Jueves, 28 de Marzo de 2024

Las fuentes judías (II): literatura rabínica

Domingo, 19 de Junio de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS LAS FUENTES PARA LA HISTORIA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN ISRAEL EN EL S. I (II): Las fuentes judías (II): literatura rabínica[1]

Este tipo de literatura es fruto de la actividad docente, exegética y recopiladora de los escribas y rabinos. Surgida en buena medida de un deseo de hacer accesible la Biblia en la vida cotidiana, del estudio de la misma derivan consecuencias legales (halajáh) e histórico-teológicas (haggadáh). La primera aparece conectada directamente con el texto escriturístico en forma de comentario o bien se sistematiza temáticamente. Este último modelo es el seguido por la Misná, la Toseftá y los dos Talmudes, obras que pueden agruparse bajo el epígrafe de literatura talmúdica. En ellas la haggadáh aparece intercalada con la halajáh pero en diverso grado. La segunda cristalizó fundamentalmente en forma de interpretación de la Biblia. El comentario rabínico, sea haggádico o halájico, se denomina «Midrash». En cuanto a la exégesis popular y tradicional de la Biblia se ha transmitido en el Tárgum. Su origen seguramente es precristiano pero de las compilaciones que han llegado hasta nosotros la más temprana no resulta anterior al siglo II d. J.C.

 

1. Literatura talmúdica

a) La Misná

La palabra Misná o Mishnah podría traducirse literalmente como «repetición» y, efectivamente, tal fue el significado que le atribuyeron algunos Padres.[1] No obstante, la concepción hebrea parece contener mejor la idea de «enseñar o aprender la ley oral», tarea realizada, eso sí, a través de la repetición.[1] Constituye el código más antiguo de la Torah judía que ha llegado hasta nosotros, aunque contamos con antecedentes en las Reglas de Qumrán, el Rollo del Templo y Jubileos 50. La obra se divide en seis órdenes (sdrym), a su vez subdivididos en sesenta tratados (msktvt), aunque en las ediciones impresas aparecen como sesenta y tres, ya que Baba qamma, Baba mesía y Baba Batra son independientes, al igual que Sanedrín y Makkot. Cada tratado aparece dividido en capítulos (prqym) y párrafos (mshnyvt). El lenguaje de la Misná es hebreo posbíblico (misnaico) y su contenido es halájico en la práctica totalidad. Con la excepción de las Middot y Abot, la haggadáh sólo aparece esporádicamente.

La tradición judía atribuye la composición de la obra a R. Yehudá ha-Nasi a finales del siglo II o comienzos del III. d. J.C.[1] cuya muerte debió de producirse entre el 192-193 y el 217-220 d. J.C., Con todo, hay citas de rabinos posteriores a Yehudá ha-Nasi de lo que indica un proceso de edición y canonización de la obra algo lento. La Misná pues refleja, aunque de manera parcial, la forma de interpretación de la ley judía que se dio cita en las escuelas asentadas en Israel desde finales del siglo I hasta finales del siglo II d. J.C.

 

b) La Toseftá

Esta obra (tvspt’ = suplemento) constituye otro intento de recopilación de normas interpretativas de la Torah. A diferencia de la Misná, no logró alcanzar rango canónico. Su contenido es esencialmente tanaítico y, tradicionalmente, se ha atribuido a R. Hiyyá b. Abba, discípulo de Yehudá ha-Nasi. No obstante, es más probable que la obra sea una fusión de dos colecciones halájicas de Hiyyá y Hoshayá.[1] Su estructura es muy similar a la de la Misná. De los sesenta y tres tratados de la última sólo faltan Abot, Tamid, Middot y Quinnim; el resto cuenta con equivalente en la Toseftá. Contiene mayor cantidad de haggadáh que la Misná.

