia con el de la Guerra, donde nunca emplea el pronombre de primera persona. Finalmente, la referencia a los cristianos como «tribu» (algo no necesariamente peyorativo) también armoniza con las expresiones josefinas (Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6) aunque habría sido descartado por un interpolador cristiano.

Resumiendo, pues, se puede afirmar que resulta muy posible que Josefo incluyera en las Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía. Pasemos a continuación a las expresiones cuya autoría resulta más dudosa.

En primer lugar, está la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo). El pasaje, tal como nos ha llegado, pudiera tener resonancias neotestamentarias claras (Lc. 23, 35; Jn. 7, 26; Hch. 9, 22). No es imposible que Josefo conociera algunos escritos del Nuevo Testamento y, hoy por hoy, parece demostrado que conocía relativamente bien el cristianismo y que incluso en las Antigüedades se recogen diversos intentos de interpretación de las Escrituras contrarias a las de este movimiento,[1] pero, con todo, aquí no nos hallamos con una declaración neutra al estilo de la de Ant. XX, sino con lo que podría ser una confesión de fe. Salvo algún caso aislado, que sostiene la conversión de Josefo,[1] existe una total unanimidad hoy en día en negar —como ya en su día lo hizo Orígenes (Contra Celso I, 47; Comentario sobre Mateo X, 17)— la posibilidad de que este autor creyera en Jesús como Mesías. Es por ello por lo que el pasaje, tal como nos ha llegado, no pudo salir de su pluma.

 

Ahora bien, no se puede descartar que, efectivamente, Josefo hiciera una referencia a las pretensiones mesiánicas de Jesús. De hecho parece obligado considerarlo así si tenemos en cuenta que le serviría para explicar el que a sus seguidores se les denominara «cristianos». Cabe incluso la posibilidad de que fuera una nota injuriosa[1] que resultó suprimida por un copista cristiano que se sintió ofendido por la misma, aunque resulta también verosímil que Josefo se limitara a señalar que Jesús era considerado el Mesías por algunos sin que él apoyara tal pretensión.[1] De ser cierto este último supuesto, también el pasaje resultó previsiblemente alterado —por considerarlo demasiado tibio— por el copista cristiano. Seguramente, las palabras «si es que se le puede llamar hombre» son una interpolación cristiana. Parecen desde luego presuponer la creencia en la divinidad de Cristo (algo impensable en un judío no cristiano). Ahora bien, indirectamente sirven para reforzar el carácter auténtico del «hombre sabio» josefino. Es posible que el supuesto censor cristiano no se sintiera contento con lo que consideraba un pálido elogio de Cristo y que añadiera la apostilla de que no se le podía limitar a la categoría de simple ser humano.

La expresión «maestro de hombres que aceptan la verdad con placer» posiblemente sea también auténtica en su origen si bien en la misma podría haberse deslizado un error textual al confundir (intencionadamente o no) el copista la palabra taaeze (lo maravilloso) con taleze (lo verdadero). De hecho, el pasaje, con esta variación, presenta resonancias de Josefo por cuanto tanto las expresiones paradodsa erga[1] como edoné déjeszai[1] cuentan con paralelos en las Antigüedades. Por otro lado, la lectura, que con taleze resultaba aceptable para un cristiano al convertir a los seguidores de Jesús en amantes de la verdad, con taaeze encajaría perfectamente en una visión farisea moderada de Jesús: él fue un hombre sabio, pero sus seguidores, en su mayoría, eran gente que buscaban sólo el aspecto espectacular.

Finalmente, nos queda por discutir el grado de autenticidad que puede tener la referencia de Josefo a la resurrección de Jesús. Desde luego, tal como nos ha llegado, es difícil que provenga de este autor porque —una vez más— implicaría prácticamente una confesión de fe cristiana.[1] Ahora bien, admitido este punto, caben dos posibilidades: que el texto sea una interpolación total o que presente un cercenamiento del original. Sin ningún dogmatismo, creemos que esta última posibilidad es la que más se acerca a la realidad. De ser cierta, el relato adquiriría además una clara coherencia porque señalaría la base de explicación de la permanencia del movimiento originado en Jesús: no es que hubiera resucitado, sino que sus seguidores lo afirmaban.[1]

Resumiendo, pues, podemos decir que el cuadro acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a continuación. Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, presumiblemente por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron deshacerse de él entregándolo a Pilato, que lo crucificó. Ahora bien, el movimiento no terminó ahí porque los seguidores del ejecutado, llamados cristianos en virtud de las pretensiones mesiánicas de su maestro, «dijeron» que se les había aparecido. De hecho, en el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado por Anano si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo de los ocupantes sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el movimiento. Cuando Josefo escribía, seguían existiendo seguidores de Jesús.

Aparte de los textos mencionados, tenemos que hacer referencia a la existencia del Josefo eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última,[1] recogida por un tal Agapio en el siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las páginas anteriores. No obstante, resulta obligatorio mencionar que su autenticidad es cuando menos problemática aunque no pueda descartarse sin más la posibilidad de que reproduzca algún texto de Josefo más primitivo que el que nosotros poseemos. Su traducción al castellano dice así:

En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado maravillas.

—En cuanto a la versión eslava,[1] poca duda puede haber de que no es sino un conjunto de interpolaciones no sólo relativas a Jesús sino también a los primeros cristianos. Ciertamente contó con una valoración inusitada e injustificada por parte de Robert Eisler (1929-1930), que pretendía basar en la misma algunas de sus especiales teorías sobre el carácter de Jesús y del movimiento originado en él. Sin embargo, como señalaría uno de los autores más influidos por Eisler, «con unas pocas notables excepciones, la tesis del doctor Eisler ha sido vigorosamente repudiada por los eruditos de denominación cristiana, judía y agnóstica».[1]

Lo cierto es que el entusiasmo de Eisler por esta fuente y su interpretación subsiguiente de la figura de Jesús, como ya hemos señalado con anterioridad, no llegaron a prender del todo ni siquiera en sus imitadores. S. G. F. Brandon, en una obra de muy discutible metodología y conclusiones, pretendió que en el Josefo eslavo había una fuente más cercana al original que la que ha llegado hasta nosotros. Desafortunadamente, no sólo no fundamentó con un mínimo de convicción su tesis, sino que incluso llegó a violentar el contenido de esta fuente para hacerla encajar en presuposiciones de trabajo. En cuanto a J. W. Jack, atribuyó el Josefo eslavo a una falsificación consciente que la Iglesia ortodoxa habría utilizado para combatir la herejía, contradiciendo así la tesis de Eisler que veía el origen de la difusión más bien en un grupo de judaizantes. La explicación de J. W. Jack tampoco resulta convincente y, en términos generales, parece ser un eco de tesis expresadas un año antes por J. M. Creed.[1]

Ciertamente, y en esto existe un consenso casi unánime, no parece posible determinar si existe algo en ella que pueda servimos como fuente histórica toda vez que los pasajes parecidos a los de Antigüedades aparecen en la Guerra y que además se hace referencia a otros episodios adicionales. Aunque algún aspecto de la misma parece confirmar nuestra reconstrucción de Josefo (v. g.: son los discípulos y no Josefo quienes afirman que Jesús ha resucitado, a Jesús se le atribuyen obras milagrosas, es ejecutado por Pilato, etc.), consideramos muy arriesgado concederle ningún valor documental de relevancia.[1]

CONTINUARÁ

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