 

c) El Talmud de Jerusalén

La Misná se convirtió durante los siglos III y IV en la obra esencial en las escuelas rabínicas asentadas en Israel, especialmente en Tiberiades. Enriquecida con materiales de procedencia diversa (exégesis, otras colecciones) se convirtió en el Talmud palestinense o de Jerusalén (TalPal o TJ). En el mismo se interpreta el texto de la Misná pasaje a pasaje, recurriendo muy frecuentemente a la casuística. Incluye las opiniones de los amoraítas (literalmente «locutores»), letrados del período posmisnaíco correspondiente a los siglos III y IV, y las baraitot (singular bryt’), dichos que no registra la Misná, pero que son coetáneos de la misma y que se citan en hebreo dentro de un pasaje arameo del Talmud.

Este Talmud menciona a Diocleciano y a Juliano, pero no a figuras judías posteriores a la segunda mitad del siglo IV, por lo que su estructura actual debió de adquirirla poco después del 400 d. J.C.[1] Aunque su contenido principal es halájico, reúne asimismo una considerable riqueza de materiales haggádicos.[1] Hasta nosotros sólo han llegado los cuatro primeros sedarim (con la excepción de los tratados Eduyyot y Abot) y el comienzo de Niddá.[1] Los comentarios y discusiones arameos, la Guemarah, están escritos en dialecto galileo.

 

d) El Talmud de Babilonia

Se cree que la Misná fue llevada a Babilonia por Abba Arika Rab, un discípulo de Yehudá ha-Nasí.[1] No tardó en sufrir un considerable incremento de material que concluyó en su codificación final en el siglo VI.[1] En el Talmud babilónico (Tal-Bab), la haggadáh está representada más ampliamente que en el de Jerusalén, aunque tampoco abarca toda la Misná. El primer séder se ha perdido por completo salvo Berajot; Shekalim está ausente del segundo séder; el cuarto carece de Eduyyot y Abot, el quinto de Middot, Quinnim y la mitad de Tamid y el sexto se ha perdido salvo Niddá. Aunque abarca treinta y seis tratados y medio frente a los treinta nueve del Talmud de Jerusalén, en la práctica, es cuatro veces más voluminoso y, en sus ediciones, aparecen siete tratados extracanónicos a continuación del cuarto séder. Desde la Edad Media, ha sido objeto de mayor veneración.

 

2. El Midrash

Aparte de la Misná, la Toseftá y los dos talmudes existen otros escritos de corte rabínico relacionados con el Antiguo Testamento y dedicados al comentario del mismo pasaje por pasaje. Estos comentarios (= midrashim) contienen material halájico y haggádico. Las composiciones más antiguas (Mekilta, Sifra, Sifre) son una mezcla de ambos, pero con predominio halájico. Su vinculación principal con la Misná se da en lo relativo a la época y el contenido. Las posteriores suelen ser haggádicas casi por completo (Midrash Rabbá, etc.), aparecieron en época amoraítica y se compilaron en el período siguiente. El origen de los midrashim no está en el estudio académico de la Torah, sino en los sermones pronunciados en la sinagoga con fines de edificación espiritual.

Las tres obras más antiguas, Mekilta (sobre Éx. 12-23) atribuida a R. Ismael,[1] Sifra (sobre Lv.) y Sifre (Nm. 5-35 y Dt.) forman un grupo claramente independiente.[1] Con frecuencia se mencionan en el Talmud y, más concretamente, Sifra y Sifre de manera explícita. Se ha afirmado —aunque siga siendo objeto de controversia—[1]que la Mekilta y Sifre reflejan la visión de la antigua halajáh, mientras que la Misná, la Toseftá y Sifra corresponderían a un período posterior de la evolución jurídica. En Sifra es muy escasa la haggadáh, mientras que en la Mekilta y Sifre la proporción de haggadáh es considerable (cerca de la mitad en el último escrito). La lengua de los midrashim tanaíticos, como acontece con los restantes comentarios, es hebrea en la práctica totalidad, si bien ocasionalmente aparecen palabras, frases o incisos en arameo. En su forma original, los midrashim tanaíticos fueron compuestos en el siglo II d. J.C. pero experimentaron una revisión con posterioridad.

 

3. El Targum

La palabra aramea (y hebrea) targum deriva del acadio targumanu, el «intérprete», que, a su vez, puede haberse originado en el hitita. En el sentido con que la empleamos aquí se refiere a todo un segmento de la literatura rabínica relacionado con la traducción de los textos sagrados, aunque, en realidad, más que de traducción tendríamos que hablar de perífrasis en las que aparecen insertos buen número de elementos interpretativos. Aunque en los libros con contenido legal las ampliaciones tienen forma halájica, por el contrario, en su mayoría son de origen haggádico.

Todos los libros bíblicos poseen un Targum salvo aquellos que ya contienen fragmentos en arameo, como es el caso de Esdras, Nehemías y Daniel. En algún caso, como sucede con los libros del Pentateuco o Esther, existe una pluralidad de targumim. Los targumim estaban en algunos casos relacionados con la liturgia (fragmentos de un Targum sobre Levítico Q IV), pero este hecho no es, ni lejanamente, generalizado (Tg de Job Q XI). En Nehemías 8, 8 se recoge el relato de una interpretación oral de la lectura pública de la Torah y no resulta inhabitual asociar este episodio con los orígenes de los targumim. A esta lectura del Templo se añadirían además otras cuyo trasfondo sería sinagogal. La finalidad inmediata era hacer accesible —mediante la traducción y la interpretación— el contenido de las Escrituras hebreas a una población cuya lengua hablada ya no era el hebreo. Los targumim se aplicaban a los textos leídos de manera oficial en la sinagoga, es decir, la Torah y las haftarot o pasajes de los profetas seleccionados en relación con aquélla. La lectura se realizaba primeramente sobre el texto sagrado y luego, versículo a versículo (la Torah), o en trozos más amplios (profetas o escritos); el targumista interpretaba oralmente el pasaje en concreto. Los targumistas no podían tener ante sus ojos un texto escrito mientras pronunciaban la interpretación —presumiblemente para que no se confundiera ésta con el texto sagrado— y, por lo tanto, la memoria y los métodos mnemotécnicos tenían un valor esencial. Con todo, no existe constancia de que los targumim no pudieran ser consignados por escrito.

 

Existen tres targumin de la Torah. El primero es el denominado Yerushalmi, que es el más antiguo, basado en una tradición oral antigua recogida por las escuelas rabínicas de Galilea a partir del siglo II d. J.C. Hasta 1950 sólo era conocido en forma fragmentaria en manuscritos particulares y en algunos trozos de la Geniza de El Cairo. El hallazgo por A. Díez Macho de un manuscrito completo —el Ms. Neofiti 1— en la Biblioteca Vaticana nos ha permitido acceder a un texto con una ortografía repetidamente modernizada y, sustancialmente, en buen estado de conservación.

El segundo es el de Onqelos, al que las escuelas babilónicas del siglo III otorgaron un carácter oficial aunque, presumiblemente, su origen es palestino. Contiene un texto muy parecido al del hebreo original y, aunque tiene algunas amplificaciones haggádicas, su halajáh es esencialmente rabínica. Su lengua es un dialecto diferente del primer targum de la Torah y más parecido al arameo de Daniel.

El tercero es el Yerushalmi 1 (TJ 1) o del Pseudo-Jonatán (Ps-J); contiene pasajes del Yerushalmi en un contexto similar al Onqelos y con pasajes midráshicos de origen indeterminado.

El Targum de los profetas (libros de Josué a 2 Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce Profetas Menores) quedó fijado en el ambiente del que nació elOnqelos, en el mismo dialecto arameo y con la finalidad de que tuviera el mismo valor que éste en la lectura sinagogal. No es seguro que haya existido un targumYerushalmi de los profetas, pero sí parece que hubo un targum de las haftarot . En esos pasajes es donde hay más desarrollos haggádicos. El Targum de Jonatán pretende asemejarse lo más posible al original hebreo y sólo alguna vez opta por la versión libre, lo que se ha interpretado como residuos de un targum Yerushalmi. Un ejemplo de esto lo tenemos en Is. 63, 1 que revela la existencia de un targum más antiguo en que el pasaje se interpretaba de manera mesiánica como lo hace el autor judeo-cristiano de Apocalipsis (19, 13). De hecho, esta interpretación es la que se da en el Tg. Yerushalmi de Gn. 49, 13-14. El Targum de Isaías es el más desarrollado y resulta indiscutible que en el mismo se dan elementos de una apologética anticristiana, como, por ejemplo, en la interpretación distorsionada de Is. 52, 13-53: 12. El Tg. de los profetas constituye un testimonio de primer orden en relación con la teología rabínica y resulta indiscutible que algunos de sus aspectos son de aparición anterior al cristianismo.

 

Las meguil·lot o rollos (el Cantar de los cantares, Rut, las Lamentaciones, el Eclesiastés y Esther) son testigos de una ampliación targúmica específica del texto primitivo que puede concluir en un midrash arameo. Aunque las tradiciones parecen ser en algunos casos muy antiguas, su forma actual es reciente. La lengua predominante es el arameo de Galilea como en el Tg. Yerushalmi del Pentateuco, aunque se advierten resquicios —posiblemente debidos a las manos de los copistas— del arameo del Tg. de Onqelos. En general, puede decirse que los targumim de las meguillot se acercan más a la literatura edificante que al modelo targúmico puro.

También existen targumim referidos a los Ketubim o Escritos (Salmos, Job, Proverbios y 1 y 2 Crónicas). En los dos primeros casos, el texto no se fijó nunca de una forma oficial y es corriente encontrar en algunos pasajes dos o tres paráfrasis del mismo texto. Existen además varias familias de manuscritos, lo que explica, por ejemplo, la carencia de coincidencia absoluta entre las Políglotas de Amberes y de Londres. El Targum de Crónicas ha llegado hasta nosotros sólo en tres manuscritos. En cuanto a los Salmos aparecen representados en un número de manuscritos considerable, cayendo muchas veces en ampliaciones de tipo haggádico que, prácticamente, constituyen un comentario. Estos targumim resultan especialmente interesantes porque permiten rastrear algunas de las interpretaciones mesiánicas utilizadas por el judeo-cristianismo y que, posteriormente, en todo o en parte, fueron rechazadas por el judaismo rabínico.

Aparte de los targumim referidos a los libros sagrados del canon hebreo o palestino —que es el mismo que, dentro del cristianismo, siguen las iglesias protestantes, y distinto del mantenido por la Iglesia católica— hay que indicar la existencia de targumim relacionados con los deuterocanónicos o apócrifos. En estos casos, lógicamente, el texto del que se parte para la elaboración de los targumim es el griego. Así tenemos targumim de Tobías, de las adiciones al libro de Esther (Sueño de Mardoqueo y la Oración de Esther) y de los suplementos a Daniel (provenientes de la versión de Teodoción).

Los materiales proporcionados por las fuentes rabínicas relacionados con el objeto de nuestro estudio son susceptibles de agruparse en dos tipos. En primer lugar, nos hallamos con las referencias directas al judeo-cristianismo y a Jesús. Éstas no resultan muy numerosas[1] y se hallan teñidas por la polémica. Así, la persona de Jesús, lógico punto de referencia del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I, es, y no puede minimizarse este aspecto, tratada con especial dureza en los escritos rabínicos.[1] En primer lugar, hay una clara insistencia en considerar a Jesús como un bastardo,[1] a su madre como una adúltera[1] y a su padre como un legionario romano llamado Pantera. J. Klausner,[1] que intentó paliar, bastante infructuosamente a nuestro juicio, la visión negativa que la literatura rabínica presenta acerca de Jesús, insistió, siguiendo a otros autores, en que el nombre «Pantera» vendría de una corrupción de parzenos («virgen»). El origen de esta deformación derivaría del hecho de que los cristianos creían a Jesús el hijo de una virgen y sus enemigos habían convertido ese parzenos en el nombre de un extranjero, supuesto padre de Jesús. Habría nacido así la leyenda del Jesús, hijo de Pantera. Sin entrar a fondo sobre la veracidad de esta tesis (a nuestro juicio siquiera verosímil), parece desprenderse de ella, por un lado, una visión del nacimiento de Jesús entre sus seguidores que se asemejaría (si es que no era igual) a la de Mateo (c. 1-2) y a la de Lucas (c. 1-2) leído a la luz de Mateo, mientras que sus detractores insistirían en el aspecto irregular del evento, problema éste, al parecer, de cierta antigüedad y que alguna fuente (Jn. 8, 41) sitúa ya como existente durante la vida de Jesús.[1]

De manera semejante, las fuentes talmúdicas apuntan a la creencia en virtudes taumatúrgicas asociadas a la persona de Jesús, pero las mismas son contempladas desde una perspectiva hostil. En San. 107 b y Sota 47 b, se nos dice que «Ieshu practicó la hechicería y la seducción y llevaba a Israel por mal camino», datos que aparecen repetidos en San. 43 a, donde además se nos informa de que «la víspera de Pascua colgaron a Ieshu». La descripción talmúdica —que reconoce el poder taumatúrgico de Jesús, pero lo asocia con una fuente perversa— no sólo recuerda considerablemente los datos contenidos en los Evangelios (Mt. 9, 34; 12, 24; Mc. 3, 22), sino que concuerda con la información que al respecto hallamos en autores cristianos como Justino (Diálogo con el judío Trifón, LXIX)

 

Asimismo se nos ha transmitido en la literatura rabínica una visión negativa de las pretensiones de Jesús, que son condenadas explícitamente. Así, el Yalkut Shimeoni (Salónica) par 725, sobre vayisá meshaló (Nm. 23, 7) de acuerdo con el Midrash Ielamdenu,[1] recoge la noticia de que «intentaba hacerse Dios a sí mismo, para que el mundo entero fuera por mal camino» y se añade que no podía ser Dios puesto que éste no miente mientras que «si él dice que es Dios es un embustero y miente; dijo que marcharía y volvería finalmente. Lo dijo y no lo hizo». Las resonancias del pasaje tienen, de nuevo, claros paralelos en el Nuevo Testamento y, más concretamente, en relación con las cuestiones de la autoconciencia de Jesús (especialmente con su divinidad) y de la Parusía. Lógicamente, y partiendo de estos presupuestos, deberíamos esperar una condena clara de Jesús, efectivamente, eso es lo que encontramos en las mismas fuentes. Así, en Guit. 56b-57a) se presenta a Jesús —que «se burló de las palabras de los sabios» y que fue «un transgresor de Israel»— atormentado en medio de excrementos en ebullición.

El cuadro global resulta, pues, evidente. Las fuentes rabínicas dan por ciertos muchos de los datos contenidos también en fuentes cristianas, pero los reinterpretan con un resultado radicalmente distinto. Así nos encontramos con que ciertamente Jesús había nacido en circunstancias extrañas, pero este hecho no había sido más que consecuencia del adulterio cometido por su madre con un soldado de las fuerzas romanas de ocupación, un tal Pantera. También era verdad que Jesús había realizado curaciones y otros actos milagrosos, pero tal supuesto[1] se debía a su carácter de hechicero. Igualmente, si había atraído a un buen número de seguidores había que atribuirlo a su capacidad de seducción y a su flexibilidad inexcusable hacia la Torah y si se había igualado a Dios y prometido regresar, con ello sólo había conseguido poner de manifiesto que era un peligroso farsante, algo que justificaba suficientemente el que hubiera sido ejecutado y el que se hallara ahora sufriendo tormento en medio de excrementos en estado de ebullición.

En segundo lugar, nos hallamos con los textos que muestran los resultados finales de la victoria en el seno del judaismo de un sector teológico concreto.[1] Tal triunfo, como tendremos ocasión de ver en la segunda y tercera parte de este estudio, implicó la erradicación de las visiones teológicas distintas a la vencedora, así como su análisis tendencioso y su descalificación sistemática. Naturalmente, entre ellas se hallaba el cristianismo y, de manera muy especial, el judeo-cristianismo. La relectura de las Escrituras —especialmente en lo que a los textos considerados mesiánicos se refiere— se vio encaminada a combatir de forma apologética aquellas interpretaciones contrarias a la del judaismo posterior a Jamnia y, de manera muy especial, a los judeo-cristianos. Con todo, podremos ver que se conservan aún elementos de interpretaciones anteriores a la ruptura definitiva entre judaísmo y cristianismo, y los testimonios recogidos en las mismas no resultan de tan escaso valor histórico como se ha señalado en ocasiones.[1]

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